Seguimos leyendo juntos esta historia tan dura y a la vez tan plena de esperanza...todos los días, acá en nuestro Estante de Libros encontrarás una parte, como te prometimos...pero si querés descargar el libro completo en tu compu o en el celu acá te dejamos el link de un sitio seguro...
https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf
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SEGUNDA FASE: LA VIDA EN EL CAMPO
Apatía
Las reacciones descritas empezaron a cambiar a los pocos
días. El prisionero pasaba de la primera a la segunda fase, una
fase de apatía relativa en la que llegaba a una especie de muerte
emocional. Aparte de las emociones ya descritas, el prisionero
recién llegado experimentaba las torturas de otras emociones más
dolorosas, todas las cuales intentaba amortiguar. La primera de
todas era la añoranza sin límites de su casa y de su familia. A
veces era tan aguda que simplemente se consumía de nostalgia.
Seguía después la repugnancia que le producía toda la fealdad
que le rodeaba, incluso en las formas externas más simples.
A muchos de los prisioneros se les entregaba un uniforme
andrajoso que, por comparación, hubiera hecho parecer elegante
a un espantapájaros. Entre los barracones del campo no había
nada más que barro y cuanto más se trabajaba para eliminarlo
más se hundía uno en él. Una de las prácticas favoritas consistía
en destacar a un recién llegado en el grupo encargado de limpiar
las letrinas y retirar los excrementos. Si, como solía suceder,
parte de éstos le salpicaba la cara al trasladarlos entre los
desniveles del campo, cualquier signo de asco por parte del
prisionero o la intención de quitarse la porquería de la cara
merecía cuando menos un latigazo por parte del "capo", indignado
ante la "delicadeza" del prisionero. De esta forma se aceleraba la
mortificación ante las reacciones normales.
Al principio, el prisionero volvía la cabeza ante las marchas de
castigo de otros grupos; no podía soportar la contemplación de
sus compañeros yendo arriba y abajo durante horas, hundidos en
el fango, acompañadas las órdenes de golpes. Unos días o unas
semanas después, las cosas cambiaban. Por la mañana temprano,
cuando todavía estaba oscuro, el prisionero se plantaba frente a
la puerta, junto con su destacamento, listo para marchar.
Apatía
Las reacciones descritas empezaron a cambiar a los pocos
días. El prisionero pasaba de la primera a la segunda fase, una
fase de apatía relativa en la que llegaba a una especie de muerte
emocional. Aparte de las emociones ya descritas, el prisionero
recién llegado experimentaba las torturas de otras emociones más
dolorosas, todas las cuales intentaba amortiguar. La primera de
todas era la añoranza sin límites de su casa y de su familia. A
veces era tan aguda que simplemente se consumía de nostalgia.
Seguía después la repugnancia que le producía toda la fealdad
que le rodeaba, incluso en las formas externas más simples.
A muchos de los prisioneros se les entregaba un uniforme
andrajoso que, por comparación, hubiera hecho parecer elegante
a un espantapájaros. Entre los barracones del campo no había
nada más que barro y cuanto más se trabajaba para eliminarlo
más se hundía uno en él. Una de las prácticas favoritas consistía
en destacar a un recién llegado en el grupo encargado de limpiar
las letrinas y retirar los excrementos. Si, como solía suceder,
parte de éstos le salpicaba la cara al trasladarlos entre los
desniveles del campo, cualquier signo de asco por parte del
prisionero o la intención de quitarse la porquería de la cara
merecía cuando menos un latigazo por parte del "capo", indignado
ante la "delicadeza" del prisionero. De esta forma se aceleraba la
mortificación ante las reacciones normales.
Al principio, el prisionero volvía la cabeza ante las marchas de
castigo de otros grupos; no podía soportar la contemplación de
sus compañeros yendo arriba y abajo durante horas, hundidos en
el fango, acompañadas las órdenes de golpes. Unos días o unas
semanas después, las cosas cambiaban. Por la mañana temprano,
cuando todavía estaba oscuro, el prisionero se plantaba frente a
la puerta, junto con su destacamento, listo para marchar.
Oía un grito y veía tirar a golpes al suelo a un camarada; se volvía a
poner de pie y nuevamente le volvían a derribar al suelo. ¿Y todo
por qué? Tenía fiebre, pero se había presentado a la enfermería
en un momento inoportuno. Le castigaban por tratar de zafarse
de sus deberes de esta forma irregular.
El prisionero que se encontraba ya en la segunda fase de sus
reacciones psicológicas no apartaba la vista. Al llegar a ese punto,
sus sentimientos se habían embotado y contemplaba impasible
tales escenas. Otro ejemplo: cuando ese mismo prisionero estaba
por la tarde esperando ante la enfermería con la esperanza de
que le concederían dos días de trabajos ligeros dentro del campo
a causa de sus heridas o quizás por el edema o la fiebre,
observaba impertérrito cómo era arrastrado un muchacho de 12
años para el que no había ya zapatos en el campo y le habían
obligado a estar en posición firme durante horas bajo la nieve o a
trabajar a la intemperie con los pies desnudos. Se le habían
congelado los dedos y el médico le arrancaba los negros muñones
gangrenados con tenazas, uno por uno. Asco, piedad y horror
eran emociones que nuestro espectador no podía sentir ya. Los
que sufrían, los enfermos, los agonizantes y los muertos eran
cosas tan comunes para él tras unas pocas semanas en el campo
que no le conmovían en absoluto.
Estuve algún tiempo en un barracón cuidando a los enfermos
de tifus; los delirios eran frecuentes, pues casi todos los pacientes
estaban agonizando. Apenas acababa de morir uno de ellos y yo
contemplaba sin ningún sobresalto emocional la siguiente escena,
que se repetía una y otra vez con cada fallecimiento. Uno por
uno, los prisioneros se acercaban al cuerpo todavía caliente de su
compañero. Uno agarraba los restos de las hediondas patatas de
la comida del mediodía, otro decidía que los zapatos de madera
del cadáver eran mejores que los suyos y se los cambiaba. Otro
hacía lo mismo con el abrigo del muerto y otro se contentaba con
agenciarse —¡Imagínense qué cosa!— un trozo de cuerda
auténtica. Y todo esto yo lo veía impertérrito, sin conmoverme lo
más mínimo. Pedía al "enfermo" que retirara el cadáver. Cuando
se decidía a hacerlo, lo cogía por las piernas, dejaba que se
deslizara al estrecho pasillo entre las dos hileras de tablas que
constituían las camas de los cincuenta enfermos de tifus y lo
arrastraba por el desigual suelo de tierra hasta la puerta. Los dos
escalones que había que subir para salir al aire libre siempre
constituían un problema para nosotros, que estábamos exhaustos
por falta de alimentación. Tras unos cuantos meses de estancia
en el campo, éramos incapaces de subir las escaleras sin
agarrarnos a la puerta para darnos impulso. El hombre que
arrastraba el cadáver se acercaba a los escalones. A duras penas
podía subir él; a continuación tenía que izar el cadáver: primero
los pies, luego el tronco y finalmente —con un ruido extraño— la
cabeza del muerto subía botando los dos escalones. Acto seguido
nos distribuían la ración diaria de sopa. Mi sitio estaba en la parte
opuesta del barracón, cerca de la pequeña y única ventana,
situada casi a ras del suelo. Mientras mis frías manos agarraban
la taza de sopa caliente de la que yo sorbía con avidez, miraba
por la ventana. El cadáver que acababan de llevarse me estaba
mirando con sus ojos vidriosos; sólo dos Horas antes había estado
hablando con aquel hombre. Yo seguía sorbiendo mi sopa. Si mi
falta de emociones no me hubiera sorprendido desde el punto de
vista del interés profesional, ahora no recordaría este incidente,
tal era el escaso sentimiento que en mí despertaba.
Lo que hace daño
La apatía, el adormecimiento de las emociones y el
sentimiento de que a uno no le importaría ya nunca nada eran los
síntomas que se manifestaban en la segunda etapa de las
reacciones psicológicas del prisionero y lo que, eventualmente, le
hacían insensible a los golpes diarios, casi continuos. Gracias a
esta insensibilidad, el prisionero se rodeaba en seguida de un
caparazón protector muy necesario. Los golpes se producían a la
mínima provocación y algunas veces sin razón alguna. Por
ejemplo: el pan se repartía en el lugar donde trabajábamos y
teníamos que ponernos en fila para obtenerlo. En una ocasión, el
que estaba detrás de mí se corrió ligeramente hacia un lado y
esta mínima falta de simetría desagradó al guardián de las SS.
poner de pie y nuevamente le volvían a derribar al suelo. ¿Y todo
por qué? Tenía fiebre, pero se había presentado a la enfermería
en un momento inoportuno. Le castigaban por tratar de zafarse
de sus deberes de esta forma irregular.
El prisionero que se encontraba ya en la segunda fase de sus
reacciones psicológicas no apartaba la vista. Al llegar a ese punto,
sus sentimientos se habían embotado y contemplaba impasible
tales escenas. Otro ejemplo: cuando ese mismo prisionero estaba
por la tarde esperando ante la enfermería con la esperanza de
que le concederían dos días de trabajos ligeros dentro del campo
a causa de sus heridas o quizás por el edema o la fiebre,
observaba impertérrito cómo era arrastrado un muchacho de 12
años para el que no había ya zapatos en el campo y le habían
obligado a estar en posición firme durante horas bajo la nieve o a
trabajar a la intemperie con los pies desnudos. Se le habían
congelado los dedos y el médico le arrancaba los negros muñones
gangrenados con tenazas, uno por uno. Asco, piedad y horror
eran emociones que nuestro espectador no podía sentir ya. Los
que sufrían, los enfermos, los agonizantes y los muertos eran
cosas tan comunes para él tras unas pocas semanas en el campo
que no le conmovían en absoluto.
Estuve algún tiempo en un barracón cuidando a los enfermos
de tifus; los delirios eran frecuentes, pues casi todos los pacientes
estaban agonizando. Apenas acababa de morir uno de ellos y yo
contemplaba sin ningún sobresalto emocional la siguiente escena,
que se repetía una y otra vez con cada fallecimiento. Uno por
uno, los prisioneros se acercaban al cuerpo todavía caliente de su
compañero. Uno agarraba los restos de las hediondas patatas de
la comida del mediodía, otro decidía que los zapatos de madera
del cadáver eran mejores que los suyos y se los cambiaba. Otro
hacía lo mismo con el abrigo del muerto y otro se contentaba con
agenciarse —¡Imagínense qué cosa!— un trozo de cuerda
auténtica. Y todo esto yo lo veía impertérrito, sin conmoverme lo
más mínimo. Pedía al "enfermo" que retirara el cadáver. Cuando
se decidía a hacerlo, lo cogía por las piernas, dejaba que se
deslizara al estrecho pasillo entre las dos hileras de tablas que
constituían las camas de los cincuenta enfermos de tifus y lo
arrastraba por el desigual suelo de tierra hasta la puerta. Los dos
escalones que había que subir para salir al aire libre siempre
constituían un problema para nosotros, que estábamos exhaustos
por falta de alimentación. Tras unos cuantos meses de estancia
en el campo, éramos incapaces de subir las escaleras sin
agarrarnos a la puerta para darnos impulso. El hombre que
arrastraba el cadáver se acercaba a los escalones. A duras penas
podía subir él; a continuación tenía que izar el cadáver: primero
los pies, luego el tronco y finalmente —con un ruido extraño— la
cabeza del muerto subía botando los dos escalones. Acto seguido
nos distribuían la ración diaria de sopa. Mi sitio estaba en la parte
opuesta del barracón, cerca de la pequeña y única ventana,
situada casi a ras del suelo. Mientras mis frías manos agarraban
la taza de sopa caliente de la que yo sorbía con avidez, miraba
por la ventana. El cadáver que acababan de llevarse me estaba
mirando con sus ojos vidriosos; sólo dos Horas antes había estado
hablando con aquel hombre. Yo seguía sorbiendo mi sopa. Si mi
falta de emociones no me hubiera sorprendido desde el punto de
vista del interés profesional, ahora no recordaría este incidente,
tal era el escaso sentimiento que en mí despertaba.
Lo que hace daño
La apatía, el adormecimiento de las emociones y el
sentimiento de que a uno no le importaría ya nunca nada eran los
síntomas que se manifestaban en la segunda etapa de las
reacciones psicológicas del prisionero y lo que, eventualmente, le
hacían insensible a los golpes diarios, casi continuos. Gracias a
esta insensibilidad, el prisionero se rodeaba en seguida de un
caparazón protector muy necesario. Los golpes se producían a la
mínima provocación y algunas veces sin razón alguna. Por
ejemplo: el pan se repartía en el lugar donde trabajábamos y
teníamos que ponernos en fila para obtenerlo. En una ocasión, el
que estaba detrás de mí se corrió ligeramente hacia un lado y
esta mínima falta de simetría desagradó al guardián de las SS.
Yono sabía lo que ocurría en la fila detrás de mí, ni lo que pasaba
por la mente del guardia, pero, de pronto, recibí dos fuertes
golpes en la cabeza. Sólo entonces me di cuenta de que a mi lado
había un guardia y que estaba usando su vara. En tales
momentos no es ya el dolor físico lo que más nos hiere (y esto se
aplica tanto a los adultos como a los niños); es la agonía mental
causada por la injusticia, por lo irracional de todo aquello.
Por extraño que parezca, un golpe que incluso no acierte a
dar, puede, bajo ciertas circunstancias, herirnos más que uno que
atine en el blanco. Una vez estaba de pie junto a la vía del
ferrocarril bajo una tormenta de nieve. A pesar del temporal
nuestra cuadrilla tenía que seguir trabajando. Trabajé con
bastante ahínco, repasando la vía con grava, ya que era la única
forma de entrar en calor. Durante unos breves instantes hice una
pausa para tomar aliento y apoyarme sobre la pala. Por
desgracia, el guardia se dio entonces media vuelta y pensó que yo
estaba holgazaneando. El dolor que me causó no fue por sus
insultos o sus golpes. El guardia decidió que no valía la pena
gastar su tiempo en decir ni una palabra, ni lanzar un juramento
contra aquel cuerpo andrajoso y demacrado que tenía delante de
él y que, probablemente, apenas le recordaba al de una figura
humana. En vez de ello, cogió una piedra alegremente y la lanzó
contra mí. A mí, aquello me pareció una forma de atraer la
atención de una bestia, de inducir a un animal doméstico a que
realice su trabajo, una criatura con la que se tiene tan poco en
común que ni siquiera hay que molestarse en castigarla.
El insulto
El aspecto más doloroso de los golpes es el insulto que
incluyen. En una ocasión teníamos que arrastrar unas cuantas
traviesas largas y pesadas sobre las vías heladas. Si un hombre
resbalaba, no sólo corría peligro él, sino todos los que cargaban la
misma traviesa. Un antiguo amigo mío tenía una cadera dislocada
de nacimiento. Podía estar contento de trabajar a pesar del
defecto, ya que los que padecían algún defecto físico era casi
seguro que los enviaban a morir en la primera selección. Mi amigo
se bamboleaba sobre el raíl con aquella traviesa especialmente
pesada y estaba a punto de caerse y arrastrar a los demás con él.
En aquel momento yo no arrastraba ninguna traviesa, así que
salté a ayudarle sin pararme a pensar. Inmediatamente sentí un
golpe en la espalda, un duro castigo, y me ordenaron regresar a
mi puesto. Unos pocos minutos antes el guardia que me golpeó
nos había dicho despectivamente que los "cerdos" como nosotros
no teníamos espíritu de compañerismo.
En otra ocasión y a una temperatura de menos de veinte
grados centígrados empezamos a cavar el suelo del bosque, que
estaba helado, para tender unas cañerías. Para entonces ya me
había debilitado mucho físicamente. Vi venir a un capataz con sus
rechonchas mejillas sonrosadas. Su cara recordaba
inevitablemente la cabeza de un cerdo. Me fijé, con envidia, en
sus cálidos guantes, mientras pensaba que nosotros teníamos que
trabajar con las manos desnudas y sin ninguna prenda de abrigo,
como su chaqueta de cuero forrada de piel, bajo aquel frío tan
intenso. Durante un momento me observó en silencio. Sentí que
se mascaba la tragedia, ya que junto a mí tenía el montón de
tierra que mostraba exactamente lo poco que había cavado.
Entonces: "Tú, cerdo, te vengo observando todo el tiempo. Yo
te enseñaré a trabajar. Espera a ver como cavas la tierra con los
dientes, morirás como un animal. ¡En dos días habré acabado
contigo! No has debido dar golpe en toda tu vida. ¿Qué eras tú,
puerco, un hombre de negocios?"
Ya había dejado de importarme todo. Pero tenía que tomar en
serio esta amenaza de muerte, así que saqué todas mis fuerzas y
le miré directamente a los ojos: "Era médico especialista."
"¿Qué? ¿Un médico? Apuesto a que les cobrabas un montón de
dinero a tus pacientes."
"La verdad es que la mayor parte de mi trabajo lo hacía sin
cobrar nada, en las clínicas para pobres." Al llegar aquí,
comprendí que había dicho demasiado. Se arrojó sobre mí y me
derribó al suelo gritando como un energúmeno. No puedo
recordar lo que gritaba.
Afortunadamente el "capo" de mi cuadrilla se sentía obligado
hacia mí; sentía hacia mí cierta simpatía porque yo escuchaba sus
historias de amor y sus dificultades matrimoniales, que me
contaba en las largas caminatas a nuestro lugar de trabajo. Le
había causado cierta impresión con mi diagnosis sobre su carácter
y mi consejo psicoterapéutico. A partir de este momento me
estaba agradecido y ello me fue de mucho valor. En ocasiones
anteriores me había reservado un puesto junto a él en las cinco
primeras hileras de nuestro destacamento, que normalmente
componían 280 hombres. Era un favor muy importante. Teníamos
que alinearnos por la mañana muy temprano cuando todavía
estaba oscuro. Todo el mundo tenía miedo de llegar tarde y tener
que quedarse en las hileras de la cola. Si se necesitaban hombres
para hacer un trabajo desagradable, el jefe de los "capo" solía
reclutar a los hombres que necesitaba de entre los de las últimas
filas. Estos hombres tenían que marchar lejos a otro tipo de
trabajo, especialmente temido, a las órdenes de guardias
desconocidos. De vez en cuando, el "capo" elegía a los hombres
de las primeras cinco filas para sorprender a los que se pasaban
de listos. Todas las protestas y súplicas eran silenciadas con unos
cuantos puntapiés que daban en el blanco y las víctimas de su
elección eran llevadas al lugar de reunión a base de gritos y
golpes.
Ahora bien, mientras duraron las confesiones de mi "capo",
nunca me sucedió eso a mí. Tenía garantizado un puesto de honor
junto a él, lo que comportaba además otra ventaja. Como casi
todos los que estaban internados en el campo, yo padecía edema
de hambre. Mis piernas estaban tan hinchadas y la piel tan tirante
que apenas podía doblar las rodillas. No podía atarme los zapatos
si quería que cupieran en ellos mis pies hinchados. No hubiera
quedado espacio para los calcetines aun cuando los hubiera
tenido. Mis pies parcialmente desnudos estaban siempre mojados
y los zapatos llenos de nieve. Ello me producía, naturalmente,
congelaciones y sabañones. Cada paso que daba constituía una
verdadera tortura. Durante las largas marchas sobre los campos
nevados se formaban en nuestros zapatos carámbanos de hielo.
Una y otra vez los hombres resbalaban y los que les seguían
tropezaban y caían encima de ellos. Entonces la columna se
detenía unos momentos, no demasiados. Pronto entraba en
acción uno de los guardias y golpeaba a los hombres con la culata
de su rifle, haciendo que se levantaran rápidamente. Cuanto más
adelantado se estuviera en la columna, menos probabilidades
tenías de detenerte y de tener que recuperar después la distancia
perdida corriendo con los pies doloridos. ¡Qué agradecido debía
sentirme por haber sido designado médico personal de su señoría
el "capo" y por marchar en cabeza a un paso regular! Como pago
adicional a mis servicios, yo podía estar seguro de que mientras
en nuestro lugar de trabajo se repartiera un plato de sopa a la
hora de comer, cuando llegara mi turno, él metería el cacillo hasta
el fondo del perol para pescar unas pocas habichuelas.
Este mismo "capo", que anteriormente había sido oficial del
ejército, se había atrevido a musitar al capataz, aquel que se
había irritado conmigo, que me consideraba un trabajador
excepcionalmente bueno. No es que esto me ayudara mucho,
pero sí sirvió para salvarme la vida (una de las muchas veces que
se salvaría). Al día siguiente del episodio con el capataz el "capo"
me metió de contrabando en otra cuadrilla de trabajo.
Con este suceso, aparentemente trivial, quiero mostrar que
hay momentos en que la indignación puede surgir incluso en un
prisionero aparentemente endurecido, indignación no causada por
la crueldad o el dolor, sino por el insulto al que va unido. Aquella
vez, la sangre se me agolpó en la cabeza por verme obligado a
escuchar a un hombre que juzgaba mi vida sin tener la más
remota idea de cómo era yo, un hombre (debo confesarlo: la
observación que expongo seguidamente la hice a mis compañeros
de prisión tras la escena, lo que me produjo un cierto alivio
infantil) "que parecía tan vulgar y tan brutal que la enfermera de
la sala de espera de nuestro hospital ni siquiera le hubiera
permitido pasar".
Había también capataces que se preocupaban por nosotros y
hacían cuanto podían por aliviar nuestra situación, cuando menos
al pie de obra. Pero aún así no cesaban de recordarnos que un
trabajador normal hacía siete veces nuestro trabajo y en menos
tiempo. Entendían, sin embargo, nuestras razones cuando
argüíamos que ningún trabajador normal y corriente vivía con 300g
por la mente del guardia, pero, de pronto, recibí dos fuertes
golpes en la cabeza. Sólo entonces me di cuenta de que a mi lado
había un guardia y que estaba usando su vara. En tales
momentos no es ya el dolor físico lo que más nos hiere (y esto se
aplica tanto a los adultos como a los niños); es la agonía mental
causada por la injusticia, por lo irracional de todo aquello.
Por extraño que parezca, un golpe que incluso no acierte a
dar, puede, bajo ciertas circunstancias, herirnos más que uno que
atine en el blanco. Una vez estaba de pie junto a la vía del
ferrocarril bajo una tormenta de nieve. A pesar del temporal
nuestra cuadrilla tenía que seguir trabajando. Trabajé con
bastante ahínco, repasando la vía con grava, ya que era la única
forma de entrar en calor. Durante unos breves instantes hice una
pausa para tomar aliento y apoyarme sobre la pala. Por
desgracia, el guardia se dio entonces media vuelta y pensó que yo
estaba holgazaneando. El dolor que me causó no fue por sus
insultos o sus golpes. El guardia decidió que no valía la pena
gastar su tiempo en decir ni una palabra, ni lanzar un juramento
contra aquel cuerpo andrajoso y demacrado que tenía delante de
él y que, probablemente, apenas le recordaba al de una figura
humana. En vez de ello, cogió una piedra alegremente y la lanzó
contra mí. A mí, aquello me pareció una forma de atraer la
atención de una bestia, de inducir a un animal doméstico a que
realice su trabajo, una criatura con la que se tiene tan poco en
común que ni siquiera hay que molestarse en castigarla.
El insulto
El aspecto más doloroso de los golpes es el insulto que
incluyen. En una ocasión teníamos que arrastrar unas cuantas
traviesas largas y pesadas sobre las vías heladas. Si un hombre
resbalaba, no sólo corría peligro él, sino todos los que cargaban la
misma traviesa. Un antiguo amigo mío tenía una cadera dislocada
de nacimiento. Podía estar contento de trabajar a pesar del
defecto, ya que los que padecían algún defecto físico era casi
seguro que los enviaban a morir en la primera selección. Mi amigo
se bamboleaba sobre el raíl con aquella traviesa especialmente
pesada y estaba a punto de caerse y arrastrar a los demás con él.
En aquel momento yo no arrastraba ninguna traviesa, así que
salté a ayudarle sin pararme a pensar. Inmediatamente sentí un
golpe en la espalda, un duro castigo, y me ordenaron regresar a
mi puesto. Unos pocos minutos antes el guardia que me golpeó
nos había dicho despectivamente que los "cerdos" como nosotros
no teníamos espíritu de compañerismo.
En otra ocasión y a una temperatura de menos de veinte
grados centígrados empezamos a cavar el suelo del bosque, que
estaba helado, para tender unas cañerías. Para entonces ya me
había debilitado mucho físicamente. Vi venir a un capataz con sus
rechonchas mejillas sonrosadas. Su cara recordaba
inevitablemente la cabeza de un cerdo. Me fijé, con envidia, en
sus cálidos guantes, mientras pensaba que nosotros teníamos que
trabajar con las manos desnudas y sin ninguna prenda de abrigo,
como su chaqueta de cuero forrada de piel, bajo aquel frío tan
intenso. Durante un momento me observó en silencio. Sentí que
se mascaba la tragedia, ya que junto a mí tenía el montón de
tierra que mostraba exactamente lo poco que había cavado.
Entonces: "Tú, cerdo, te vengo observando todo el tiempo. Yo
te enseñaré a trabajar. Espera a ver como cavas la tierra con los
dientes, morirás como un animal. ¡En dos días habré acabado
contigo! No has debido dar golpe en toda tu vida. ¿Qué eras tú,
puerco, un hombre de negocios?"
Ya había dejado de importarme todo. Pero tenía que tomar en
serio esta amenaza de muerte, así que saqué todas mis fuerzas y
le miré directamente a los ojos: "Era médico especialista."
"¿Qué? ¿Un médico? Apuesto a que les cobrabas un montón de
dinero a tus pacientes."
"La verdad es que la mayor parte de mi trabajo lo hacía sin
cobrar nada, en las clínicas para pobres." Al llegar aquí,
comprendí que había dicho demasiado. Se arrojó sobre mí y me
derribó al suelo gritando como un energúmeno. No puedo
recordar lo que gritaba.
Afortunadamente el "capo" de mi cuadrilla se sentía obligado
hacia mí; sentía hacia mí cierta simpatía porque yo escuchaba sus
historias de amor y sus dificultades matrimoniales, que me
contaba en las largas caminatas a nuestro lugar de trabajo. Le
había causado cierta impresión con mi diagnosis sobre su carácter
y mi consejo psicoterapéutico. A partir de este momento me
estaba agradecido y ello me fue de mucho valor. En ocasiones
anteriores me había reservado un puesto junto a él en las cinco
primeras hileras de nuestro destacamento, que normalmente
componían 280 hombres. Era un favor muy importante. Teníamos
que alinearnos por la mañana muy temprano cuando todavía
estaba oscuro. Todo el mundo tenía miedo de llegar tarde y tener
que quedarse en las hileras de la cola. Si se necesitaban hombres
para hacer un trabajo desagradable, el jefe de los "capo" solía
reclutar a los hombres que necesitaba de entre los de las últimas
filas. Estos hombres tenían que marchar lejos a otro tipo de
trabajo, especialmente temido, a las órdenes de guardias
desconocidos. De vez en cuando, el "capo" elegía a los hombres
de las primeras cinco filas para sorprender a los que se pasaban
de listos. Todas las protestas y súplicas eran silenciadas con unos
cuantos puntapiés que daban en el blanco y las víctimas de su
elección eran llevadas al lugar de reunión a base de gritos y
golpes.
Ahora bien, mientras duraron las confesiones de mi "capo",
nunca me sucedió eso a mí. Tenía garantizado un puesto de honor
junto a él, lo que comportaba además otra ventaja. Como casi
todos los que estaban internados en el campo, yo padecía edema
de hambre. Mis piernas estaban tan hinchadas y la piel tan tirante
que apenas podía doblar las rodillas. No podía atarme los zapatos
si quería que cupieran en ellos mis pies hinchados. No hubiera
quedado espacio para los calcetines aun cuando los hubiera
tenido. Mis pies parcialmente desnudos estaban siempre mojados
y los zapatos llenos de nieve. Ello me producía, naturalmente,
congelaciones y sabañones. Cada paso que daba constituía una
verdadera tortura. Durante las largas marchas sobre los campos
nevados se formaban en nuestros zapatos carámbanos de hielo.
Una y otra vez los hombres resbalaban y los que les seguían
tropezaban y caían encima de ellos. Entonces la columna se
detenía unos momentos, no demasiados. Pronto entraba en
acción uno de los guardias y golpeaba a los hombres con la culata
de su rifle, haciendo que se levantaran rápidamente. Cuanto más
adelantado se estuviera en la columna, menos probabilidades
tenías de detenerte y de tener que recuperar después la distancia
perdida corriendo con los pies doloridos. ¡Qué agradecido debía
sentirme por haber sido designado médico personal de su señoría
el "capo" y por marchar en cabeza a un paso regular! Como pago
adicional a mis servicios, yo podía estar seguro de que mientras
en nuestro lugar de trabajo se repartiera un plato de sopa a la
hora de comer, cuando llegara mi turno, él metería el cacillo hasta
el fondo del perol para pescar unas pocas habichuelas.
Este mismo "capo", que anteriormente había sido oficial del
ejército, se había atrevido a musitar al capataz, aquel que se
había irritado conmigo, que me consideraba un trabajador
excepcionalmente bueno. No es que esto me ayudara mucho,
pero sí sirvió para salvarme la vida (una de las muchas veces que
se salvaría). Al día siguiente del episodio con el capataz el "capo"
me metió de contrabando en otra cuadrilla de trabajo.
Con este suceso, aparentemente trivial, quiero mostrar que
hay momentos en que la indignación puede surgir incluso en un
prisionero aparentemente endurecido, indignación no causada por
la crueldad o el dolor, sino por el insulto al que va unido. Aquella
vez, la sangre se me agolpó en la cabeza por verme obligado a
escuchar a un hombre que juzgaba mi vida sin tener la más
remota idea de cómo era yo, un hombre (debo confesarlo: la
observación que expongo seguidamente la hice a mis compañeros
de prisión tras la escena, lo que me produjo un cierto alivio
infantil) "que parecía tan vulgar y tan brutal que la enfermera de
la sala de espera de nuestro hospital ni siquiera le hubiera
permitido pasar".
Había también capataces que se preocupaban por nosotros y
hacían cuanto podían por aliviar nuestra situación, cuando menos
al pie de obra. Pero aún así no cesaban de recordarnos que un
trabajador normal hacía siete veces nuestro trabajo y en menos
tiempo. Entendían, sin embargo, nuestras razones cuando
argüíamos que ningún trabajador normal y corriente vivía con 300g
de pan (teóricamente, pero en la práctica recibíamos menos) y
1 litro de sopa aguada al día; que un obrero normal no vivía bajo
la presión mental a la que nos veíamos sometidos, sin noticias de
nuestros familiares que, o bien habían sido enviados a otro campo
o habían muerto en las cámaras de gas; que un trabajador
normal no vivía amenazado de muerte continuamente, todos los
días y a todas horas. Una vez incluso me permití decirle a un
capataz amablemente: "Si usted aprendiera de mí a operar el
cerebro con tanta rapidez como yo estoy aprendiendo de usted a
hacer carreteras, sentiría un gran respeto por usted." Y él hizo
una mueca.
La apatía, el principal síntoma de la segunda fase, era un
mecanismo necesario de autodefensa. La realidad se desdibujaba
y todos nuestros esfuerzos y todas nuestras emociones se
centraban en una tarea: la conservación de nuestras vidas y la de
otros compañeros. Era típico oír a los prisioneros, cuando al
atardecer los conducían como rebaños de vuelta al campo desde
sus lugares de trabajo, respirar con alivio y decir: "Bueno, ya
pasó el día."
Los sueños de los prisioneros
Fácilmente se comprende que un estado tal de tensión junto
con la constante necesidad de concentrarse en la tarea de estar
vivos, forzaba la vida íntima del prisionero a descender a un nivel
primitivo. Algunos de mis colegas del campo, que habían
estudiado psicoanálisis, solían hablar de la "regresión" del
internado en el campo: una retirada a una forma más primitiva de
vida mental. Sus Apetencias y deseos se hacían obvios en sus
sueños.
Pero, ¿con qué soñaban los prisioneros? Con pan, pasteles,
cigarrillos y baños de agua templada. El no tener satisfechos esos
simples deseos les empujaba a buscar en los sueños su
cumplimiento. Si estos sueños eran o no beneficiosos ya es otra
cuestión; el soñador tenía que despertar de ellos y ponerse en la
realidad de la vida en el campo y del terrible contraste entre ésta
y sus ilusiones.
Nunca olvidaré una noche en la que me despertaron los
gemidos de un prisionero amigo, que se agitaba en sueños,
obviamente víctima de una horrible pesadilla. Dado que desde
siempre me he sentido especialmente dolorido por las personas
que padecen pesadillas angustiosas, quise despertar al pobre
hombre. Y de pronto retiré la mano que estaba a punto de
sacudirle, asustado de lo que iba a hacer. Comprendí en seguida
de una forma vivida, que ningún sueño, por horrible que fuera,
podía ser tan malo como la realidad del campo que nos rodeaba y
a la que estaba a punto de devolverle.
Y hasta aquí llegamos por hoy…que historia, verdad? …Mañana seguimos…
1 litro de sopa aguada al día; que un obrero normal no vivía bajo
la presión mental a la que nos veíamos sometidos, sin noticias de
nuestros familiares que, o bien habían sido enviados a otro campo
o habían muerto en las cámaras de gas; que un trabajador
normal no vivía amenazado de muerte continuamente, todos los
días y a todas horas. Una vez incluso me permití decirle a un
capataz amablemente: "Si usted aprendiera de mí a operar el
cerebro con tanta rapidez como yo estoy aprendiendo de usted a
hacer carreteras, sentiría un gran respeto por usted." Y él hizo
una mueca.
La apatía, el principal síntoma de la segunda fase, era un
mecanismo necesario de autodefensa. La realidad se desdibujaba
y todos nuestros esfuerzos y todas nuestras emociones se
centraban en una tarea: la conservación de nuestras vidas y la de
otros compañeros. Era típico oír a los prisioneros, cuando al
atardecer los conducían como rebaños de vuelta al campo desde
sus lugares de trabajo, respirar con alivio y decir: "Bueno, ya
pasó el día."
Los sueños de los prisioneros
Fácilmente se comprende que un estado tal de tensión junto
con la constante necesidad de concentrarse en la tarea de estar
vivos, forzaba la vida íntima del prisionero a descender a un nivel
primitivo. Algunos de mis colegas del campo, que habían
estudiado psicoanálisis, solían hablar de la "regresión" del
internado en el campo: una retirada a una forma más primitiva de
vida mental. Sus Apetencias y deseos se hacían obvios en sus
sueños.
Pero, ¿con qué soñaban los prisioneros? Con pan, pasteles,
cigarrillos y baños de agua templada. El no tener satisfechos esos
simples deseos les empujaba a buscar en los sueños su
cumplimiento. Si estos sueños eran o no beneficiosos ya es otra
cuestión; el soñador tenía que despertar de ellos y ponerse en la
realidad de la vida en el campo y del terrible contraste entre ésta
y sus ilusiones.
Nunca olvidaré una noche en la que me despertaron los
gemidos de un prisionero amigo, que se agitaba en sueños,
obviamente víctima de una horrible pesadilla. Dado que desde
siempre me he sentido especialmente dolorido por las personas
que padecen pesadillas angustiosas, quise despertar al pobre
hombre. Y de pronto retiré la mano que estaba a punto de
sacudirle, asustado de lo que iba a hacer. Comprendí en seguida
de una forma vivida, que ningún sueño, por horrible que fuera,
podía ser tan malo como la realidad del campo que nos rodeaba y
a la que estaba a punto de devolverle.
Y hasta aquí llegamos por hoy…que historia, verdad? …Mañana seguimos…
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