https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf
si querés que sigamos leyéndolo juntos, cada día en nuestro estante de libros encontrarás una nueva entrega.
PRIMERA FASE: INTERNAMIENTO EN EL CAMPO
Al examinar e intentar ordenar la gran cantidad de material
recogido como resultado de las numerosas observaciones y
experiencias de los prisioneros, cabe distinguir tres fases en las
reacciones mentales de los internados en un campo de
concentración: la fase que sigue a su internamiento, la fase de la
auténtica vida en el campo y la fase siguiente a su liberación.
Estación Auschwitz
El síntoma que caracteriza la primera fase es el shock. Bajo
ciertas condiciones el shock puede incluso preceder a la admisión
formal del prisionero en el campo. Ofreceré, como ejemplo, las
circunstancias de mi propio internamiento.
Unas 1500 personas estuvimos viajando en tren varios días
con sus correspondientes noches; en cada vagón éramos unos 80.
Todos teníamos que tendernos encima de nuestro equipaje, lo
poco que nos quedaba de nuestras pertenencias. Los coches
estaban tan abarrotados que sólo quedaba libre la parte superior
de las ventanillas por donde pasaba la claridad gris del amanecer.
Todos creíamos que el tren se encaminaba hacia una fábrica de
municiones en donde nos emplearían como fuerza salarial. No
sabíamos dónde nos encontrábamos ni si todavía estábamos en
Silesia o ya habíamos entrado en Polonia. El silbato de la
locomotora tenía un sonido misterioso, como si enviara un grito
de socorro en conmiseración del desdichado cargamento que iba
destinado a la perdición. Entonces el tren hizo una maniobra, nos
acercábamos sin duda a una estación principal. Y, de pronto, un
grito se escapó de los angustiados pasajeros: "¡Hay una señal,
Auschwitz!" Su solo nombre evocaba todo lo que hay de horrible
en el mundo: cámaras de gas, hornos crematorios, matanzas
indiscriminadas. El tren avanzaba muy despacio, se diría que estaba indeciso,
Al examinar e intentar ordenar la gran cantidad de material
recogido como resultado de las numerosas observaciones y
experiencias de los prisioneros, cabe distinguir tres fases en las
reacciones mentales de los internados en un campo de
concentración: la fase que sigue a su internamiento, la fase de la
auténtica vida en el campo y la fase siguiente a su liberación.
Estación Auschwitz
El síntoma que caracteriza la primera fase es el shock. Bajo
ciertas condiciones el shock puede incluso preceder a la admisión
formal del prisionero en el campo. Ofreceré, como ejemplo, las
circunstancias de mi propio internamiento.
Unas 1500 personas estuvimos viajando en tren varios días
con sus correspondientes noches; en cada vagón éramos unos 80.
Todos teníamos que tendernos encima de nuestro equipaje, lo
poco que nos quedaba de nuestras pertenencias. Los coches
estaban tan abarrotados que sólo quedaba libre la parte superior
de las ventanillas por donde pasaba la claridad gris del amanecer.
Todos creíamos que el tren se encaminaba hacia una fábrica de
municiones en donde nos emplearían como fuerza salarial. No
sabíamos dónde nos encontrábamos ni si todavía estábamos en
Silesia o ya habíamos entrado en Polonia. El silbato de la
locomotora tenía un sonido misterioso, como si enviara un grito
de socorro en conmiseración del desdichado cargamento que iba
destinado a la perdición. Entonces el tren hizo una maniobra, nos
acercábamos sin duda a una estación principal. Y, de pronto, un
grito se escapó de los angustiados pasajeros: "¡Hay una señal,
Auschwitz!" Su solo nombre evocaba todo lo que hay de horrible
en el mundo: cámaras de gas, hornos crematorios, matanzas
indiscriminadas. El tren avanzaba muy despacio, se diría que estaba indeciso,
como si quisiera evitar a sus pasajeros, cuanto
fuera posible, la atroz constatación: ¡Auschwitz! A medida que iba
amaneciendo se hacían visibles los perfiles de un inmenso campo:
la larga extensión de la cerca de varias hileras de alambrada
espinosa; las torres de observación; los focos y las interminables
columnas de harapientas figuras humanas, pardas a la luz
grisácea del amanecer, arrastrándose por los desolados campos
hacia un destino desconocido. Se oían voces aisladas y silbatos de
mando, pero no sabíamos lo que querían decir. Mi imaginación me
llevaba a ver horcas con gente colgando de ellas. Me estremecí de
horror, pero no andaba muy desencaminado, ya que paso a paso
nos fuimos acostumbrando a un horror inmenso y terrible.
A su debido tiempo entramos en la estación. El silencio inicial
fue interrumpido por voces de mando: a partir de entonces
íbamos a escuchar aquellas voces ásperas y chillonas una y otra
vez, en todos los campos. Sonaban igual que el último grito de
una víctima, y sin embargo había cierta diferencia: eran roncas,
cortantes, como si vinieran de la garganta de un hombre que
tuviera que estar gritando así sin parar, un hombre al que
asesinaran una y otra vez... Las portezuelas del vagón se abrieron
de golpe y un pequeño destacamento de prisioneros entró
alborotando. Llevaban uniformes rayados, tenían la cabeza
afeitada, pero parecían bien alimentados. Hablaban en todas las
lenguas europeas imaginables y todos parecían conservar cierto
humor, que bajo tales circunstancias sonaba grotesco. Como el
hombre que se ahoga y se agarra a una paja, mi innato
optimismo (que tantas veces me había ayudado a controlar mis
sentimientos aun en las situaciones más desesperadas) se aferró
a este pensamiento: los prisioneros tienen buen aspecto, parecen
estar de buen humor, incluso se ríen, ¿quién sabe? Tal vez
consiga compartir su favorable posición.
Hay en psiquiatría un estado de ánimo que se conoce como la
"ilusión del indulto", según el cual el condenado a muerte, en el
instante antes de su ejecución, concibe la ilusión de que le
indultarán en el último segundo. También nosotros nos
agarrábamos a los jirones de esperanza y hasta el último
momento creímos que no todo sería tan malo. La sola vista de las
mejillas sonrosadas y los rostros redondos de aquellos prisioneros
resultaba un gran estímulo. Poco sabíamos entonces que
componían un grupo especialmente seleccionado que durante
años habían sido el comité de recepción de las nuevas
expediciones de prisioneros que llegaban a la estación un día tras
otro. Se hicieron cargo de los recién llegados y de su equipaje,
incluidos los escasos objetos personales y las alhajas de
contrabando. Auschwitz debe haber sido un extraño lugar en
aquella Europa de los últimos años de la guerra, un lugar repleto
de tesoros inmensos en oro y plata, platino y diamantes,
depositados en sus enormes almacenes, sin contar los que
estaban en manos de las SS.
A la espera de trasladarlos a otros campos más pequeños,
metieron a 1100 prisioneros en una barraca construida para
albergar probablemente a unas doscientas personas como
máximo. Teníamos hambre y frío y no había espacio suficiente ni
para sentarnos en cuclillas en el suelo desnudo, no digamos ya
para tendernos. Durante cuatro días, nuestro único alimento
consistió en un trozo de pan de unos 150 gramos. Pero yo oí a los
prisioneros más antiguos que estaban a cargo de la barraca
regatear, con uno de los componentes del comité de recepción,
por un alfiler de corbata de platino y diamantes. Al final, la mayor
parte de las ganancias se convertían en tragos de aguardiente. No
me acuerdo ya de cuántos miles de marcos se necesitaban para
comprar la cantidad de Schnaps necesaria para pasar una "tarde
alegre", pero sí sé que los prisioneros veteranos necesitaban esos
tragos. ¿Quién podría culparles de tratar de drogarse bajo tales
circunstancias? Había otro grupo de prisioneros que conseguían
aguardiente de las SS casi sin limitación alguna: eran los hombres
que trabajaban en las cámaras de gas y en los crematorios y que
sabían muy bien que cualquier día serían relevados por otra
remesa y tendrían que dejar su obligado papel de ejecutores para
convertirse en víctimas.
La primera selección
Creo que todos los que formaban parte de nuestra expedición
vivían con la ilusión de que seríamos liberados, de que, al final,
todo iba a salir muy bien. No nos dábamos cuenta del significado
que encerraba la escena que expongo a continuación. Hasta la
tarde no comprendimos su sentido. Nos dijeron que dejáramos
nuestro equipaje en el tren y que formáramos dos filas, una de
mujeres y otra de hombres, y que desfiláramos ante un oficial de
las SS. Por sorprendente que parezca, tuve el valor de esconder
mi macuto debajo del abrigo. Uno a uno, los hombres pasamos
ante el oficial. Me daba cuenta del peligro que corría si el oficial
localizaba mi saco. Lo menos que haría sería derribarme al suelo
de una bofetada; lo sabía por propia experiencia. Instintivamente,
al irme aproximando a él me enderecé de modo que no se diera
cuenta de mi pesada carga. Ahora lo tenía frente a frente. Era un
hombre alto y delgado y llevaba un uniforme impecable que le
sentaba perfectamente. ¡Qué contraste con nosotros, todos sucios
y mugrientos después de tan largo viaje! Había adoptado una
actitud de aparente descuido sujetándose el codo derecho con la
mano izquierda. Ninguno de nosotros tenía la más remota idea
del siniestro significado que se ocultaba tras aquel pequeño
movimiento de su dedo que señalaba unas veces a la izquierda y
otras a la derecha, pero sobre todo a la derecha.
Tocaba mi turno. Alguien me susurró que si nos enviaban a la
derecha ("desde el punto de vista del espectador") significaba
trabajos forzados, mientras que la dirección a la izquierda era
para los enfermos e incapaces de trabajar, a quienes enviaban a
otro campo. No podía hacer otra cosa que dejar que las cosas
siguieran su curso, como así sería a partir de entonces muchas
veces más. El macuto me pesaba y me obligaba a ladearme hacia
la izquierda, pero hice un esfuerzo para caminar erguido. El
hombre de las SS me miró de arriba abajo y pareció dudar;
después puso sus dos manos sobre mis hombros. Intenté con
todas mis fuerzas parecer distinguido: me hizo girar hasta que
quedé frente al lado derecho y seguí andando en aquella
dirección.
Por la tarde nos explicaron la significación del juego del dedo.
Se trataba de la primera selección, el primer veredicto sobre
nuestra existencia o no existencia. Para la gran mayoría de
aquella expedición, cerca de un 90%, significó la muerte; la
sentencia se ejecutó en las horas siguientes. Los que fueron
enviados hacia la izquierda marcharon directamente desde la
estación al crematorio. Dicho edificio, según me contó un
prisionero que trabajaba allí, tenía escrito sobre sus puertas en
varios idiomas europeos, la palabra "baño". Al entrar, a cada
prisionero se le entregaba una pastilla de jabón y después..., pero
gracias a Dios no necesito relatar lo que sucedía después. Muchos
han escrito ya sobre tanto horror. Los que nos habíamos salvado,
la minoría de nuestra expedición, supo aquella tarde la verdad.
Pregunté a los prisioneros que llevaban allí algún tiempo a dónde
podrían haber enviado a mi amigo y colega P.
"¿Lo mandaron hacia la izquierda?"
"Sí", repliqué.
"Entonces puede verle allí", me dijeron.
"¿Dónde?" La mano señalaba la chimenea que había a unos
cuantos cientos de yardas y que arrojaba al cielo gris de Polonia
una llamarada de fuego que se disolvía en una siniestra nube de
humo.
"Allí es donde está su amigo, elevándose hacia el cielo", fue su
respuesta. Pero entonces todavía no comprendía lo que quería
decir hasta que me revelaron la verdad con toda su crudeza.
Pero me estoy adelantando al contar las cosas. Desde un
punto de vista psicológico, teníamos un largo, muy largo, camino
por delante desde que pusimos el pie en la estación hasta nuestra
primera noche en el campo. Escoltados por los guardias de las SS
que iban cargados con pesados fusiles, nos hicieron recorrer a
paso ligero el camino que desde la estación atravesaba la
alambrada electrificada y el campo, hasta llegar al pabellón de
desinfección; para aquellos de nosotros que habíamos pasado la
primera selección, fue un auténtico baño. Una vez más se vio
confirmada nuestra ilusión de salvarnos. Los hombres de las SS
parecían casi casi encantadores. Pronto supimos por qué: eran
amables con nosotros mientras teníamos nuestros relojes de
pulsera y nos podían persuadir, en todos los tonos y maneras,
para que se los entregáramos. ¿Acaso no habíamos perdido ya reloj a aquellas personas relativamente agradables? Tal vez algún
día nos lo devolverían con creces.
Desinfección
Esperamos en un cobertizo que parecía ser la antesala de la
cámara de desinfección. Los hombres de las SS aparecieron y
extendieron unas mantas sobre las que teníamos que echar todo
lo que llevábamos encima: relojes y joyas. Todavía había entre
nosotros unos cuantos ingenuos que preguntaron, para regocijo
de los más avezados que actuaban de ayudantes, si no podían
conservar su anillo de casados, una medalla o algún amuleto de
oro. Nadie podía aceptar todavía el hecho de que todo,
absolutamente todo, se lo llevarían. Intenté ganarme la confianza
de uno de los prisioneros de más edad. Acercándome a él
furtivamente, señalé el rollo de papel en el bolsillo interior de mi
chaqueta y dije: "Mira, es el manuscrito de un libro científico. Ya
sé lo que vas a decir: que debo estar agradecido de salvar la vida,
que eso es todo cuanto puedo esperar del destino. Pero no puedo
evitarlo, tengo que conservar este manuscrito a toda costa:
contiene la obra de mi vida. ¿Comprendes lo que quiero decir?"
Sí, empezaba a comprender. Lentamente, en su rostro se fue
dibujando una mueca, primero de piedad, luego se mostró
divertido, burlón, insultante, hasta que rugió una palabra en
respuesta a mi pregunta, una palabra que siempre estaba
presente en el vocabulario de los internados en el campo:
"¡Mierda!" Y en ese momento toda la verdad se hizo patente ante
mí e hice lo que constituyó el punto culminante de la primera fase
de mi reacción psicológica: borré de mi conciencia toda vida
anterior.
De pronto se produjo cierto revuelo entre mis compañeros de
viaje, que hasta ese momento permanecían de pie con los rostros
pálidos, asustados, debatiéndose sin esperanza. Otra vez oíamos
gritar, dando órdenes, a aquellas voces roncas. A empujones, nos
condujeron a la antesala inmediata a los baños. Allí nos
agrupamos en torno a un hombre de las SS que esperó hasta que
todos hubimos llegado. Entonces dijo: "Os daré dos minutos y
mediré el tiempo por mi reloj. En estos dos minutos os
desnudaréis por completo y dejaréis en el suelo, junto a vosotros,
todas vuestras ropas. No podéis llevar nada con vosotros a
excepción de los zapatos, el cinturón, las gafas y, en todo caso, el
braguero. Empiezo a contar: ¡ahora!"
Con una rapidez impensable, la gente se fue desnudando.
Según pasaba el tiempo, cada vez se ponían más nerviosos y
tiraban torpemente de su ropa interior, sin acertar con los
cinturones ni con los cordones de los zapatos. Fue entonces
cuando oímos los primeros restallidos del látigo; las correas de
cuero azotaron los cuerpos desnudos. A continuación nos
empujaron a otra habitación para afeitarnos: no se conformaron
solamente con rasurar nuestras cabezas, sino que no dejaron ni
un solo pelo en nuestros cuerpos. Seguidamente pasamos a las
duchas, donde nos volvieron a alinear. A duras penas nos
reconocimos; pero, con gran alivio, algunos constataban que de
las duchas salía agua de verdad...
Nuestra única posesión: la existencia desnuda
Mientras esperábamos a ducharnos, nuestra desnudez se nos
hizo patente: nada teníamos ya salvo nuestros cuerpos mondos y
lirondos (incluso sin pelo); literalmente hablando, lo único que
poseíamos era nuestra existencia desnuda. ¿Qué otra cosa nos
quedaba que pudiera ser un nexo material con nuestra existencia
anterior? Por lo que a mí se refiere, tenía mis gafas y mi cinturón,
que posteriormente hube de cambiar por un pedazo de pan. A los
que tenían braguero les estaba reservada todavía una pequeña
sorpresa más. Por la tarde, el prisionero veterano que estaba a
cargo de nuestro barracón nos dio la bienvenida con un discursito
en el que nos aseguró bajo su palabra de honor que,
personalmente, colgaría "de aquella viga" —y señaló hacia ella— a
cualquiera que hubiera cosido dinero o piedras preciosas a su
braguero. Y orgullosamente explicó que, como veterano que era,
fuera posible, la atroz constatación: ¡Auschwitz! A medida que iba
amaneciendo se hacían visibles los perfiles de un inmenso campo:
la larga extensión de la cerca de varias hileras de alambrada
espinosa; las torres de observación; los focos y las interminables
columnas de harapientas figuras humanas, pardas a la luz
grisácea del amanecer, arrastrándose por los desolados campos
hacia un destino desconocido. Se oían voces aisladas y silbatos de
mando, pero no sabíamos lo que querían decir. Mi imaginación me
llevaba a ver horcas con gente colgando de ellas. Me estremecí de
horror, pero no andaba muy desencaminado, ya que paso a paso
nos fuimos acostumbrando a un horror inmenso y terrible.
A su debido tiempo entramos en la estación. El silencio inicial
fue interrumpido por voces de mando: a partir de entonces
íbamos a escuchar aquellas voces ásperas y chillonas una y otra
vez, en todos los campos. Sonaban igual que el último grito de
una víctima, y sin embargo había cierta diferencia: eran roncas,
cortantes, como si vinieran de la garganta de un hombre que
tuviera que estar gritando así sin parar, un hombre al que
asesinaran una y otra vez... Las portezuelas del vagón se abrieron
de golpe y un pequeño destacamento de prisioneros entró
alborotando. Llevaban uniformes rayados, tenían la cabeza
afeitada, pero parecían bien alimentados. Hablaban en todas las
lenguas europeas imaginables y todos parecían conservar cierto
humor, que bajo tales circunstancias sonaba grotesco. Como el
hombre que se ahoga y se agarra a una paja, mi innato
optimismo (que tantas veces me había ayudado a controlar mis
sentimientos aun en las situaciones más desesperadas) se aferró
a este pensamiento: los prisioneros tienen buen aspecto, parecen
estar de buen humor, incluso se ríen, ¿quién sabe? Tal vez
consiga compartir su favorable posición.
Hay en psiquiatría un estado de ánimo que se conoce como la
"ilusión del indulto", según el cual el condenado a muerte, en el
instante antes de su ejecución, concibe la ilusión de que le
indultarán en el último segundo. También nosotros nos
agarrábamos a los jirones de esperanza y hasta el último
momento creímos que no todo sería tan malo. La sola vista de las
mejillas sonrosadas y los rostros redondos de aquellos prisioneros
resultaba un gran estímulo. Poco sabíamos entonces que
componían un grupo especialmente seleccionado que durante
años habían sido el comité de recepción de las nuevas
expediciones de prisioneros que llegaban a la estación un día tras
otro. Se hicieron cargo de los recién llegados y de su equipaje,
incluidos los escasos objetos personales y las alhajas de
contrabando. Auschwitz debe haber sido un extraño lugar en
aquella Europa de los últimos años de la guerra, un lugar repleto
de tesoros inmensos en oro y plata, platino y diamantes,
depositados en sus enormes almacenes, sin contar los que
estaban en manos de las SS.
A la espera de trasladarlos a otros campos más pequeños,
metieron a 1100 prisioneros en una barraca construida para
albergar probablemente a unas doscientas personas como
máximo. Teníamos hambre y frío y no había espacio suficiente ni
para sentarnos en cuclillas en el suelo desnudo, no digamos ya
para tendernos. Durante cuatro días, nuestro único alimento
consistió en un trozo de pan de unos 150 gramos. Pero yo oí a los
prisioneros más antiguos que estaban a cargo de la barraca
regatear, con uno de los componentes del comité de recepción,
por un alfiler de corbata de platino y diamantes. Al final, la mayor
parte de las ganancias se convertían en tragos de aguardiente. No
me acuerdo ya de cuántos miles de marcos se necesitaban para
comprar la cantidad de Schnaps necesaria para pasar una "tarde
alegre", pero sí sé que los prisioneros veteranos necesitaban esos
tragos. ¿Quién podría culparles de tratar de drogarse bajo tales
circunstancias? Había otro grupo de prisioneros que conseguían
aguardiente de las SS casi sin limitación alguna: eran los hombres
que trabajaban en las cámaras de gas y en los crematorios y que
sabían muy bien que cualquier día serían relevados por otra
remesa y tendrían que dejar su obligado papel de ejecutores para
convertirse en víctimas.
La primera selección
Creo que todos los que formaban parte de nuestra expedición
vivían con la ilusión de que seríamos liberados, de que, al final,
todo iba a salir muy bien. No nos dábamos cuenta del significado
que encerraba la escena que expongo a continuación. Hasta la
tarde no comprendimos su sentido. Nos dijeron que dejáramos
nuestro equipaje en el tren y que formáramos dos filas, una de
mujeres y otra de hombres, y que desfiláramos ante un oficial de
las SS. Por sorprendente que parezca, tuve el valor de esconder
mi macuto debajo del abrigo. Uno a uno, los hombres pasamos
ante el oficial. Me daba cuenta del peligro que corría si el oficial
localizaba mi saco. Lo menos que haría sería derribarme al suelo
de una bofetada; lo sabía por propia experiencia. Instintivamente,
al irme aproximando a él me enderecé de modo que no se diera
cuenta de mi pesada carga. Ahora lo tenía frente a frente. Era un
hombre alto y delgado y llevaba un uniforme impecable que le
sentaba perfectamente. ¡Qué contraste con nosotros, todos sucios
y mugrientos después de tan largo viaje! Había adoptado una
actitud de aparente descuido sujetándose el codo derecho con la
mano izquierda. Ninguno de nosotros tenía la más remota idea
del siniestro significado que se ocultaba tras aquel pequeño
movimiento de su dedo que señalaba unas veces a la izquierda y
otras a la derecha, pero sobre todo a la derecha.
Tocaba mi turno. Alguien me susurró que si nos enviaban a la
derecha ("desde el punto de vista del espectador") significaba
trabajos forzados, mientras que la dirección a la izquierda era
para los enfermos e incapaces de trabajar, a quienes enviaban a
otro campo. No podía hacer otra cosa que dejar que las cosas
siguieran su curso, como así sería a partir de entonces muchas
veces más. El macuto me pesaba y me obligaba a ladearme hacia
la izquierda, pero hice un esfuerzo para caminar erguido. El
hombre de las SS me miró de arriba abajo y pareció dudar;
después puso sus dos manos sobre mis hombros. Intenté con
todas mis fuerzas parecer distinguido: me hizo girar hasta que
quedé frente al lado derecho y seguí andando en aquella
dirección.
Por la tarde nos explicaron la significación del juego del dedo.
Se trataba de la primera selección, el primer veredicto sobre
nuestra existencia o no existencia. Para la gran mayoría de
aquella expedición, cerca de un 90%, significó la muerte; la
sentencia se ejecutó en las horas siguientes. Los que fueron
enviados hacia la izquierda marcharon directamente desde la
estación al crematorio. Dicho edificio, según me contó un
prisionero que trabajaba allí, tenía escrito sobre sus puertas en
varios idiomas europeos, la palabra "baño". Al entrar, a cada
prisionero se le entregaba una pastilla de jabón y después..., pero
gracias a Dios no necesito relatar lo que sucedía después. Muchos
han escrito ya sobre tanto horror. Los que nos habíamos salvado,
la minoría de nuestra expedición, supo aquella tarde la verdad.
Pregunté a los prisioneros que llevaban allí algún tiempo a dónde
podrían haber enviado a mi amigo y colega P.
"¿Lo mandaron hacia la izquierda?"
"Sí", repliqué.
"Entonces puede verle allí", me dijeron.
"¿Dónde?" La mano señalaba la chimenea que había a unos
cuantos cientos de yardas y que arrojaba al cielo gris de Polonia
una llamarada de fuego que se disolvía en una siniestra nube de
humo.
"Allí es donde está su amigo, elevándose hacia el cielo", fue su
respuesta. Pero entonces todavía no comprendía lo que quería
decir hasta que me revelaron la verdad con toda su crudeza.
Pero me estoy adelantando al contar las cosas. Desde un
punto de vista psicológico, teníamos un largo, muy largo, camino
por delante desde que pusimos el pie en la estación hasta nuestra
primera noche en el campo. Escoltados por los guardias de las SS
que iban cargados con pesados fusiles, nos hicieron recorrer a
paso ligero el camino que desde la estación atravesaba la
alambrada electrificada y el campo, hasta llegar al pabellón de
desinfección; para aquellos de nosotros que habíamos pasado la
primera selección, fue un auténtico baño. Una vez más se vio
confirmada nuestra ilusión de salvarnos. Los hombres de las SS
parecían casi casi encantadores. Pronto supimos por qué: eran
amables con nosotros mientras teníamos nuestros relojes de
pulsera y nos podían persuadir, en todos los tonos y maneras,
para que se los entregáramos. ¿Acaso no habíamos perdido ya reloj a aquellas personas relativamente agradables? Tal vez algún
día nos lo devolverían con creces.
Desinfección
Esperamos en un cobertizo que parecía ser la antesala de la
cámara de desinfección. Los hombres de las SS aparecieron y
extendieron unas mantas sobre las que teníamos que echar todo
lo que llevábamos encima: relojes y joyas. Todavía había entre
nosotros unos cuantos ingenuos que preguntaron, para regocijo
de los más avezados que actuaban de ayudantes, si no podían
conservar su anillo de casados, una medalla o algún amuleto de
oro. Nadie podía aceptar todavía el hecho de que todo,
absolutamente todo, se lo llevarían. Intenté ganarme la confianza
de uno de los prisioneros de más edad. Acercándome a él
furtivamente, señalé el rollo de papel en el bolsillo interior de mi
chaqueta y dije: "Mira, es el manuscrito de un libro científico. Ya
sé lo que vas a decir: que debo estar agradecido de salvar la vida,
que eso es todo cuanto puedo esperar del destino. Pero no puedo
evitarlo, tengo que conservar este manuscrito a toda costa:
contiene la obra de mi vida. ¿Comprendes lo que quiero decir?"
Sí, empezaba a comprender. Lentamente, en su rostro se fue
dibujando una mueca, primero de piedad, luego se mostró
divertido, burlón, insultante, hasta que rugió una palabra en
respuesta a mi pregunta, una palabra que siempre estaba
presente en el vocabulario de los internados en el campo:
"¡Mierda!" Y en ese momento toda la verdad se hizo patente ante
mí e hice lo que constituyó el punto culminante de la primera fase
de mi reacción psicológica: borré de mi conciencia toda vida
anterior.
De pronto se produjo cierto revuelo entre mis compañeros de
viaje, que hasta ese momento permanecían de pie con los rostros
pálidos, asustados, debatiéndose sin esperanza. Otra vez oíamos
gritar, dando órdenes, a aquellas voces roncas. A empujones, nos
condujeron a la antesala inmediata a los baños. Allí nos
agrupamos en torno a un hombre de las SS que esperó hasta que
todos hubimos llegado. Entonces dijo: "Os daré dos minutos y
mediré el tiempo por mi reloj. En estos dos minutos os
desnudaréis por completo y dejaréis en el suelo, junto a vosotros,
todas vuestras ropas. No podéis llevar nada con vosotros a
excepción de los zapatos, el cinturón, las gafas y, en todo caso, el
braguero. Empiezo a contar: ¡ahora!"
Con una rapidez impensable, la gente se fue desnudando.
Según pasaba el tiempo, cada vez se ponían más nerviosos y
tiraban torpemente de su ropa interior, sin acertar con los
cinturones ni con los cordones de los zapatos. Fue entonces
cuando oímos los primeros restallidos del látigo; las correas de
cuero azotaron los cuerpos desnudos. A continuación nos
empujaron a otra habitación para afeitarnos: no se conformaron
solamente con rasurar nuestras cabezas, sino que no dejaron ni
un solo pelo en nuestros cuerpos. Seguidamente pasamos a las
duchas, donde nos volvieron a alinear. A duras penas nos
reconocimos; pero, con gran alivio, algunos constataban que de
las duchas salía agua de verdad...
Nuestra única posesión: la existencia desnuda
Mientras esperábamos a ducharnos, nuestra desnudez se nos
hizo patente: nada teníamos ya salvo nuestros cuerpos mondos y
lirondos (incluso sin pelo); literalmente hablando, lo único que
poseíamos era nuestra existencia desnuda. ¿Qué otra cosa nos
quedaba que pudiera ser un nexo material con nuestra existencia
anterior? Por lo que a mí se refiere, tenía mis gafas y mi cinturón,
que posteriormente hube de cambiar por un pedazo de pan. A los
que tenían braguero les estaba reservada todavía una pequeña
sorpresa más. Por la tarde, el prisionero veterano que estaba a
cargo de nuestro barracón nos dio la bienvenida con un discursito
en el que nos aseguró bajo su palabra de honor que,
personalmente, colgaría "de aquella viga" —y señaló hacia ella— a
cualquiera que hubiera cosido dinero o piedras preciosas a su
braguero. Y orgullosamente explicó que, como veterano que era,
las leyes del campo le daban derecho a hacerlo.
Con los zapatos hubo también sus más y sus menos. Aunque
se suponía que los conservaríamos, los que poseían un par medio
decente tuvieron que entregarlos y, a cambio, les dieron otros
zapatos que no les servían. Pero los que estaban en verdadera
dificultad eran los prisioneros que habían seguido el consejo
aparentemente bien intencionado que les dieron (en la antesala)
los prisioneros veteranos y habían cortado las botas altas y
untado después jabón en los bordes para ocultar el sabotaje. Los
hombres de las SS parecían estar esperándolo. Todos los
sospechosos de tal delito pasaron a una pequeña habitación
contigua. Al cabo de un rato volvimos a oír los azotes del látigo y
los gritos de los hombres torturados. Esta vez el castigo duró
bastante tiempo.
Las primeras reacciones
Las ilusiones que algunos de nosotros conservábamos todavía
las fuimos perdiendo una a una; entonces, casi inesperadamente,
muchos de nosotros nos sentimos embargados por un humor
macabro. Supimos que nada teníamos que perder como no fueran
nuestras vidas tan ridículamente desnudas. Cuando las duchas
empezaron a correr, hicimos de tripas corazón e intentamos
bromear sobre nosotros mismos y entre nosotros. ¡Después de
todo sobre nuestras espaldas caía agua de verdad!...
Aparte de aquella extraña clase de humor, otra sensación se
apoderó de nosotros: la curiosidad. Yo había experimentado ya
antes este tipo de curiosidad como reacción fundamental ante
ciertas circunstancias extrañas. Cuando en una ocasión estuve a
punto de perder la vida en un accidente de montañismo, en el
momento crítico, durante segundos (o tal vez milésimas de
segundo) sólo tuve una sensación: curiosidad, curiosidad sobre si
saldría con vida o con el cráneo fracturado o cualquier otro
percance.
Una fría curiosidad era lo que predominaba incluso en
Auschwitz, algo que separaba la mente de todo lo que la rodeaba
y la obligaba a contemplarlo todo con una especie de objetividad.
Al llegar a este punto, cultivábamos este estado de ánimo como
medida de protección. Estábamos ansiosos por saber lo que
sucedería a continuación y qué consecuencias nos traería, por
ejemplo, estar de pie a la intemperie, en el frío de finales de
otoño, completamente desnudos y todavía mojados por el agua
de la ducha. A los pocos días nuestra curiosidad se tornó en
sorpresa, la sorpresa de ver que no nos habíamos resfriado.
A los recién llegados nos estaban reservadas todavía muchas
sorpresas de este tipo. Los médicos que había en nuestro grupo
fuimos los primeros en aprender que los libros de texto mienten.
En alguna parte se ha dicho que si no duerme un determinado
número de horas, el hombre no puede vivir. ¡Mentira! Yo había
vivido convencido de que existían unas cuantas cosas que
sencillamente no podía hacer: no podía dormir sin esto, o no
podía vivir sin aquello. La primera noche en Auschwitz dormimos
en literas de tres pisos. En cada litera (que medía
aproximadamente 2 X 2,5 m) dormían nueve hombres,
directamente sobre los tablones. Para cada nueve había dos
mantas. Claro está que sólo podíamos tendernos de costado,
apretujados y amontonados los unos contra los otros, lo que tenía
ciertas ventajas a causa del frío que penetraba hasta los huesos.
Aunque estaba prohibido subir los zapatos a las literas, algunos
los utilizaban como almohadas a pesar de estar cubiertos de lodo.
Si no, la cabeza de uno tenía que descansar en el pliegue de un
brazo casi dislocado. Y aún así, el sueño venía y traía olvido y
alivio al dolor durante unas pocas horas.
Me gustaría mencionar algunas sorpresas más acerca de lo
que éramos capaces de soportar: no podíamos limpiarnos los
dientes y, sin embargo y a pesar de la fuerte carencia vitamínica,
nuestras encías estaban más saludables que antes. Teníamos que
llevar la misma camisa durante medio año, hasta que perdía la
apariencia de tal. Pasaban muchos días seguidos sin lavarnos ni
siquiera parcialmente, porque se helaban las cañerías de agua y,
sin embargo, las llagas y heridas de las manos sucias por el
trabajo de la tierra no supuraban (es decir, a menos que se
congelaran). O, por ejemplo, aquel que tenía el sueño ligero
Con los zapatos hubo también sus más y sus menos. Aunque
se suponía que los conservaríamos, los que poseían un par medio
decente tuvieron que entregarlos y, a cambio, les dieron otros
zapatos que no les servían. Pero los que estaban en verdadera
dificultad eran los prisioneros que habían seguido el consejo
aparentemente bien intencionado que les dieron (en la antesala)
los prisioneros veteranos y habían cortado las botas altas y
untado después jabón en los bordes para ocultar el sabotaje. Los
hombres de las SS parecían estar esperándolo. Todos los
sospechosos de tal delito pasaron a una pequeña habitación
contigua. Al cabo de un rato volvimos a oír los azotes del látigo y
los gritos de los hombres torturados. Esta vez el castigo duró
bastante tiempo.
Las primeras reacciones
Las ilusiones que algunos de nosotros conservábamos todavía
las fuimos perdiendo una a una; entonces, casi inesperadamente,
muchos de nosotros nos sentimos embargados por un humor
macabro. Supimos que nada teníamos que perder como no fueran
nuestras vidas tan ridículamente desnudas. Cuando las duchas
empezaron a correr, hicimos de tripas corazón e intentamos
bromear sobre nosotros mismos y entre nosotros. ¡Después de
todo sobre nuestras espaldas caía agua de verdad!...
Aparte de aquella extraña clase de humor, otra sensación se
apoderó de nosotros: la curiosidad. Yo había experimentado ya
antes este tipo de curiosidad como reacción fundamental ante
ciertas circunstancias extrañas. Cuando en una ocasión estuve a
punto de perder la vida en un accidente de montañismo, en el
momento crítico, durante segundos (o tal vez milésimas de
segundo) sólo tuve una sensación: curiosidad, curiosidad sobre si
saldría con vida o con el cráneo fracturado o cualquier otro
percance.
Una fría curiosidad era lo que predominaba incluso en
Auschwitz, algo que separaba la mente de todo lo que la rodeaba
y la obligaba a contemplarlo todo con una especie de objetividad.
Al llegar a este punto, cultivábamos este estado de ánimo como
medida de protección. Estábamos ansiosos por saber lo que
sucedería a continuación y qué consecuencias nos traería, por
ejemplo, estar de pie a la intemperie, en el frío de finales de
otoño, completamente desnudos y todavía mojados por el agua
de la ducha. A los pocos días nuestra curiosidad se tornó en
sorpresa, la sorpresa de ver que no nos habíamos resfriado.
A los recién llegados nos estaban reservadas todavía muchas
sorpresas de este tipo. Los médicos que había en nuestro grupo
fuimos los primeros en aprender que los libros de texto mienten.
En alguna parte se ha dicho que si no duerme un determinado
número de horas, el hombre no puede vivir. ¡Mentira! Yo había
vivido convencido de que existían unas cuantas cosas que
sencillamente no podía hacer: no podía dormir sin esto, o no
podía vivir sin aquello. La primera noche en Auschwitz dormimos
en literas de tres pisos. En cada litera (que medía
aproximadamente 2 X 2,5 m) dormían nueve hombres,
directamente sobre los tablones. Para cada nueve había dos
mantas. Claro está que sólo podíamos tendernos de costado,
apretujados y amontonados los unos contra los otros, lo que tenía
ciertas ventajas a causa del frío que penetraba hasta los huesos.
Aunque estaba prohibido subir los zapatos a las literas, algunos
los utilizaban como almohadas a pesar de estar cubiertos de lodo.
Si no, la cabeza de uno tenía que descansar en el pliegue de un
brazo casi dislocado. Y aún así, el sueño venía y traía olvido y
alivio al dolor durante unas pocas horas.
Me gustaría mencionar algunas sorpresas más acerca de lo
que éramos capaces de soportar: no podíamos limpiarnos los
dientes y, sin embargo y a pesar de la fuerte carencia vitamínica,
nuestras encías estaban más saludables que antes. Teníamos que
llevar la misma camisa durante medio año, hasta que perdía la
apariencia de tal. Pasaban muchos días seguidos sin lavarnos ni
siquiera parcialmente, porque se helaban las cañerías de agua y,
sin embargo, las llagas y heridas de las manos sucias por el
trabajo de la tierra no supuraban (es decir, a menos que se
congelaran). O, por ejemplo, aquel que tenía el sueño ligero
y al que molestaba el más mínimo ruido en la habitación contigua, se
acostaba ahora apretujado junto a un camarada que roncaba
ruidosamente a pocas pulgadas de su oído y, sin embargo, dormía
profundamente a pesar del ruido. Si alguien nos preguntara sobre
la verdad de la afirmación de Dostoyevski que asegura
terminantemente que el hombre es un ser que puede ser utilizado
para cualquier cosa, contestaríamos: "Cierto, para cualquier cosa,
pero no nos preguntéis cómo".
¿“Lanzarse contra la alambrada''?
Nuestro ensayo psicológico no nos ha llevado tan lejos
todavía; ni tampoco nosotros los prisioneros estábamos entonces
en condiciones de saberlo. Aún nos hallábamos en la primera fase
de nuestras reacciones psicológicas. Lo desesperado de la
situación, la amenaza de la muerte que día tras día, hora tras
hora, minuto tras minuto se cernía sobre nosotros, la proximidad
de la muerte de otros —la mayoría— hacía que casi todos, aunque
fuera por breve tiempo, abrigasen el pensamiento de suicidarse.
Fruto de las convicciones personales que más tarde mencionaré,
la primera noche que pasé en el campo me hice a mí mismo la
promesa de que no "me lanzaría contra la alambrada". Esta era la
frase que se utilizaba en el campo para describir el método de
suicidio más popular: tocar la cerca de alambre electrificada. Esta
decisión negativa de no lanzarse contra la alambrada no era difícil
de tomar en Auschwitz. Ni tampoco tenía objeto alguno el
suicidarse, ya que para el término medio de los prisioneros, las
expectativas de vida, consideradas objetivamente y aplicando el
cálculo de probabilidades, eran muy escasas. Ninguno de nosotros
podía tener la seguridad de aspirar a encontrarse en el pequeño
porcentaje de hombres que sobrevivirían a todas las selecciones.
En la primera fase del shock, el prisionero de Auschwitz no temía
la muerte. Pasados los primeros días, incluso las cámaras de gas
perdían para él todo su horror; al fin y al cabo, le ahorraban el
acto de suicidarse.
Compañeros a quienes he encontrado más tarde me han
asegurado que yo no fui uno de los más deprimidos tras el shock
del internamiento. Recuerdo que me limité a sonreír y, muy
sinceramente, cuando ocurrió este episodio la mañana siguiente a
nuestra primera noche en Auschwitz. A pesar de las órdenes
estrictas de no salir de nuestros barracones, un colega que había
llegado a Auschwitz unas semanas antes se coló en el nuestro.
Quería calmarnos y tranquilizarnos y nos contó algunas cosas.
Había adelgazado tanto que, al principio, no le reconocí. Con un
tinte de buen humor y una actitud despreocupada nos dio unos
cuantos consejos apresurados:
"¡No tengáis miedo! ¡No temáis las selecciones! El Dr. M. (jefe
sanitario de las SS) tiene cierta debilidad por los médicos." (Esto
era falso; las amables palabras de mi amigo no correspondían a la
verdad. Un prisionero de unos 60 años, médico de un bloque de
barracones, me contó que había suplicado al Dr. M. para que
liberara a su hijo que había sido destinado a la cámara de gas. El
Dr. M. rehusó fríamente ayudarle.)
"Pero una cosa os suplico, continuó, que os afeitéis a diario,
completamente si podéis, aunque tengáis que utilizar un trozo de
vidrio para ello... aunque tengáis que desprenderos del último
pedazo de pan. Pareceréis más jóvenes y los arañazos harán que
vuestras mejillas parezcan más lozanas. Si queréis manteneros
vivos sólo hay un medio: aplicaros a vuestro trabajo. Si alguna
vez cojeáis, si, por ejemplo, tenéis una pequeña ampolla en el
talón, y un SS lo ve, os apartará a un lado y al día siguiente
podéis asegurar que os mandará a la cámara de gas. ¿Sabéis a
quién llamamos aquí un "musulmán"? Al que tiene un aspecto
miserable, por dentro y por fuera, enfermo y demacrado y es
incapaz de realizar trabajos duros por más tiempo: ése es un
"musulmán". Más pronto o más tarde, por regla general más
pronto, el "musulmán" acaba en la cámara de gas. Así que
recordad: debéis afeitaros, andar derechos, caminar con gracia, y
no tendréis por qué temer al gas. Todos los que estáis aquí, aun
cuando sólo haga 24 horas, no tenéis que temer al gas, excepto
quizás tú." Y entonces señalando hacia mí, dijo: "Espero que no
te importe que hable con franqueza." Y repitió a los demás: "De
todos vosotros él es el único que debe temer la próxima selección.
Así que no os preocupéis." Y yo sonreí. Ahora estoy convencido de
que cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo aquel día.
Fue Lessing quien dijo en una ocasión: "Hay cosas que deben
haceros perder la razón, o entonces es que no tenéis ninguna
razón que perder." Ante una situación anormal, la reacción
anormal constituye una conducta normal. Aún nosotros, los
psiquiatras, esperamos que los recursos de un hombre ante una
situación anormal, como la de estar internado en un asilo, sean
anormales en proporción a su grado de normalidad. La reacción
de un hombre tras su internamiento en un campo de
concentración representa igualmente un estado de ánimo
anormal, pero juzgada objetivamente es normal y, como más
tarde demostraré, una reacción típica dadas las circunstancias.
Mañana continuamos….
acostaba ahora apretujado junto a un camarada que roncaba
ruidosamente a pocas pulgadas de su oído y, sin embargo, dormía
profundamente a pesar del ruido. Si alguien nos preguntara sobre
la verdad de la afirmación de Dostoyevski que asegura
terminantemente que el hombre es un ser que puede ser utilizado
para cualquier cosa, contestaríamos: "Cierto, para cualquier cosa,
pero no nos preguntéis cómo".
¿“Lanzarse contra la alambrada''?
Nuestro ensayo psicológico no nos ha llevado tan lejos
todavía; ni tampoco nosotros los prisioneros estábamos entonces
en condiciones de saberlo. Aún nos hallábamos en la primera fase
de nuestras reacciones psicológicas. Lo desesperado de la
situación, la amenaza de la muerte que día tras día, hora tras
hora, minuto tras minuto se cernía sobre nosotros, la proximidad
de la muerte de otros —la mayoría— hacía que casi todos, aunque
fuera por breve tiempo, abrigasen el pensamiento de suicidarse.
Fruto de las convicciones personales que más tarde mencionaré,
la primera noche que pasé en el campo me hice a mí mismo la
promesa de que no "me lanzaría contra la alambrada". Esta era la
frase que se utilizaba en el campo para describir el método de
suicidio más popular: tocar la cerca de alambre electrificada. Esta
decisión negativa de no lanzarse contra la alambrada no era difícil
de tomar en Auschwitz. Ni tampoco tenía objeto alguno el
suicidarse, ya que para el término medio de los prisioneros, las
expectativas de vida, consideradas objetivamente y aplicando el
cálculo de probabilidades, eran muy escasas. Ninguno de nosotros
podía tener la seguridad de aspirar a encontrarse en el pequeño
porcentaje de hombres que sobrevivirían a todas las selecciones.
En la primera fase del shock, el prisionero de Auschwitz no temía
la muerte. Pasados los primeros días, incluso las cámaras de gas
perdían para él todo su horror; al fin y al cabo, le ahorraban el
acto de suicidarse.
Compañeros a quienes he encontrado más tarde me han
asegurado que yo no fui uno de los más deprimidos tras el shock
del internamiento. Recuerdo que me limité a sonreír y, muy
sinceramente, cuando ocurrió este episodio la mañana siguiente a
nuestra primera noche en Auschwitz. A pesar de las órdenes
estrictas de no salir de nuestros barracones, un colega que había
llegado a Auschwitz unas semanas antes se coló en el nuestro.
Quería calmarnos y tranquilizarnos y nos contó algunas cosas.
Había adelgazado tanto que, al principio, no le reconocí. Con un
tinte de buen humor y una actitud despreocupada nos dio unos
cuantos consejos apresurados:
"¡No tengáis miedo! ¡No temáis las selecciones! El Dr. M. (jefe
sanitario de las SS) tiene cierta debilidad por los médicos." (Esto
era falso; las amables palabras de mi amigo no correspondían a la
verdad. Un prisionero de unos 60 años, médico de un bloque de
barracones, me contó que había suplicado al Dr. M. para que
liberara a su hijo que había sido destinado a la cámara de gas. El
Dr. M. rehusó fríamente ayudarle.)
"Pero una cosa os suplico, continuó, que os afeitéis a diario,
completamente si podéis, aunque tengáis que utilizar un trozo de
vidrio para ello... aunque tengáis que desprenderos del último
pedazo de pan. Pareceréis más jóvenes y los arañazos harán que
vuestras mejillas parezcan más lozanas. Si queréis manteneros
vivos sólo hay un medio: aplicaros a vuestro trabajo. Si alguna
vez cojeáis, si, por ejemplo, tenéis una pequeña ampolla en el
talón, y un SS lo ve, os apartará a un lado y al día siguiente
podéis asegurar que os mandará a la cámara de gas. ¿Sabéis a
quién llamamos aquí un "musulmán"? Al que tiene un aspecto
miserable, por dentro y por fuera, enfermo y demacrado y es
incapaz de realizar trabajos duros por más tiempo: ése es un
"musulmán". Más pronto o más tarde, por regla general más
pronto, el "musulmán" acaba en la cámara de gas. Así que
recordad: debéis afeitaros, andar derechos, caminar con gracia, y
no tendréis por qué temer al gas. Todos los que estáis aquí, aun
cuando sólo haga 24 horas, no tenéis que temer al gas, excepto
quizás tú." Y entonces señalando hacia mí, dijo: "Espero que no
te importe que hable con franqueza." Y repitió a los demás: "De
todos vosotros él es el único que debe temer la próxima selección.
Así que no os preocupéis." Y yo sonreí. Ahora estoy convencido de
que cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo aquel día.
Fue Lessing quien dijo en una ocasión: "Hay cosas que deben
haceros perder la razón, o entonces es que no tenéis ninguna
razón que perder." Ante una situación anormal, la reacción
anormal constituye una conducta normal. Aún nosotros, los
psiquiatras, esperamos que los recursos de un hombre ante una
situación anormal, como la de estar internado en un asilo, sean
anormales en proporción a su grado de normalidad. La reacción
de un hombre tras su internamiento en un campo de
concentración representa igualmente un estado de ánimo
anormal, pero juzgada objetivamente es normal y, como más
tarde demostraré, una reacción típica dadas las circunstancias.
Mañana continuamos….
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