miércoles, 29 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-11°entrega


Continuamos...un tramo más de esta historia sin igual...

Cada día leemos juntos unas líneas pero recordá que si quisieras descargar el libro completo puedes hacerlo con el siguiente link de un sitio seguro...





https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf







Análisis de la existencia provisional



Ya hemos dicho que, en última instancia, los responsables del

estado de ánimo más íntimo del prisionero no eran tanto las

causas psicológicas ya enumeradas cuanto el resultado de su libre

decisión. La observación psicológica de los prisioneros ha

demostrado que únicamente los hombres que permitían que se

debilitara su interno sostén moral y espiritual caían víctimas de

las influencias degenerantes del campo. Y aquí se suscita la

pregunta acerca de lo que podría o debería haber constituido este

"sostén interno".

Al relatar o escribir sus experiencias, todos los que pasaron

por la experiencia de un campo de concentración concuerdan en

señalar que la influencia más deprimente de todas era que el

recluso no supiera cuánto tiempo iba a durar su encarcelamiento.

Nadie le dio nunca una fecha para su liberación (en nuestro

campo ni siquiera tenía sentido hablar de ello). En realidad, la

duración no era sólo incierta, sino ilimitada. Un renombrado

investigador psicológico manifestó en cierta ocasión que la vida en

un campo de concentración podría denominarse "existencia

provisional". Nosotros completaríamos la definición diciendo que

es "una existencia provisional cuya duración se desconoce".

Por regla general, los recién llegados no sabían nada de las

condiciones de un campo. Los que venían de otros campos se

veían obligados a guardar silencio y, de algunos campos, nadie

regresó. Al entrar en él, las mentes de los prisioneros sufrían un

cambio. Con el fin de la incertidumbre venía la incertidumbre del

fin. Era imposible prever cuándo y cómo terminaría aquella

existencia, caso de tener fin. El vocablo latino finis tiene dos

significados: final y meta a alcanzar. El hombre que no podía ver

el fin de su "existencia provisional", tampoco podía aspirar a una

meta última en la vida. Cesaba de vivir para el futuro en

contraste con el hombre normal. Por consiguiente cambiaba toda

la estructura de su vida íntima. Aparecían otros signos de

decadencia como los que conocemos de otros aspectos de la vida.

El obrero parado, por ejemplo, está en una posición similar. Su

existencia es provisional en ese momento y, en cierto sentido, no

puede vivir para el futuro ni marcarse una meta. Trabajos de

investigación realizados sobre los mineros parados han

demostrado que sufren de una particular deformación del tiempo

—el tiempo íntimo— que es resultado de su condición de parados.

También los prisioneros sufrían de esta extraña "experiencia del

tiempo". En el campo, una unidad de tiempo pequeña, un día, por

ejemplo, repleto de continuas torturas y de fatiga, parecía no

tener fin, mientras que una unidad de tiempo mayor, quizás una

semana, parecía transcurrir con mucha rapidez. Mis camaradas

concordaron conmigo cuando dije que en el campo el día duraba

más que la semana. ¡Cuan paradójica era nuestra experiencia del

tiempo! A este respecto me viene el recuerdo de La Montaña

Mágica, de Thomas Mann, que contiene unas cuantas

observaciones psicológicas muy atinadas. Mann estudia la

evolución espiritual de personas que están en condiciones

psicológicas semejantes; es decir, los enfermos de tuberculosis en

un sanatorio, quienes tampoco conocen la fecha en que les darán

de alta; experimentan una existencia similar, sin ningún futuro,

sin ninguna meta.

Uno de los prisioneros, que a su llegada marchaba en una

larga columna de nuevos reclusos desde la estación al campo, me

dijo más tarde que había sentido como si estuviera desfilando en

su propio funeral. Le parecía que su vida no tenía ya futuro y

contemplaba todo como algo que ya había pasado, como si ya

estuviera muerto. Este sentimiento de falta de vida, de un

"cadáver viviente" se intensificaba por otras causas. Mientras que,

en cuanto al tiempo, lo que se experimentaba de forma más

aguda era la duración ilimitada del período de reclusión, en

cuanto al espacio eran los estrechos límites de la prisión. Todo lo

que estuviera al otro lado de la alambrada se antojaba remoto,

fuera del alcance y, de alguna forma, irreal. Lo que sucedía

afuera, la gente de allá, todo lo que era vida normal, adquiría

para el prisionero un aspecto fantasmal. La vida afuera, al menos

hasta donde él podía verla, le parecía casi como lo que podría ver

un hombre ya muerto que se asomara desde el otro mundo.

El hombre que se dejaba vencer porque no podía ver ninguna

meta futura, se ocupaba en pensamientos retrospectivos. En otro

contexto hemos hablado ya de la tendencia a mirar al pasado

como una forma de contribuir a apaciguar el presente y todos sus

horrores haciéndolo menos real. Pero despojar al presente de su

realidad entrañaba ciertos riesgos. Resultaba fácil desentenderse

de las posibilidades de hacer algo positivo en el campo y esas

oportunidades existían de verdad. Ese ver nuestra "existencia

provisional" como algo irreal constituía un factor importante en el

hecho de que los prisioneros perdieran su dominio de la vida; en

cierto sentido todo parecería sin objeto. Tales personas olvidaban

que muchas veces es precisamente una situación externa

excepcionalmente difícil lo que da al hombre la oportunidad de

crecer espiritualmente más allá de sí mismo. En vez de aceptar

las dificultades del campo como una manera de probar su fuerza

interior, no toman su vida en serio y la desdeñan como algo

inconsecuente. Prefieren cerrar los ojos y vivir en el pasado. Para

estas personas la vida no tiene ningún sentido.

Claro está que sólo unos pocos son capaces de alcanzar cimas

espirituales elevadas. Pero esos pocos tuvieron una oportunidad

de llegar a la grandeza humana aun cuando fuera a través de su

aparente fracaso y de su muerte, hazaña que en circunstancias

ordinarias nunca hubieran alcanzado. A los demás de nosotros, al

mediocre y al indiferente, se les podrían aplicar las palabras de

Bismarck: "La vida es como visitar al dentista. Se piensa siempre

que lo peor está por venir, cuando en realidad ya ha pasado."

Parafraseando este pensamiento, podríamos decir que muchos de

los prisioneros del campo de concentración creyeron que la

oportunidad de vivir ya les había pasado y, sin embargo, la

realidad es que representó una oportunidad y un desafío: que o

bien se puede convertir la experiencia en victorias, la vida en un

triunfo interno, o bien se puede ignorar el desafío y limitarse a

vegetar como hicieron la mayoría de los prisioneros.



Spinoza, educador


Cualquier tentativa de combatir la influencia psicopatológica

que el campo ejercía sobre el prisionero mediante la psicoterapia

o los métodos psicohigiénicos debía alcanzar el objetivo de

conferirle una fortaleza interior, señalándole una meta futura

hacia la que poder volverse. De forma instintiva, algunos

prisioneros trataban de encontrar una meta propia. El hombre

tiene la peculiaridad de que no puede vivir si no mira al futuro:

sub specie aeternitatis. Y esto constituye su salvación en los

momentos más difíciles de su existencia, aun cuando a veces

tenga que aplicarse a la tarea con sus cinco sentidos. Por lo que a

mí respecta, lo sé por experiencia propia. Al borde del llanto a

causa del tremendo dolor (tenía llagas terribles en los pies debido

a mis zapatos gastados) recorrí con la larga columna de hombres

los kilómetros que separaban el campo del lugar de trabajo. El

viento gélido nos abatía. Yo iba pensando en los pequeños

problemas sin solución de nuestra miserable existencia. ¿Qué

cenaríamos aquella noche? ¿Si como extra nos dieran un trozo de

salchicha, convendría cambiarla por un pedazo de pan? ¿Debía

comerciar con el último cigarrillo que me quedaba de un bono que

obtuve hacía quince días y cambiarlo por un tazón de sopa?

¿Cómo podría hacerme con un trozo de alambre para reemplazar

el fragmento que me servía como cordón de los zapatos?

¿Llegaría al lugar de trabajo a tiempo para unirme al pelotón de

costumbre o tendría que acoplarme a otro cuyo capataz tal vez

fuera más brutal? ¿Qué podía hacer para estar en buenas

relaciones con un "capo" determinado que podría ayudarme a

conseguir trabajo en el campo en vez de tener que emprender a

diario aquella dolorosa caminata?

Estaba disgustado con la marcha de los asuntos que

continuamente me obligaban a ocuparme sólo de aquellas cosas

tan triviales. Me obligué a pensar en otras cosas. De pronto me vi

de pie en la plataforma de un salón de conferencias bien

iluminado, agradable y caliente. Frente a mí tenía un auditorio

atento, sentado en cómodas butacas tapizadas. ¡Yo daba una

conferencia sobre la psicología de un campo de concentración! Visto y descrito desde la mira distante de la ciencia, todo lo que

me oprimía hasta ese momento se objetivaba. Mediante este

método, logré cierto éxito, conseguí distanciarme de la situación,

pasar por encima de los sufrimientos del momento y observarlos

como si ya hubieran transcurrido y tanto yo mismo como mis

dificultades se convirtieron en el objeto de un estudio

psicocientífico muy interesante que yo mismo he realizado. ¿Qué

dice Spinoza en su Ética? "Affectus, qui passio est, desinit esse

passio simulatque eius claram et distinctam formamus ideam. La

emoción, que constituye sufrimiento, deja de serlo tan pronto

como nos formamos una idea clara y precisa del mismo." (Ética,

5a parte, "Sobre el poder del espíritu o la libertad humana", frase

III).

El prisionero que perdía la fe en el futuro —en su futuro—

estaba condenado. Con la pérdida de la fe en el futuro perdía,

asimismo, su sostén espiritual; se abandonaba y decaía y se

convertía en el sujeto del aniquilamiento físico y mental. Por regla

general, éste se producía de pronto, en forma de crisis, cuyos

síntomas eran familiares al recluso con experiencia en el campo.

Todos temíamos este momento no ya por nosotros, lo que no

hubiera tenido importancia, sino por nuestros amigos. Solía

comenzar cuando una mañana el prisionero se negaba a vestirse

y a lavarse o a salir fuera del barracón. Ni las súplicas, ni los

golpes, ni las amenazas surtían ningún efecto. Se limitaba a

quedarse allí, sin apenas moverse. Si la crisis desembocaba en

enfermedad, se oponía a que lo llevaran a la enfermería o hacer

cualquier cosa por ayudarse. Sencillamente se entregaba. Y allí se

quedaba tendido sobre sus propios excrementos sin importarle

nada.

Una vez presencié una dramática demostración del estrecho

nexo entre la pérdida de la fe en el futuro y su consiguiente final.

F., el jefe de mi barracón, compositor y libretista bastante

famoso, me confió un día:

"Me gustaría contarle algo, doctor. He tenido un sueño

extraño. Una voz me decía que deseara lo que quisiera, que lo

único que tenía que hacer era decir lo que quería saber y todas

mis preguntas tendrían respuesta. ¿Quiere saber lo que le

pregunté? Que me gustaría conocer cuándo terminaría para mí la

guerra. Ya sabe lo que quiero decir, doctor, ¡para mí! Quería

saber cuándo seríamos liberados nosotros, nuestro campo, y

cuándo tocarían a su fin nuestros sufrimientos." "¿Y cuándo tuvo

usted ese sueño?", le pregunté.

"En febrero de 1945", contestó. Por entonces estábamos a

principios de marzo.

"¿Y qué le contestó la voz?"

Furtivamente me susurró:

"El treinta de marzo."

Cuando F. me habló de aquel sueño todavía estaba rebosante

de esperanza y convencido de que la voz de su sueño no se

equivocaba. Pero al acercarse el día señalado, las noticias sobre la

evolución de la guerra que llegaban a nuestro campo no hacían

suponer la probabilidad de que nos liberaran en la fecha

prometida. El 29 de marzo y de repente F. cayó enfermo con una

fiebre muy alta. El día 30 de marzo, el día que la profecía le había

dicho que la guerra y el sufrimiento terminarían para él, cayó en

un estado de delirio y perdió la conciencia. El día 31 de marzo

falleció. Según todas las apariencias murió de tifus.

Los que conocen la estrecha relación que existe entre el estado

de ánimo de una persona —su valor y sus esperanzas, o la falta

de ambos— y la capacidad de su cuerpo para conservarse

inmune, saben también que si repentinamente pierde la

esperanza y el valor, ello puede ocasionarle la muerte. La causa

última de la muerte de mi amigo fue que la esperada liberación no

se produjo y esto le desilusionó totalmente; de pronto, su cuerpo

perdió resistencia contra la infección tifoidea latente. Su fe en el

futuro y su voluntad de vivir se paralizaron y su cuerpo fue presa

de la enfermedad, de suerte que sus sueños se hicieron

finalmente realidad.

Las observaciones sobre este caso y la conclusión que de ellas

puede extraerse concuerdan con algo sobre lo que el médico jefe

del campo me llamó la atención: la tasa de mortandad semanal

en el campo aumentó por encima de todo lo previsto desde las

Navidades de 1944 al Año Nuevo de 1945. A su entender, la

explicación de este aumento no estaba en el empeoramiento de

nuestras condiciones de trabajo, ni en una disminución de la

ración alimenticia, ni en un cambió climatológico, ni en el brote de

nuevas epidemias. Se trataba simplemente de que la mayoría de

los prisioneros había abrigado la ingenua ilusión de que para

Navidad les liberarían. Según se iba acercando la fecha sin que se

produjera ninguna noticia alentadora, los prisioneros perdieron su

valor y les venció el desaliento. Como ya dijimos antes, cualquier

intento de restablecer la fortaleza interna del recluso bajo las

condiciones de un campo de concentración pasa antes que nada

por el acierto en mostrarle una meta futura. Las palabras de

Nietzsche: "Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar

cualquier cómo" pudieran ser la motivación que guía todas las

acciones psicoterapéuticas y psicohigiénicas con respecto a los

prisioneros. Siempre que se presentaba la oportunidad, era

preciso inculcarles un porque —una meta— de su vivir, a fin de

endurecerles para soportar el terrible como de su existencia.

Desgraciado de aquel que no viera ningún sentido en su vida,

ninguna meta, ninguna intencionalidad y, por tanto, ninguna

finalidad en vivirla, ése estaba perdido. La respuesta típica que

solía dar este hombre a cualquier razonamiento que tratara de

animarle, era: "Ya no espero nada de la vida." ¿Qué respuesta

podemos dar a estas palabras?



Hasta aquí por hoy...Mañana continuamos...

No hay comentarios: