Continuamos...un tramo más de esta historia sin igual...
Cada día leemos juntos unas líneas pero recordá que si quisieras descargar el libro completo puedes hacerlo con el siguiente link de un sitio seguro...
https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf
Análisis de la existencia provisional
Ya hemos dicho que, en última instancia, los responsables del
estado de ánimo más íntimo del prisionero no eran tanto las
causas psicológicas ya enumeradas cuanto el resultado de su libre
decisión. La observación psicológica de los prisioneros ha
demostrado que únicamente los hombres que permitían que se
debilitara su interno sostén moral y espiritual caían víctimas de
las influencias degenerantes del campo. Y aquí se suscita la
pregunta acerca de lo que podría o debería haber constituido este
"sostén interno".
Al relatar o escribir sus experiencias, todos los que pasaron
por la experiencia de un campo de concentración concuerdan en
señalar que la influencia más deprimente de todas era que el
recluso no supiera cuánto tiempo iba a durar su encarcelamiento.
Nadie le dio nunca una fecha para su liberación (en nuestro
campo ni siquiera tenía sentido hablar de ello). En realidad, la
duración no era sólo incierta, sino ilimitada. Un renombrado
investigador psicológico manifestó en cierta ocasión que la vida en
un campo de concentración podría denominarse "existencia
provisional". Nosotros completaríamos la definición diciendo que
es "una existencia provisional cuya duración se desconoce".
Por regla general, los recién llegados no sabían nada de las
condiciones de un campo. Los que venían de otros campos se
veían obligados a guardar silencio y, de algunos campos, nadie
regresó. Al entrar en él, las mentes de los prisioneros sufrían un
cambio. Con el fin de la incertidumbre venía la incertidumbre del
fin. Era imposible prever cuándo y cómo terminaría aquella
existencia, caso de tener fin. El vocablo latino finis tiene dos
significados: final y meta a alcanzar. El hombre que no podía ver
el fin de su "existencia provisional", tampoco podía aspirar a una
meta última en la vida. Cesaba de vivir para el futuro en
contraste con el hombre normal. Por consiguiente cambiaba toda
la estructura de su vida íntima. Aparecían otros signos de
decadencia como los que conocemos de otros aspectos de la vida.
El obrero parado, por ejemplo, está en una posición similar. Su
existencia es provisional en ese momento y, en cierto sentido, no
puede vivir para el futuro ni marcarse una meta. Trabajos de
investigación realizados sobre los mineros parados han
demostrado que sufren de una particular deformación del tiempo
—el tiempo íntimo— que es resultado de su condición de parados.
También los prisioneros sufrían de esta extraña "experiencia del
tiempo". En el campo, una unidad de tiempo pequeña, un día, por
ejemplo, repleto de continuas torturas y de fatiga, parecía no
tener fin, mientras que una unidad de tiempo mayor, quizás una
semana, parecía transcurrir con mucha rapidez. Mis camaradas
concordaron conmigo cuando dije que en el campo el día duraba
más que la semana. ¡Cuan paradójica era nuestra experiencia del
tiempo! A este respecto me viene el recuerdo de La Montaña
Mágica, de Thomas Mann, que contiene unas cuantas
observaciones psicológicas muy atinadas. Mann estudia la
evolución espiritual de personas que están en condiciones
psicológicas semejantes; es decir, los enfermos de tuberculosis en
un sanatorio, quienes tampoco conocen la fecha en que les darán
de alta; experimentan una existencia similar, sin ningún futuro,
sin ninguna meta.
Uno de los prisioneros, que a su llegada marchaba en una
larga columna de nuevos reclusos desde la estación al campo, me
dijo más tarde que había sentido como si estuviera desfilando en
su propio funeral. Le parecía que su vida no tenía ya futuro y
contemplaba todo como algo que ya había pasado, como si ya
estuviera muerto. Este sentimiento de falta de vida, de un
"cadáver viviente" se intensificaba por otras causas. Mientras que,
en cuanto al tiempo, lo que se experimentaba de forma más
aguda era la duración ilimitada del período de reclusión, en
cuanto al espacio eran los estrechos límites de la prisión. Todo lo
que estuviera al otro lado de la alambrada se antojaba remoto,
fuera del alcance y, de alguna forma, irreal. Lo que sucedía
afuera, la gente de allá, todo lo que era vida normal, adquiría
para el prisionero un aspecto fantasmal. La vida afuera, al menos
hasta donde él podía verla, le parecía casi como lo que podría ver
un hombre ya muerto que se asomara desde el otro mundo.
El hombre que se dejaba vencer porque no podía ver ninguna
meta futura, se ocupaba en pensamientos retrospectivos. En otro
contexto hemos hablado ya de la tendencia a mirar al pasado
como una forma de contribuir a apaciguar el presente y todos sus
horrores haciéndolo menos real. Pero despojar al presente de su
realidad entrañaba ciertos riesgos. Resultaba fácil desentenderse
de las posibilidades de hacer algo positivo en el campo y esas
oportunidades existían de verdad. Ese ver nuestra "existencia
provisional" como algo irreal constituía un factor importante en el
hecho de que los prisioneros perdieran su dominio de la vida; en
cierto sentido todo parecería sin objeto. Tales personas olvidaban
que muchas veces es precisamente una situación externa
excepcionalmente difícil lo que da al hombre la oportunidad de
crecer espiritualmente más allá de sí mismo. En vez de aceptar
las dificultades del campo como una manera de probar su fuerza
interior, no toman su vida en serio y la desdeñan como algo
inconsecuente. Prefieren cerrar los ojos y vivir en el pasado. Para
estas personas la vida no tiene ningún sentido.
Claro está que sólo unos pocos son capaces de alcanzar cimas
espirituales elevadas. Pero esos pocos tuvieron una oportunidad
de llegar a la grandeza humana aun cuando fuera a través de su
aparente fracaso y de su muerte, hazaña que en circunstancias
ordinarias nunca hubieran alcanzado. A los demás de nosotros, al
mediocre y al indiferente, se les podrían aplicar las palabras de
Bismarck: "La vida es como visitar al dentista. Se piensa siempre
que lo peor está por venir, cuando en realidad ya ha pasado."
Parafraseando este pensamiento, podríamos decir que muchos de
los prisioneros del campo de concentración creyeron que la
oportunidad de vivir ya les había pasado y, sin embargo, la
realidad es que representó una oportunidad y un desafío: que o
bien se puede convertir la experiencia en victorias, la vida en un
triunfo interno, o bien se puede ignorar el desafío y limitarse a
vegetar como hicieron la mayoría de los prisioneros.
Spinoza, educador
Cualquier tentativa de combatir la influencia psicopatológica
que el campo ejercía sobre el prisionero mediante la psicoterapia
o los métodos psicohigiénicos debía alcanzar el objetivo de
conferirle una fortaleza interior, señalándole una meta futura
hacia la que poder volverse. De forma instintiva, algunos
prisioneros trataban de encontrar una meta propia. El hombre
tiene la peculiaridad de que no puede vivir si no mira al futuro:
sub specie aeternitatis. Y esto constituye su salvación en los
momentos más difíciles de su existencia, aun cuando a veces
tenga que aplicarse a la tarea con sus cinco sentidos. Por lo que a
mí respecta, lo sé por experiencia propia. Al borde del llanto a
causa del tremendo dolor (tenía llagas terribles en los pies debido
a mis zapatos gastados) recorrí con la larga columna de hombres
los kilómetros que separaban el campo del lugar de trabajo. El
viento gélido nos abatía. Yo iba pensando en los pequeños
problemas sin solución de nuestra miserable existencia. ¿Qué
cenaríamos aquella noche? ¿Si como extra nos dieran un trozo de
salchicha, convendría cambiarla por un pedazo de pan? ¿Debía
comerciar con el último cigarrillo que me quedaba de un bono que
obtuve hacía quince días y cambiarlo por un tazón de sopa?
¿Cómo podría hacerme con un trozo de alambre para reemplazar
el fragmento que me servía como cordón de los zapatos?
¿Llegaría al lugar de trabajo a tiempo para unirme al pelotón de
costumbre o tendría que acoplarme a otro cuyo capataz tal vez
fuera más brutal? ¿Qué podía hacer para estar en buenas
relaciones con un "capo" determinado que podría ayudarme a
conseguir trabajo en el campo en vez de tener que emprender a
diario aquella dolorosa caminata?
Estaba disgustado con la marcha de los asuntos que
continuamente me obligaban a ocuparme sólo de aquellas cosas
tan triviales. Me obligué a pensar en otras cosas. De pronto me vi
de pie en la plataforma de un salón de conferencias bien
iluminado, agradable y caliente. Frente a mí tenía un auditorio
atento, sentado en cómodas butacas tapizadas. ¡Yo daba una
conferencia sobre la psicología de un campo de concentración! Visto y descrito desde la mira distante de la ciencia, todo lo que
me oprimía hasta ese momento se objetivaba. Mediante este
método, logré cierto éxito, conseguí distanciarme de la situación,
pasar por encima de los sufrimientos del momento y observarlos
como si ya hubieran transcurrido y tanto yo mismo como mis
dificultades se convirtieron en el objeto de un estudio
psicocientífico muy interesante que yo mismo he realizado. ¿Qué
dice Spinoza en su Ética? "Affectus, qui passio est, desinit esse
passio simulatque eius claram et distinctam formamus ideam. La
emoción, que constituye sufrimiento, deja de serlo tan pronto
como nos formamos una idea clara y precisa del mismo." (Ética,
5a parte, "Sobre el poder del espíritu o la libertad humana", frase
III).
El prisionero que perdía la fe en el futuro —en su futuro—
estaba condenado. Con la pérdida de la fe en el futuro perdía,
asimismo, su sostén espiritual; se abandonaba y decaía y se
convertía en el sujeto del aniquilamiento físico y mental. Por regla
general, éste se producía de pronto, en forma de crisis, cuyos
síntomas eran familiares al recluso con experiencia en el campo.
Todos temíamos este momento no ya por nosotros, lo que no
hubiera tenido importancia, sino por nuestros amigos. Solía
comenzar cuando una mañana el prisionero se negaba a vestirse
y a lavarse o a salir fuera del barracón. Ni las súplicas, ni los
golpes, ni las amenazas surtían ningún efecto. Se limitaba a
quedarse allí, sin apenas moverse. Si la crisis desembocaba en
enfermedad, se oponía a que lo llevaran a la enfermería o hacer
cualquier cosa por ayudarse. Sencillamente se entregaba. Y allí se
quedaba tendido sobre sus propios excrementos sin importarle
nada.
Una vez presencié una dramática demostración del estrecho
nexo entre la pérdida de la fe en el futuro y su consiguiente final.
F., el jefe de mi barracón, compositor y libretista bastante
famoso, me confió un día:
"Me gustaría contarle algo, doctor. He tenido un sueño
extraño. Una voz me decía que deseara lo que quisiera, que lo
único que tenía que hacer era decir lo que quería saber y todas
mis preguntas tendrían respuesta. ¿Quiere saber lo que le
pregunté? Que me gustaría conocer cuándo terminaría para mí la
guerra. Ya sabe lo que quiero decir, doctor, ¡para mí! Quería
saber cuándo seríamos liberados nosotros, nuestro campo, y
cuándo tocarían a su fin nuestros sufrimientos." "¿Y cuándo tuvo
usted ese sueño?", le pregunté.
"En febrero de 1945", contestó. Por entonces estábamos a
principios de marzo.
"¿Y qué le contestó la voz?"
Furtivamente me susurró:
"El treinta de marzo."
Cuando F. me habló de aquel sueño todavía estaba rebosante
de esperanza y convencido de que la voz de su sueño no se
equivocaba. Pero al acercarse el día señalado, las noticias sobre la
evolución de la guerra que llegaban a nuestro campo no hacían
suponer la probabilidad de que nos liberaran en la fecha
prometida. El 29 de marzo y de repente F. cayó enfermo con una
fiebre muy alta. El día 30 de marzo, el día que la profecía le había
dicho que la guerra y el sufrimiento terminarían para él, cayó en
un estado de delirio y perdió la conciencia. El día 31 de marzo
falleció. Según todas las apariencias murió de tifus.
Los que conocen la estrecha relación que existe entre el estado
de ánimo de una persona —su valor y sus esperanzas, o la falta
de ambos— y la capacidad de su cuerpo para conservarse
inmune, saben también que si repentinamente pierde la
esperanza y el valor, ello puede ocasionarle la muerte. La causa
última de la muerte de mi amigo fue que la esperada liberación no
se produjo y esto le desilusionó totalmente; de pronto, su cuerpo
perdió resistencia contra la infección tifoidea latente. Su fe en el
futuro y su voluntad de vivir se paralizaron y su cuerpo fue presa
de la enfermedad, de suerte que sus sueños se hicieron
finalmente realidad.
Las observaciones sobre este caso y la conclusión que de ellas
puede extraerse concuerdan con algo sobre lo que el médico jefe
del campo me llamó la atención: la tasa de mortandad semanal
en el campo aumentó por encima de todo lo previsto desde las
Navidades de 1944 al Año Nuevo de 1945. A su entender, la
un hombre ya muerto que se asomara desde el otro mundo.
El hombre que se dejaba vencer porque no podía ver ninguna
meta futura, se ocupaba en pensamientos retrospectivos. En otro
contexto hemos hablado ya de la tendencia a mirar al pasado
como una forma de contribuir a apaciguar el presente y todos sus
horrores haciéndolo menos real. Pero despojar al presente de su
realidad entrañaba ciertos riesgos. Resultaba fácil desentenderse
de las posibilidades de hacer algo positivo en el campo y esas
oportunidades existían de verdad. Ese ver nuestra "existencia
provisional" como algo irreal constituía un factor importante en el
hecho de que los prisioneros perdieran su dominio de la vida; en
cierto sentido todo parecería sin objeto. Tales personas olvidaban
que muchas veces es precisamente una situación externa
excepcionalmente difícil lo que da al hombre la oportunidad de
crecer espiritualmente más allá de sí mismo. En vez de aceptar
las dificultades del campo como una manera de probar su fuerza
interior, no toman su vida en serio y la desdeñan como algo
inconsecuente. Prefieren cerrar los ojos y vivir en el pasado. Para
estas personas la vida no tiene ningún sentido.
Claro está que sólo unos pocos son capaces de alcanzar cimas
espirituales elevadas. Pero esos pocos tuvieron una oportunidad
de llegar a la grandeza humana aun cuando fuera a través de su
aparente fracaso y de su muerte, hazaña que en circunstancias
ordinarias nunca hubieran alcanzado. A los demás de nosotros, al
mediocre y al indiferente, se les podrían aplicar las palabras de
Bismarck: "La vida es como visitar al dentista. Se piensa siempre
que lo peor está por venir, cuando en realidad ya ha pasado."
Parafraseando este pensamiento, podríamos decir que muchos de
los prisioneros del campo de concentración creyeron que la
oportunidad de vivir ya les había pasado y, sin embargo, la
realidad es que representó una oportunidad y un desafío: que o
bien se puede convertir la experiencia en victorias, la vida en un
triunfo interno, o bien se puede ignorar el desafío y limitarse a
vegetar como hicieron la mayoría de los prisioneros.
Spinoza, educador
Cualquier tentativa de combatir la influencia psicopatológica
que el campo ejercía sobre el prisionero mediante la psicoterapia
o los métodos psicohigiénicos debía alcanzar el objetivo de
conferirle una fortaleza interior, señalándole una meta futura
hacia la que poder volverse. De forma instintiva, algunos
prisioneros trataban de encontrar una meta propia. El hombre
tiene la peculiaridad de que no puede vivir si no mira al futuro:
sub specie aeternitatis. Y esto constituye su salvación en los
momentos más difíciles de su existencia, aun cuando a veces
tenga que aplicarse a la tarea con sus cinco sentidos. Por lo que a
mí respecta, lo sé por experiencia propia. Al borde del llanto a
causa del tremendo dolor (tenía llagas terribles en los pies debido
a mis zapatos gastados) recorrí con la larga columna de hombres
los kilómetros que separaban el campo del lugar de trabajo. El
viento gélido nos abatía. Yo iba pensando en los pequeños
problemas sin solución de nuestra miserable existencia. ¿Qué
cenaríamos aquella noche? ¿Si como extra nos dieran un trozo de
salchicha, convendría cambiarla por un pedazo de pan? ¿Debía
comerciar con el último cigarrillo que me quedaba de un bono que
obtuve hacía quince días y cambiarlo por un tazón de sopa?
¿Cómo podría hacerme con un trozo de alambre para reemplazar
el fragmento que me servía como cordón de los zapatos?
¿Llegaría al lugar de trabajo a tiempo para unirme al pelotón de
costumbre o tendría que acoplarme a otro cuyo capataz tal vez
fuera más brutal? ¿Qué podía hacer para estar en buenas
relaciones con un "capo" determinado que podría ayudarme a
conseguir trabajo en el campo en vez de tener que emprender a
diario aquella dolorosa caminata?
Estaba disgustado con la marcha de los asuntos que
continuamente me obligaban a ocuparme sólo de aquellas cosas
tan triviales. Me obligué a pensar en otras cosas. De pronto me vi
de pie en la plataforma de un salón de conferencias bien
iluminado, agradable y caliente. Frente a mí tenía un auditorio
atento, sentado en cómodas butacas tapizadas. ¡Yo daba una
conferencia sobre la psicología de un campo de concentración! Visto y descrito desde la mira distante de la ciencia, todo lo que
me oprimía hasta ese momento se objetivaba. Mediante este
método, logré cierto éxito, conseguí distanciarme de la situación,
pasar por encima de los sufrimientos del momento y observarlos
como si ya hubieran transcurrido y tanto yo mismo como mis
dificultades se convirtieron en el objeto de un estudio
psicocientífico muy interesante que yo mismo he realizado. ¿Qué
dice Spinoza en su Ética? "Affectus, qui passio est, desinit esse
passio simulatque eius claram et distinctam formamus ideam. La
emoción, que constituye sufrimiento, deja de serlo tan pronto
como nos formamos una idea clara y precisa del mismo." (Ética,
5a parte, "Sobre el poder del espíritu o la libertad humana", frase
III).
El prisionero que perdía la fe en el futuro —en su futuro—
estaba condenado. Con la pérdida de la fe en el futuro perdía,
asimismo, su sostén espiritual; se abandonaba y decaía y se
convertía en el sujeto del aniquilamiento físico y mental. Por regla
general, éste se producía de pronto, en forma de crisis, cuyos
síntomas eran familiares al recluso con experiencia en el campo.
Todos temíamos este momento no ya por nosotros, lo que no
hubiera tenido importancia, sino por nuestros amigos. Solía
comenzar cuando una mañana el prisionero se negaba a vestirse
y a lavarse o a salir fuera del barracón. Ni las súplicas, ni los
golpes, ni las amenazas surtían ningún efecto. Se limitaba a
quedarse allí, sin apenas moverse. Si la crisis desembocaba en
enfermedad, se oponía a que lo llevaran a la enfermería o hacer
cualquier cosa por ayudarse. Sencillamente se entregaba. Y allí se
quedaba tendido sobre sus propios excrementos sin importarle
nada.
Una vez presencié una dramática demostración del estrecho
nexo entre la pérdida de la fe en el futuro y su consiguiente final.
F., el jefe de mi barracón, compositor y libretista bastante
famoso, me confió un día:
"Me gustaría contarle algo, doctor. He tenido un sueño
extraño. Una voz me decía que deseara lo que quisiera, que lo
único que tenía que hacer era decir lo que quería saber y todas
mis preguntas tendrían respuesta. ¿Quiere saber lo que le
pregunté? Que me gustaría conocer cuándo terminaría para mí la
guerra. Ya sabe lo que quiero decir, doctor, ¡para mí! Quería
saber cuándo seríamos liberados nosotros, nuestro campo, y
cuándo tocarían a su fin nuestros sufrimientos." "¿Y cuándo tuvo
usted ese sueño?", le pregunté.
"En febrero de 1945", contestó. Por entonces estábamos a
principios de marzo.
"¿Y qué le contestó la voz?"
Furtivamente me susurró:
"El treinta de marzo."
Cuando F. me habló de aquel sueño todavía estaba rebosante
de esperanza y convencido de que la voz de su sueño no se
equivocaba. Pero al acercarse el día señalado, las noticias sobre la
evolución de la guerra que llegaban a nuestro campo no hacían
suponer la probabilidad de que nos liberaran en la fecha
prometida. El 29 de marzo y de repente F. cayó enfermo con una
fiebre muy alta. El día 30 de marzo, el día que la profecía le había
dicho que la guerra y el sufrimiento terminarían para él, cayó en
un estado de delirio y perdió la conciencia. El día 31 de marzo
falleció. Según todas las apariencias murió de tifus.
Los que conocen la estrecha relación que existe entre el estado
de ánimo de una persona —su valor y sus esperanzas, o la falta
de ambos— y la capacidad de su cuerpo para conservarse
inmune, saben también que si repentinamente pierde la
esperanza y el valor, ello puede ocasionarle la muerte. La causa
última de la muerte de mi amigo fue que la esperada liberación no
se produjo y esto le desilusionó totalmente; de pronto, su cuerpo
perdió resistencia contra la infección tifoidea latente. Su fe en el
futuro y su voluntad de vivir se paralizaron y su cuerpo fue presa
de la enfermedad, de suerte que sus sueños se hicieron
finalmente realidad.
Las observaciones sobre este caso y la conclusión que de ellas
puede extraerse concuerdan con algo sobre lo que el médico jefe
del campo me llamó la atención: la tasa de mortandad semanal
en el campo aumentó por encima de todo lo previsto desde las
Navidades de 1944 al Año Nuevo de 1945. A su entender, la
explicación de este aumento no estaba en el empeoramiento de
nuestras condiciones de trabajo, ni en una disminución de la
ración alimenticia, ni en un cambió climatológico, ni en el brote de
nuevas epidemias. Se trataba simplemente de que la mayoría de
los prisioneros había abrigado la ingenua ilusión de que para
Navidad les liberarían. Según se iba acercando la fecha sin que se
produjera ninguna noticia alentadora, los prisioneros perdieron su
valor y les venció el desaliento. Como ya dijimos antes, cualquier
intento de restablecer la fortaleza interna del recluso bajo las
condiciones de un campo de concentración pasa antes que nada
por el acierto en mostrarle una meta futura. Las palabras de
Nietzsche: "Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar
cualquier cómo" pudieran ser la motivación que guía todas las
acciones psicoterapéuticas y psicohigiénicas con respecto a los
prisioneros. Siempre que se presentaba la oportunidad, era
preciso inculcarles un porque —una meta— de su vivir, a fin de
endurecerles para soportar el terrible como de su existencia.
Desgraciado de aquel que no viera ningún sentido en su vida,
ninguna meta, ninguna intencionalidad y, por tanto, ninguna
finalidad en vivirla, ése estaba perdido. La respuesta típica que
solía dar este hombre a cualquier razonamiento que tratara de
animarle, era: "Ya no espero nada de la vida." ¿Qué respuesta
podemos dar a estas palabras?
nuestras condiciones de trabajo, ni en una disminución de la
ración alimenticia, ni en un cambió climatológico, ni en el brote de
nuevas epidemias. Se trataba simplemente de que la mayoría de
los prisioneros había abrigado la ingenua ilusión de que para
Navidad les liberarían. Según se iba acercando la fecha sin que se
produjera ninguna noticia alentadora, los prisioneros perdieron su
valor y les venció el desaliento. Como ya dijimos antes, cualquier
intento de restablecer la fortaleza interna del recluso bajo las
condiciones de un campo de concentración pasa antes que nada
por el acierto en mostrarle una meta futura. Las palabras de
Nietzsche: "Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar
cualquier cómo" pudieran ser la motivación que guía todas las
acciones psicoterapéuticas y psicohigiénicas con respecto a los
prisioneros. Siempre que se presentaba la oportunidad, era
preciso inculcarles un porque —una meta— de su vivir, a fin de
endurecerles para soportar el terrible como de su existencia.
Desgraciado de aquel que no viera ningún sentido en su vida,
ninguna meta, ninguna intencionalidad y, por tanto, ninguna
finalidad en vivirla, ése estaba perdido. La respuesta típica que
solía dar este hombre a cualquier razonamiento que tratara de
animarle, era: "Ya no espero nada de la vida." ¿Qué respuesta
podemos dar a estas palabras?
Hasta aquí por hoy...Mañana continuamos...
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