martes, 28 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-10°entrega

Un nuevo tramo de esta historia....seguimos leyendo juntos...


Irritabilidad



Aparte de su función como mecanismo de defensa, la apatía de

los prisioneros era también el resultado de otros factores. El

hambre y la falta de sueño contribuían a ella (al igual que ocurre

en la vida normal), así como la irritabilidad en general, que era

otra de las características del estado mental de los prisioneros. La

falta de sueño se debía en parte a la invasión de toda suerte de

bichos molestos que, debido a la falta de higiene y atención

sanitaria, infectaban los barracones tan terriblemente

superpoblados. El hecho de que no tomáramos ni una pizca de

nicotina o cafeína contribuía igualmente a nuestro estado de

apatía e irritabilidad.

Además de estas causas físicas, estaban también las mentales,

en forma de ciertos complejos. La mayoría de los prisioneros

sufrían de algún tipo de complejo de inferioridad. Todos nosotros

habíamos creído alguna vez que éramos "alguien" o al menos lo

habíamos imaginado. Pero ahora nos trataban como si no

fuéramos nadie, como si no existiéramos. (La conciencia del amor

propio está tan profundamente arraigada en las cosas más

elevadas y más espirituales, que no puede arrancarse ni viviendo

en un campo de concentración. ¿Pero cuántos hombres libres, por

no hablar de los prisioneros, lo poseen?) Sin mencionarlo, lo

cierto es que el prisionero medio se sentía terriblemente

degradado. Esto se hacía obvio al observar el contraste que

ofrecía la singular estructura sociológica del campo. Los

prisioneros más "prominentes", los "capos", los cocineros, los

intendentes, los policías del campo no se sentían, por lo general,

degradados en modo alguno, como se consideraban la mayoría de

los prisioneros, sino que al contrario se consideraban

¡promovidos! Algunos incluso alimentaban mínimas ilusiones de

grandeza. La reacción mental de la mayoría, envidiosa y quejosa,

hacia esta minoría favorecida se ponía de manifiesto de muchas

maneras, a veces en forma de chistes. Por ejemplo, una vez oí a

un prisionero hablarle a otro sobre un "Capo" y decirle:

"¡Figúrate! Conocí a ese hombre cuando sólo era presidente de un

gran banco. Ahora, el cargo de "capo" se le ha subido a la

cabeza." Siempre que la mayoría degradada y la minoría

promovida entraban en conflicto (y eran muchas las

oportunidades de que tal sucediera, empezando por el reparto de

la comida) los resultados eran explosivos. De suerte que la

irritabilidad general (cuyas causas físicas se analizaron antes) se

hacía más intensa cuando se le añadían estas tensiones mentales.

Nada tiene de sorprendente que la tensión abocara en una lucha

abierta. Dado que el prisionero observaba a diario escenas de

golpes, su impulso hacia la violencia había aumentado. Yo sentía

también que cerraba los puños y que la rabia me invadía cuando

tenía hambre y cansancio. Y el cansancio era mi estado normal,

ya que durante toda la noche teníamos que cebar la estufa, que

nos permitían tener en el barracón a causa de los enfermos de

tifus. No obstante, algunas de las horas más idílicas que he

pasado en mi vida ocurrieron en medio de la noche cuando todos

los demás deliraban o dormían y yo podía extenderme frente a la

estufa y asar unas cuantas patatas robadas en un fuego

alimentado con el carbón que sustraíamos. Pero al día siguiente

me sentía todavía más cansado, insensible e irritable.

Mientras trabajé como médico en el pabellón de los enfermos

de tifus, tuve que ocupar también el puesto de jefe del mismo, lo

que quería decir que ante las autoridades del campo era

responsable de su limpieza (si es que se puede utilizar el término

limpieza para describir aquella condición). El pretexto de la

inspección a la que con frecuencia nos sometían era más con

ánimo de torturarnos que por motivos de higiene. Mayor cantidad

de alimentos y unas cuantas medicinas nos hubieran ayudado

más, pero la única preocupación de los inspectores consistía en

ver si en el centro del pasillo había una brizna de paja o si las

mantas sucias, hechas andrajos e infectadas de piojos estaban

bien plegadas y remetidas a los pies de los pacientes. El destino

de los prisioneros no les preocupaba en absoluto. Si yo me

presentaba marcialmente con mi rapada cabeza descubierta y

chocando los talones informaba: "Barracón número VI/9; 52

pacientes, dos enfermeros ayudantes y un médico", se sentían

satisfechos. A renglón seguido se marchaban. Pero hasta que

llegaban —solían anunciar su visita con muchas horas de

antelación y muchas veces ni siquiera venían— me veía obligado

a mantener bien estiradas las mantas, a recoger todas las motas

de paja que caían de las literas y a gritar a los pobres diablos que

se revolvían en sus catres, amenazando con desbaratar mis

esfuerzos para conseguir la limpieza y pulcritud requeridas. La

apatía crecía sobre todo entre los pacientes febriles, de suerte

que no reaccionaban a nada si no se les gritaba. A veces fallaban

incluso los gritos y ello exigía un tremendo esfuerzo de

autocontrol para no golpearlos. La propia irritabilidad personal

adquiría proporciones inauditas cuando chocaba con la apatía de

otro, especialmente en los casos de peligro (por ejemplo, cuando

se avecinaba una inspección) que tenían su origen en ella.



La libertad interior



Tras este intento de presentación psicológica y explicación

psicopatológica de las características típicas del recluido en un

campo de concentración, se podría sacar la impresión de que el

ser humano es alguien completa e inevitablemente influido por su

entorno y (entendiéndose por entorno en este caso la singular

estructura del campo de concentración, que obligaba al prisionero

a adecuar su conducta a un determinado conjunto de pautas).

Pero, ¿y qué decir de la libertad humana? ¿No hay una libertad

espiritual con respecto a la conducta y a la reacción ante un

entorno dado? ¿Es cierta la teoría que nos enseña que el hombre

no es más que el producto de muchos factores ambientales

condicionantes, sean de naturaleza biológica, psicológica o

sociológica? ¿El hombre es sólo un producto accidental de dichos

factores? Y, lo que es más importante, ¿las reacciones de los

prisioneros ante el mundo singular de un campo de concentración,

son una prueba de que el hombre no puede escapar a la

influencia de lo que le rodea? ¿Es que frente a tales circunstancias

no tiene posibilidad de elección?

Podemos contestar a todas estas preguntas en base a la

experiencia y también con arreglo a los principios. Las

experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre

tiene capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes,

algunos heroicos, los cuales prueban que puede vencerse la

apatía, eliminarse la irritabilidad. El hombre puede conservar un

vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso

en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física.

Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a

los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los

demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede

que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de

que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la

última de las libertades humanas —la elección de la actitud

personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su

propio camino.

Y allí, siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas

horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión

que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que

amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna;

que determinaban si uno iba o no iba a ser el juguete de las

circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, para

dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico.

Visto desde este ángulo, las reacciones mentales de los

internados en un campo dé concentración deben parecemos la

simple expresión de determinadas condiciones físicas y

sociológicas. Aun cuando condiciones tales como la falta de

sueño, la alimentación insuficiente y las diversas tensiones

mentales pueden llevar a creer que los reclusos se veían

obligados a reaccionar de cierto modo, en un análisis último se

hace patente que el tipo de persona en que se convertía un

prisionero era el resultado de una decisión íntima y no

únicamente producto de la influencia del campo.

Fundamentalmente, pues, cualquier hombre podía, incluso bajo

tales circunstancias, decidir lo que sería de él —mental y

espiritualmente—, pues aún en un campo de concentración puede

conservar su dignidad humana. Dostoyevski dijo en una ocasión:

"Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos" y estas

palabras retornaban una y otra vez a mi mente cuando conocí a

aquellos mártires cuya conducta en el campo, cuyo sufrimiento y

muerte, testimoniaban el hecho de que la libertad íntima nunca se

pierde. Puede decirse que fueron dignos de sus sufrimientos y la

forma en que los soportaron fue un logro interior genuino. Es esta

libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, lo que hace

que la vida tenga sentido y propósito.

Una vida activa sirve a la intencionalidad de dar al hombre una

oportunidad para comprender sus méritos en la labor creativa,

mientras que una vida pasiva de simple goce le ofrece la

oportunidad de obtener la plenitud experimentando la belleza, el

arte o la naturaleza. Pero también es positiva la vida que está casi

vacía tanto de creación como de gozo y que admite una sola

posibilidad de conducta; a saber, la actitud del hombre hacia su

existencia, una existencia restringida por fuerzas que le son

ajenas. A este hombre le están prohibidas tanto la vida creativa

como la existencia de goce, pero no sólo son significativas la

creatividad y el goce; todos los aspectos de la vida son

igualmente significativos, de modo que el sufrimiento tiene que

serlo también. El sufrimiento es un aspecto de la vida que no

puede erradicarse, como no pueden apartarse el destino o la

muerte. Sin todos ellos la vida no es completa.

La máxima preocupación de los prisioneros se resumía en una

pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De lo

contrario, todos estos sufrimientos carecerían de sentido. La

pregunta que a mí, personalmente, me angustiaba era esta otra:

¿Tiene algún sentido todo este sufrimiento, todas estas muertes?

Si carecen de sentido, entonces tampoco lo tiene sobrevivir al

internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera

en superarla o sucumbir, una vida, por tanto, cuyo sentidodependiera, en última instancia, de la casualidad no merecería en

absoluto la pena de ser vivida.



El destino, un regalo


El modo en que un hombre acepta su destino y todo el

sufrimiento que éste conlleva, la forma en que carga con su cruz,

le da muchas oportunidades —incluso bajo las circunstancias más

difíciles— para añadir a su vida un sentido más profundo. Puede

conservar su valor, su dignidad, su generosidad. O bien, en la

dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad

humana y ser poco más que un animal, tal como nos ha

recordado la psicología del prisionero en un campo de

concentración. Aquí reside la oportunidad que el hombre tiene de

aprovechar o de dejar pasar las ocasiones de alcanzar los méritos

que una situación difícil puede proporcionarle. Y lo que decide si

es merecedor de sus sufrimientos o no lo es.

No piensen que estas consideraciones son vanas o están muy

alejadas de la vida real. Es verdad que sólo unas cuantas

personas son capaces de alcanzar metas tan altas. De los

prisioneros, solamente unos pocos conservaron su libertad sin

menoscabo y consiguieron los méritos que les brindaba su

sufrimiento, pero aunque sea sólo uno el ejemplo, es prueba

suficiente de que la fortaleza íntima del hombre puede elevarle

por encima de su adverso sino. Y estos hombres no están

únicamente en los campos de concentración. Por doquier, el

hombre se enfrenta a su destino y tiene siempre oportunidad de

conseguir algo por vía del sufrimiento. Piénsese en el destino de

los enfermos, especialmente de los enfermos incurables. En una

ocasión, leí la carta escrita por un joven inválido, en la que a un

amigo le decía que acababa de saber que no viviría mucho tiempo

y que ni siquiera una operación podría aliviarle su sufrimiento.

Continuaba su carta diciendo que se acordaba de haber visto una

película sobre un hombre que esperaba su muerte con valor y

dignidad. Aquel muchacho pensó entonces que era una gran

victoria enfrentarse de este modo a la muerte y ahora —escribía—

el destino le brindaba a él una oportunidad similar.

Los que hace unos años vimos la película Resurrección —según

la novela de Tolstoi— no hubiéramos pensado nunca en un primer

momento que en ella se daban cita grandes destinos y grandes

hombres. En nuestro mundo no se daban tales situaciones por lo

que no había nunca oportunidad de alcanzar tamaña grandeza...

Al salir del cine fuimos al café más próximo, y, junto a una taza

de café y un bocadillo, nos olvidamos de los extraños

pensamientos metafísicos que por un momento habían cruzado

por nuestras mentes. Pero cuando también nosotros nos vimos

confrontados con un destino más grande e hicimos frente a la

decisión de superarlo con igual grandeza espiritual, habíamos

olvidado ya nuestras resoluciones juveniles, tan lejanas, y no

dimos la talla.

Quizás para algunos de nosotros llegue un día en que veamos

otra vez aquella película u otra análoga. Pero para entonces otras

muchas películas habrán pasado simultáneamente ante nuestros

ojos del alma; visiones de gentes que alcanzaron en sus vidas

metas más altas de las que puede mostrar una película

sentimental. Algunos detalles, de una muy especial e íntima

grandeza humana, acuden a mi mente; como la muerte de

aquella joven de la que yo fui testigo en un campo de

concentración. Es una historia sencilla; tiene poco que contar, y

tal vez pueda parecer invención, pero a mí me suena como un

poema.

Esta joven sabía que iba a morir a los pocos días; a pesar de

ello, cuando yo hablé con ella estaba muy animada.

"Estoy muy satisfecha de que el destino se haya cebado en mí

con tanta fuerza", me dijo. "En mi vida anterior yo era una niña

malcriada y no cumplía en serio con mis deberes espirituales."

Señalando a la ventana del barracón me dijo: "Aquel árbol es el

único amigo que tengo en esta soledad." A través de la ventana

podía ver justamente la rama de un castaño y en aquella rama

había dos brotes de capullos. "Muchas veces hablo con el árbol",

me dijo.

Yo estaba atónito y no sabía cómo tomar sus palabras.

¿Deliraba? ¿Sufría alucinaciones? Ansiosamente le pregunté si el

árbol le contestaba.

"Sí" ¿Y qué le decía? Respondió: "Me dice: 'Estoy aquí, estoy

aquí, yo soy la vida, la vida eterna." 


Hasta aquí po hoy con la lectura...continuamos mañana....

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