viernes, 17 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-1° entrega

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl

PARTE PRIMERA

UN PSICÓLOGO EN UN CAMPO DE

CONCENTRACIÓN

"Un psicólogo en un campo de concentración". No se trata, por

lo tanto, de un relato de hechos y sucesos, sino de experiencias

personales, experiencias que millones de seres humanos han

sufrido una y otra vez. Es la historia íntima de un campo de

concentración contada por uno de sus supervivientes. No se

ocupa de los grandes horrores que ya han sido suficiente y

prolijamente descritos (aunque no siempre y no todos los hayan

creído), sino que cuenta esa otra multitud de pequeños

tormentos. En otras palabras, pretende dar respuesta a la

siguiente pregunta: ¿Cómo incidía la vida diaria de un campo de

concentración en la mente del prisionero medio?

Muchos de los sucesos que aquí se describen no tuvieron lugar

en los grandes y famosos campos, sino en los más pequeños, que

es donde se produjo la mayor experiencia del exterminio.

Tampoco es un libro sobre el sufrimiento y la muerte de grandes

héroes y mártires, ni sobre los preeminentes "capos" —

prisioneros que actuaban como especie de administradores y

tenían privilegios especiales— o los prisioneros de renombre. Es

decir, no se refiere tanto a los sufrimientos de los poderosos,

cuanto a los sacrificios, crucifixión y muerte de la gran legión de

víctimas desconocidas y olvidadas, pues era a estos prisioneros

normales y corrientes, que no llevaban ninguna marca distintiva

en sus mangas, a quienes los "capos" realmente despreciaban.

Mientras estos prisioneros comunes tenían muy poco o nada que

llevarse a la boca, los "capos" no padecían nunca hambre; de

hecho, muchos de estos "capos" lo pasaron mucho mejor en los

campos que en toda su vida, y muy a menudo eran más duros

con los prisioneros que los propios guardias, y les golpeaban con

mayor crueldad que los hombres de las SS. Claro está que los

"capos" se elegían de entre aquellos prisioneros cuyo carácter

hacía suponer que serían los indicados para tales procedimientos,

y si no cumplían con lo que se esperaba de ellos, inmediatamente

se les degradaba. Pronto se fueron pareciendo tanto a los miembros de las SS

y a los guardianes de los campos que se les

podría juzgar desde una perspectiva psicológica similar.


Selección activa y pasiva



Es muy fácil para el que no ha estado nunca en un campo de

concentración hacerse una idea equivocada de la vida en él, idea

en la que piedad y simpatía aparecen mezcladas, sobre todo al no

conocer prácticamente nada de la dura lucha por la existencia que

precisamente en los campos más pequeños se libraba entre los

prisioneros, del combate inexorable por el pan de cada día y por

la propia vida, por el bien de uno mismo y por la propia vida, por

el bien de uno mismo y por el de un buen amigo. Pongamos como

ejemplo las veces en que oficialmente se anunciaba que se iba a

trasladar a unos cuantos prisioneros a un campo de

concentración, pero no era muy difícil adivinar que el destino final

de todos ellos sería sin duda la cámara de gas. Se seleccionaba a

los más enfermos o agotados, incapaces de trabajar, y se les

enviaba a alguno de los campos centrales equipados con cámaras

de gas y crematorios. El proceso de selección era la señal para

una abierta lucha entre los compañeros o entre un grupo contra

otro. Lo único que importaba es que el nombre de uno o el del

amigo fuera tachado de la lista de las víctimas aunque todos

sabían que por cada hombre que se salvaba se condenaba a otro.

En cada traslado tenía que haber un número determinado de

pasajeros, quien fuera no importaba tanto, puesto que cada uno

de ellos no era más que un número y así era como constaban en

las listas. Al entrar en el campo se les quitaban todos los

documentos y objetos personales (al menos ése era el método

seguido en Auschwitz), por consiguiente cada prisionero tenía la

oportunidad de adoptar un nombre o una profesión falsos y lo

cierto es que por varias razones muchos lo hacían. A las

autoridades lo único que les importaba eran los números de los

prisioneros; muchas veces estos números se tatuaban en la piel

y, además, había que llevarlos cosidos en determinada parte de

los pantalones, de la chaqueta o del abrigo. A ningún guardián

que quisiera llevar una queja sobre un prisionero —casi siempre

por "pereza"— se le hubiera ocurrido nunca preguntarle su

nombre; no tenía más que echar una ojeada al número (¡y cómo

temíamos esas miradas por las posibles consecuencias!) y

anotarlo en su libreta.

Volvamos al convoy a punto de partir. No había tiempo para

consideraciones morales o éticas, ni tampoco el deseo de

hacerlas. Un solo pensamiento animaba a los prisioneros:

mantenerse con vida para volver con la familia que los esperaba

en casa y salvar a sus amigos; por consiguiente, no dudaban ni

un momento en arreglar las cosas para que otro prisionero, otro

"numero", ocupara su puesto en la expedición.

De lo expuesto hasta ahora se desprende que el proceso para

seleccionar a los "capos" era de tipo negativo; para este trabajo

se elegía únicamente a los más brutales (aunque había algunas

felices excepciones). Además de la selección de los "capos", que

corría a cargo de las SS y que era de tipo activo, se daba una

especie de proceso continuado de autoselección pasiva entre

todos los prisioneros. Por lo general, sólo se mantenían vivos

aquellos prisioneros que tras varios años de dar tumbos de campo

en campo, habían perdido todos sus escrúpulos en la lucha por la

existencia; los que estaban dispuestos a recurrir a cualquier

medio, fuera honrado o de otro tipo, incluidos la fuerza bruta, el

robo, la traición o lo que fuera con tal de salvarse. Los que hemos

vuelto de allí gracias a multitud de casualidades fortuitas o

milagros —como cada cual prefiera llamarlos— lo sabemos bien:

los mejores de entre nosotros no regresaron.



El informe del prisionero n.° 119.104: ensayo psicológico

Este relato trata de mis experiencias como prisionero común,

pues es importante que diga, no sin orgullo, que yo no estuve

trabajando en el campo como psiquiatra, ni siquiera como

médico, excepto en las últimas semanas. Unos pocos de mis

colegas fueron lo bastante afortunados como para estar

empleados en los rudimentarios puestos de primeros auxilioscomprendí 

que el anonimato le haría perder la mitad de su valor,

ya que la valentía de la confesión eleva el valor de los hechos.

Decidí expresar mis convicciones con franqueza, y por esta razón

me abstuve de suprimir algunos de los pasajes, venciendo incluso

mi desagrado hacia el exhibicionismo.



Mañana continuamos….

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