sábado, 18 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl- 3° entrega


Seguimos leyendo juntos esta historia tan dura y a la vez tan plena de esperanza...todos los días, acá en nuestro Estante de Libros encontrarás una parte, como te prometimos...pero si querés descargar el libro completo en tu compu o en el celu acá te dejamos el link de un sitio seguro...
https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf


SEGUNDA FASE: LA VIDA EN EL CAMPO


Apatía



Las reacciones descritas empezaron a cambiar a los pocos

días. El prisionero pasaba de la primera a la segunda fase, una

fase de apatía relativa en la que llegaba a una especie de muerte

emocional. Aparte de las emociones ya descritas, el prisionero

recién llegado experimentaba las torturas de otras emociones más

dolorosas, todas las cuales intentaba amortiguar. La primera de

todas era la añoranza sin límites de su casa y de su familia. A

veces era tan aguda que simplemente se consumía de nostalgia.

Seguía después la repugnancia que le producía toda la fealdad

que le rodeaba, incluso en las formas externas más simples.

A muchos de los prisioneros se les entregaba un uniforme

andrajoso que, por comparación, hubiera hecho parecer elegante

a un espantapájaros. Entre los barracones del campo no había

nada más que barro y cuanto más se trabajaba para eliminarlo

más se hundía uno en él. Una de las prácticas favoritas consistía

en destacar a un recién llegado en el grupo encargado de limpiar

las letrinas y retirar los excrementos. Si, como solía suceder,

parte de éstos le salpicaba la cara al trasladarlos entre los

desniveles del campo, cualquier signo de asco por parte del

prisionero o la intención de quitarse la porquería de la cara

merecía cuando menos un latigazo por parte del "capo", indignado

ante la "delicadeza" del prisionero. De esta forma se aceleraba la

mortificación ante las reacciones normales.

Al principio, el prisionero volvía la cabeza ante las marchas de

castigo de otros grupos; no podía soportar la contemplación de

sus compañeros yendo arriba y abajo durante horas, hundidos en

el fango, acompañadas las órdenes de golpes. Unos días o unas

semanas después, las cosas cambiaban. Por la mañana temprano,

cuando todavía estaba oscuro, el prisionero se plantaba frente a

la puerta, junto con su destacamento, listo para marchar. 

Oía un grito y veía tirar a golpes al suelo a un camarada; se volvía a

poner de pie y nuevamente le volvían a derribar al suelo. ¿Y todo

por qué? Tenía fiebre, pero se había presentado a la enfermería

en un momento inoportuno. Le castigaban por tratar de zafarse

de sus deberes de esta forma irregular.

El prisionero que se encontraba ya en la segunda fase de sus

reacciones psicológicas no apartaba la vista. Al llegar a ese punto,

sus sentimientos se habían embotado y contemplaba impasible

tales escenas. Otro ejemplo: cuando ese mismo prisionero estaba

por la tarde esperando ante la enfermería con la esperanza de

que le concederían dos días de trabajos ligeros dentro del campo

a causa de sus heridas o quizás por el edema o la fiebre,

observaba impertérrito cómo era arrastrado un muchacho de 12

años para el que no había ya zapatos en el campo y le habían

obligado a estar en posición firme durante horas bajo la nieve o a

trabajar a la intemperie con los pies desnudos. Se le habían

congelado los dedos y el médico le arrancaba los negros muñones

gangrenados con tenazas, uno por uno. Asco, piedad y horror

eran emociones que nuestro espectador no podía sentir ya. Los

que sufrían, los enfermos, los agonizantes y los muertos eran

cosas tan comunes para él tras unas pocas semanas en el campo

que no le conmovían en absoluto.

Estuve algún tiempo en un barracón cuidando a los enfermos

de tifus; los delirios eran frecuentes, pues casi todos los pacientes

estaban agonizando. Apenas acababa de morir uno de ellos y yo

contemplaba sin ningún sobresalto emocional la siguiente escena,

que se repetía una y otra vez con cada fallecimiento. Uno por

uno, los prisioneros se acercaban al cuerpo todavía caliente de su

compañero. Uno agarraba los restos de las hediondas patatas de

la comida del mediodía, otro decidía que los zapatos de madera

del cadáver eran mejores que los suyos y se los cambiaba. Otro

hacía lo mismo con el abrigo del muerto y otro se contentaba con

agenciarse —¡Imagínense qué cosa!— un trozo de cuerda

auténtica. Y todo esto yo lo veía impertérrito, sin conmoverme lo

más mínimo. Pedía al "enfermo" que retirara el cadáver. Cuando

se decidía a hacerlo, lo cogía por las piernas, dejaba que se

deslizara al estrecho pasillo entre las dos hileras de tablas que

constituían las camas de los cincuenta enfermos de tifus y lo

arrastraba por el desigual suelo de tierra hasta la puerta. Los dos

escalones que había que subir para salir al aire libre siempre

constituían un problema para nosotros, que estábamos exhaustos

por falta de alimentación. Tras unos cuantos meses de estancia

en el campo, éramos incapaces de subir las escaleras sin

agarrarnos a la puerta para darnos impulso. El hombre que

arrastraba el cadáver se acercaba a los escalones. A duras penas

podía subir él; a continuación tenía que izar el cadáver: primero

los pies, luego el tronco y finalmente —con un ruido extraño— la

cabeza del muerto subía botando los dos escalones. Acto seguido

nos distribuían la ración diaria de sopa. Mi sitio estaba en la parte

opuesta del barracón, cerca de la pequeña y única ventana,

situada casi a ras del suelo. Mientras mis frías manos agarraban

la taza de sopa caliente de la que yo sorbía con avidez, miraba

por la ventana. El cadáver que acababan de llevarse me estaba

mirando con sus ojos vidriosos; sólo dos Horas antes había estado

hablando con aquel hombre. Yo seguía sorbiendo mi sopa. Si mi

falta de emociones no me hubiera sorprendido desde el punto de

vista del interés profesional, ahora no recordaría este incidente,

tal era el escaso sentimiento que en mí despertaba.



Lo que hace daño



La apatía, el adormecimiento de las emociones y el

sentimiento de que a uno no le importaría ya nunca nada eran los

síntomas que se manifestaban en la segunda etapa de las

reacciones psicológicas del prisionero y lo que, eventualmente, le

hacían insensible a los golpes diarios, casi continuos. Gracias a

esta insensibilidad, el prisionero se rodeaba en seguida de un

caparazón protector muy necesario. Los golpes se producían a la

mínima provocación y algunas veces sin razón alguna. Por

ejemplo: el pan se repartía en el lugar donde trabajábamos y

teníamos que ponernos en fila para obtenerlo. En una ocasión, el

que estaba detrás de mí se corrió ligeramente hacia un lado y

esta mínima falta de simetría desagradó al guardián de las SS. 

Yono sabía lo que ocurría en la fila detrás de mí, ni lo que pasaba

por la mente del guardia, pero, de pronto, recibí dos fuertes

golpes en la cabeza. Sólo entonces me di cuenta de que a mi lado

había un guardia y que estaba usando su vara. En tales

momentos no es ya el dolor físico lo que más nos hiere (y esto se

aplica tanto a los adultos como a los niños); es la agonía mental

causada por la injusticia, por lo irracional de todo aquello.

Por extraño que parezca, un golpe que incluso no acierte a

dar, puede, bajo ciertas circunstancias, herirnos más que uno que

atine en el blanco. Una vez estaba de pie junto a la vía del

ferrocarril bajo una tormenta de nieve. A pesar del temporal

nuestra cuadrilla tenía que seguir trabajando. Trabajé con

bastante ahínco, repasando la vía con grava, ya que era la única

forma de entrar en calor. Durante unos breves instantes hice una

pausa para tomar aliento y apoyarme sobre la pala. Por

desgracia, el guardia se dio entonces media vuelta y pensó que yo

estaba holgazaneando. El dolor que me causó no fue por sus

insultos o sus golpes. El guardia decidió que no valía la pena

gastar su tiempo en decir ni una palabra, ni lanzar un juramento

contra aquel cuerpo andrajoso y demacrado que tenía delante de

él y que, probablemente, apenas le recordaba al de una figura

humana. En vez de ello, cogió una piedra alegremente y la lanzó

contra mí. A mí, aquello me pareció una forma de atraer la

atención de una bestia, de inducir a un animal doméstico a que

realice su trabajo, una criatura con la que se tiene tan poco en

común que ni siquiera hay que molestarse en castigarla.



El insulto



El aspecto más doloroso de los golpes es el insulto que

incluyen. En una ocasión teníamos que arrastrar unas cuantas

traviesas largas y pesadas sobre las vías heladas. Si un hombre

resbalaba, no sólo corría peligro él, sino todos los que cargaban la

misma traviesa. Un antiguo amigo mío tenía una cadera dislocada

de nacimiento. Podía estar contento de trabajar a pesar del

defecto, ya que los que padecían algún defecto físico era casi

seguro que los enviaban a morir en la primera selección. Mi amigo

se bamboleaba sobre el raíl con aquella traviesa especialmente

pesada y estaba a punto de caerse y arrastrar a los demás con él.

En aquel momento yo no arrastraba ninguna traviesa, así que

salté a ayudarle sin pararme a pensar. Inmediatamente sentí un

golpe en la espalda, un duro castigo, y me ordenaron regresar a

mi puesto. Unos pocos minutos antes el guardia que me golpeó

nos había dicho despectivamente que los "cerdos" como nosotros

no teníamos espíritu de compañerismo.

En otra ocasión y a una temperatura de menos de veinte

grados centígrados empezamos a cavar el suelo del bosque, que

estaba helado, para tender unas cañerías. Para entonces ya me

había debilitado mucho físicamente. Vi venir a un capataz con sus

rechonchas mejillas sonrosadas. Su cara recordaba

inevitablemente la cabeza de un cerdo. Me fijé, con envidia, en

sus cálidos guantes, mientras pensaba que nosotros teníamos que

trabajar con las manos desnudas y sin ninguna prenda de abrigo,

como su chaqueta de cuero forrada de piel, bajo aquel frío tan

intenso. Durante un momento me observó en silencio. Sentí que

se mascaba la tragedia, ya que junto a mí tenía el montón de

tierra que mostraba exactamente lo poco que había cavado.

Entonces: "Tú, cerdo, te vengo observando todo el tiempo. Yo

te enseñaré a trabajar. Espera a ver como cavas la tierra con los

dientes, morirás como un animal. ¡En dos días habré acabado

contigo! No has debido dar golpe en toda tu vida. ¿Qué eras tú,

puerco, un hombre de negocios?"

Ya había dejado de importarme todo. Pero tenía que tomar en

serio esta amenaza de muerte, así que saqué todas mis fuerzas y

le miré directamente a los ojos: "Era médico especialista."

"¿Qué? ¿Un médico? Apuesto a que les cobrabas un montón de

dinero a tus pacientes."

"La verdad es que la mayor parte de mi trabajo lo hacía sin

cobrar nada, en las clínicas para pobres." Al llegar aquí,

comprendí que había dicho demasiado. Se arrojó sobre mí y me

derribó al suelo gritando como un energúmeno. No puedo

recordar lo que gritaba.

Afortunadamente el "capo" de mi cuadrilla se sentía obligado

hacia mí; sentía hacia mí cierta simpatía porque yo escuchaba sus

historias de amor y sus dificultades matrimoniales, que me

contaba en las largas caminatas a nuestro lugar de trabajo. Le

había causado cierta impresión con mi diagnosis sobre su carácter

y mi consejo psicoterapéutico. A partir de este momento me

estaba agradecido y ello me fue de mucho valor. En ocasiones

anteriores me había reservado un puesto junto a él en las cinco

primeras hileras de nuestro destacamento, que normalmente

componían 280 hombres. Era un favor muy importante. Teníamos

que alinearnos por la mañana muy temprano cuando todavía

estaba oscuro. Todo el mundo tenía miedo de llegar tarde y tener

que quedarse en las hileras de la cola. Si se necesitaban hombres

para hacer un trabajo desagradable, el jefe de los "capo" solía

reclutar a los hombres que necesitaba de entre los de las últimas

filas. Estos hombres tenían que marchar lejos a otro tipo de

trabajo, especialmente temido, a las órdenes de guardias

desconocidos. De vez en cuando, el "capo" elegía a los hombres

de las primeras cinco filas para sorprender a los que se pasaban

de listos. Todas las protestas y súplicas eran silenciadas con unos

cuantos puntapiés que daban en el blanco y las víctimas de su

elección eran llevadas al lugar de reunión a base de gritos y

golpes.

Ahora bien, mientras duraron las confesiones de mi "capo",

nunca me sucedió eso a mí. Tenía garantizado un puesto de honor

junto a él, lo que comportaba además otra ventaja. Como casi

todos los que estaban internados en el campo, yo padecía edema

de hambre. Mis piernas estaban tan hinchadas y la piel tan tirante

que apenas podía doblar las rodillas. No podía atarme los zapatos

si quería que cupieran en ellos mis pies hinchados. No hubiera

quedado espacio para los calcetines aun cuando los hubiera

tenido. Mis pies parcialmente desnudos estaban siempre mojados

y los zapatos llenos de nieve. Ello me producía, naturalmente,

congelaciones y sabañones. Cada paso que daba constituía una

verdadera tortura. Durante las largas marchas sobre los campos

nevados se formaban en nuestros zapatos carámbanos de hielo.

Una y otra vez los hombres resbalaban y los que les seguían

tropezaban y caían encima de ellos. Entonces la columna se

detenía unos momentos, no demasiados. Pronto entraba en

acción uno de los guardias y golpeaba a los hombres con la culata

de su rifle, haciendo que se levantaran rápidamente. Cuanto más

adelantado se estuviera en la columna, menos probabilidades

tenías de detenerte y de tener que recuperar después la distancia

perdida corriendo con los pies doloridos. ¡Qué agradecido debía

sentirme por haber sido designado médico personal de su señoría

el "capo" y por marchar en cabeza a un paso regular! Como pago

adicional a mis servicios, yo podía estar seguro de que mientras

en nuestro lugar de trabajo se repartiera un plato de sopa a la

hora de comer, cuando llegara mi turno, él metería el cacillo hasta

el fondo del perol para pescar unas pocas habichuelas.

Este mismo "capo", que anteriormente había sido oficial del

ejército, se había atrevido a musitar al capataz, aquel que se

había irritado conmigo, que me consideraba un trabajador

excepcionalmente bueno. No es que esto me ayudara mucho,

pero sí sirvió para salvarme la vida (una de las muchas veces que

se salvaría). Al día siguiente del episodio con el capataz el "capo"

me metió de contrabando en otra cuadrilla de trabajo.

Con este suceso, aparentemente trivial, quiero mostrar que

hay momentos en que la indignación puede surgir incluso en un

prisionero aparentemente endurecido, indignación no causada por

la crueldad o el dolor, sino por el insulto al que va unido. Aquella

vez, la sangre se me agolpó en la cabeza por verme obligado a

escuchar a un hombre que juzgaba mi vida sin tener la más

remota idea de cómo era yo, un hombre (debo confesarlo: la

observación que expongo seguidamente la hice a mis compañeros

de prisión tras la escena, lo que me produjo un cierto alivio

infantil) "que parecía tan vulgar y tan brutal que la enfermera de

la sala de espera de nuestro hospital ni siquiera le hubiera

permitido pasar".

Había también capataces que se preocupaban por nosotros y

hacían cuanto podían por aliviar nuestra situación, cuando menos

al pie de obra. Pero aún así no cesaban de recordarnos que un

trabajador normal hacía siete veces nuestro trabajo y en menos

tiempo. Entendían, sin embargo, nuestras razones cuando

argüíamos que ningún trabajador normal y corriente vivía con 300g 

de pan (teóricamente, pero en la práctica recibíamos menos) y

1 litro de sopa aguada al día; que un obrero normal no vivía bajo

la presión mental a la que nos veíamos sometidos, sin noticias de

nuestros familiares que, o bien habían sido enviados a otro campo

o habían muerto en las cámaras de gas; que un trabajador

normal no vivía amenazado de muerte continuamente, todos los

días y a todas horas. Una vez incluso me permití decirle a un

capataz amablemente: "Si usted aprendiera de mí a operar el

cerebro con tanta rapidez como yo estoy aprendiendo de usted a

hacer carreteras, sentiría un gran respeto por usted." Y él hizo

una mueca.

La apatía, el principal síntoma de la segunda fase, era un

mecanismo necesario de autodefensa. La realidad se desdibujaba

y todos nuestros esfuerzos y todas nuestras emociones se

centraban en una tarea: la conservación de nuestras vidas y la de

otros compañeros. Era típico oír a los prisioneros, cuando al

atardecer los conducían como rebaños de vuelta al campo desde

sus lugares de trabajo, respirar con alivio y decir: "Bueno, ya

pasó el día."



Los sueños de los prisioneros


Fácilmente se comprende que un estado tal de tensión junto

con la constante necesidad de concentrarse en la tarea de estar

vivos, forzaba la vida íntima del prisionero a descender a un nivel

primitivo. Algunos de mis colegas del campo, que habían

estudiado psicoanálisis, solían hablar de la "regresión" del

internado en el campo: una retirada a una forma más primitiva de

vida mental. Sus Apetencias y deseos se hacían obvios en sus

sueños.

Pero, ¿con qué soñaban los prisioneros? Con pan, pasteles,

cigarrillos y baños de agua templada. El no tener satisfechos esos

simples deseos les empujaba a buscar en los sueños su

cumplimiento. Si estos sueños eran o no beneficiosos ya es otra

cuestión; el soñador tenía que despertar de ellos y ponerse en la

realidad de la vida en el campo y del terrible contraste entre ésta

y sus ilusiones.

Nunca olvidaré una noche en la que me despertaron los

gemidos de un prisionero amigo, que se agitaba en sueños,

obviamente víctima de una horrible pesadilla. Dado que desde

siempre me he sentido especialmente dolorido por las personas

que padecen pesadillas angustiosas, quise despertar al pobre

hombre. Y de pronto retiré la mano que estaba a punto de

sacudirle, asustado de lo que iba a hacer. Comprendí en seguida

de una forma vivida, que ningún sueño, por horrible que fuera,

podía ser tan malo como la realidad del campo que nos rodeaba y

a la que estaba a punto de devolverle.



Y hasta aquí llegamos por hoy…que historia, verdad? …Mañana seguimos…

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