Irritabilidad
Aparte de su función como mecanismo de defensa, la apatía de
los prisioneros era también el resultado de otros factores. El
hambre y la falta de sueño contribuían a ella (al igual que ocurre
en la vida normal), así como la irritabilidad en general, que era
otra de las características del estado mental de los prisioneros. La
falta de sueño se debía en parte a la invasión de toda suerte de
bichos molestos que, debido a la falta de higiene y atención
sanitaria, infectaban los barracones tan terriblemente
superpoblados. El hecho de que no tomáramos ni una pizca de
nicotina o cafeína contribuía igualmente a nuestro estado de
apatía e irritabilidad.
Además de estas causas físicas, estaban también las mentales,
en forma de ciertos complejos. La mayoría de los prisioneros
sufrían de algún tipo de complejo de inferioridad. Todos nosotros
habíamos creído alguna vez que éramos "alguien" o al menos lo
habíamos imaginado. Pero ahora nos trataban como si no
fuéramos nadie, como si no existiéramos. (La conciencia del amor
propio está tan profundamente arraigada en las cosas más
elevadas y más espirituales, que no puede arrancarse ni viviendo
en un campo de concentración. ¿Pero cuántos hombres libres, por
no hablar de los prisioneros, lo poseen?) Sin mencionarlo, lo
cierto es que el prisionero medio se sentía terriblemente
degradado. Esto se hacía obvio al observar el contraste que
ofrecía la singular estructura sociológica del campo. Los
prisioneros más "prominentes", los "capos", los cocineros, los
intendentes, los policías del campo no se sentían, por lo general,
degradados en modo alguno, como se consideraban la mayoría de
los prisioneros, sino que al contrario se consideraban
¡promovidos! Algunos incluso alimentaban mínimas ilusiones de
grandeza. La reacción mental de la mayoría, envidiosa y quejosa,
hacia esta minoría favorecida se ponía de manifiesto de muchas
maneras, a veces en forma de chistes. Por ejemplo, una vez oí a
un prisionero hablarle a otro sobre un "Capo" y decirle:
"¡Figúrate! Conocí a ese hombre cuando sólo era presidente de un
gran banco. Ahora, el cargo de "capo" se le ha subido a la
cabeza." Siempre que la mayoría degradada y la minoría
promovida entraban en conflicto (y eran muchas las
oportunidades de que tal sucediera, empezando por el reparto de
la comida) los resultados eran explosivos. De suerte que la
irritabilidad general (cuyas causas físicas se analizaron antes) se
hacía más intensa cuando se le añadían estas tensiones mentales.
Nada tiene de sorprendente que la tensión abocara en una lucha
abierta. Dado que el prisionero observaba a diario escenas de
golpes, su impulso hacia la violencia había aumentado. Yo sentía
también que cerraba los puños y que la rabia me invadía cuando
tenía hambre y cansancio. Y el cansancio era mi estado normal,
ya que durante toda la noche teníamos que cebar la estufa, que
nos permitían tener en el barracón a causa de los enfermos de
tifus. No obstante, algunas de las horas más idílicas que he
pasado en mi vida ocurrieron en medio de la noche cuando todos
los demás deliraban o dormían y yo podía extenderme frente a la
estufa y asar unas cuantas patatas robadas en un fuego
alimentado con el carbón que sustraíamos. Pero al día siguiente
me sentía todavía más cansado, insensible e irritable.
Mientras trabajé como médico en el pabellón de los enfermos
de tifus, tuve que ocupar también el puesto de jefe del mismo, lo
que quería decir que ante las autoridades del campo era
responsable de su limpieza (si es que se puede utilizar el término
limpieza para describir aquella condición). El pretexto de la
inspección a la que con frecuencia nos sometían era más con
ánimo de torturarnos que por motivos de higiene. Mayor cantidad
de alimentos y unas cuantas medicinas nos hubieran ayudado
más, pero la única preocupación de los inspectores consistía en
ver si en el centro del pasillo había una brizna de paja o si las
mantas sucias, hechas andrajos e infectadas de piojos estaban
bien plegadas y remetidas a los pies de los pacientes. El destino
de los prisioneros no les preocupaba en absoluto. Si yo me
presentaba marcialmente con mi rapada cabeza descubierta y
chocando los talones informaba: "Barracón número VI/9; 52
pacientes, dos enfermeros ayudantes y un médico", se sentían
satisfechos. A renglón seguido se marchaban. Pero hasta que
llegaban —solían anunciar su visita con muchas horas de
antelación y muchas veces ni siquiera venían— me veía obligado
a mantener bien estiradas las mantas, a recoger todas las motas
de paja que caían de las literas y a gritar a los pobres diablos que
se revolvían en sus catres, amenazando con desbaratar mis
esfuerzos para conseguir la limpieza y pulcritud requeridas. La
apatía crecía sobre todo entre los pacientes febriles, de suerte
que no reaccionaban a nada si no se les gritaba. A veces fallaban
incluso los gritos y ello exigía un tremendo esfuerzo de
autocontrol para no golpearlos. La propia irritabilidad personal
adquiría proporciones inauditas cuando chocaba con la apatía de
otro, especialmente en los casos de peligro (por ejemplo, cuando
se avecinaba una inspección) que tenían su origen en ella.
La libertad interior
Tras este intento de presentación psicológica y explicación
psicopatológica de las características típicas del recluido en un
campo de concentración, se podría sacar la impresión de que el
ser humano es alguien completa e inevitablemente influido por su
entorno y (entendiéndose por entorno en este caso la singular
estructura del campo de concentración, que obligaba al prisionero
a adecuar su conducta a un determinado conjunto de pautas).
Pero, ¿y qué decir de la libertad humana? ¿No hay una libertad
espiritual con respecto a la conducta y a la reacción ante un
entorno dado? ¿Es cierta la teoría que nos enseña que el hombre
no es más que el producto de muchos factores ambientales
condicionantes, sean de naturaleza biológica, psicológica o
¡promovidos! Algunos incluso alimentaban mínimas ilusiones de
grandeza. La reacción mental de la mayoría, envidiosa y quejosa,
hacia esta minoría favorecida se ponía de manifiesto de muchas
maneras, a veces en forma de chistes. Por ejemplo, una vez oí a
un prisionero hablarle a otro sobre un "Capo" y decirle:
"¡Figúrate! Conocí a ese hombre cuando sólo era presidente de un
gran banco. Ahora, el cargo de "capo" se le ha subido a la
cabeza." Siempre que la mayoría degradada y la minoría
promovida entraban en conflicto (y eran muchas las
oportunidades de que tal sucediera, empezando por el reparto de
la comida) los resultados eran explosivos. De suerte que la
irritabilidad general (cuyas causas físicas se analizaron antes) se
hacía más intensa cuando se le añadían estas tensiones mentales.
Nada tiene de sorprendente que la tensión abocara en una lucha
abierta. Dado que el prisionero observaba a diario escenas de
golpes, su impulso hacia la violencia había aumentado. Yo sentía
también que cerraba los puños y que la rabia me invadía cuando
tenía hambre y cansancio. Y el cansancio era mi estado normal,
ya que durante toda la noche teníamos que cebar la estufa, que
nos permitían tener en el barracón a causa de los enfermos de
tifus. No obstante, algunas de las horas más idílicas que he
pasado en mi vida ocurrieron en medio de la noche cuando todos
los demás deliraban o dormían y yo podía extenderme frente a la
estufa y asar unas cuantas patatas robadas en un fuego
alimentado con el carbón que sustraíamos. Pero al día siguiente
me sentía todavía más cansado, insensible e irritable.
Mientras trabajé como médico en el pabellón de los enfermos
de tifus, tuve que ocupar también el puesto de jefe del mismo, lo
que quería decir que ante las autoridades del campo era
responsable de su limpieza (si es que se puede utilizar el término
limpieza para describir aquella condición). El pretexto de la
inspección a la que con frecuencia nos sometían era más con
ánimo de torturarnos que por motivos de higiene. Mayor cantidad
de alimentos y unas cuantas medicinas nos hubieran ayudado
más, pero la única preocupación de los inspectores consistía en
ver si en el centro del pasillo había una brizna de paja o si las
mantas sucias, hechas andrajos e infectadas de piojos estaban
bien plegadas y remetidas a los pies de los pacientes. El destino
de los prisioneros no les preocupaba en absoluto. Si yo me
presentaba marcialmente con mi rapada cabeza descubierta y
chocando los talones informaba: "Barracón número VI/9; 52
pacientes, dos enfermeros ayudantes y un médico", se sentían
satisfechos. A renglón seguido se marchaban. Pero hasta que
llegaban —solían anunciar su visita con muchas horas de
antelación y muchas veces ni siquiera venían— me veía obligado
a mantener bien estiradas las mantas, a recoger todas las motas
de paja que caían de las literas y a gritar a los pobres diablos que
se revolvían en sus catres, amenazando con desbaratar mis
esfuerzos para conseguir la limpieza y pulcritud requeridas. La
apatía crecía sobre todo entre los pacientes febriles, de suerte
que no reaccionaban a nada si no se les gritaba. A veces fallaban
incluso los gritos y ello exigía un tremendo esfuerzo de
autocontrol para no golpearlos. La propia irritabilidad personal
adquiría proporciones inauditas cuando chocaba con la apatía de
otro, especialmente en los casos de peligro (por ejemplo, cuando
se avecinaba una inspección) que tenían su origen en ella.
La libertad interior
Tras este intento de presentación psicológica y explicación
psicopatológica de las características típicas del recluido en un
campo de concentración, se podría sacar la impresión de que el
ser humano es alguien completa e inevitablemente influido por su
entorno y (entendiéndose por entorno en este caso la singular
estructura del campo de concentración, que obligaba al prisionero
a adecuar su conducta a un determinado conjunto de pautas).
Pero, ¿y qué decir de la libertad humana? ¿No hay una libertad
espiritual con respecto a la conducta y a la reacción ante un
entorno dado? ¿Es cierta la teoría que nos enseña que el hombre
no es más que el producto de muchos factores ambientales
condicionantes, sean de naturaleza biológica, psicológica o
sociológica? ¿El hombre es sólo un producto accidental de dichos
factores? Y, lo que es más importante, ¿las reacciones de los
prisioneros ante el mundo singular de un campo de concentración,
son una prueba de que el hombre no puede escapar a la
influencia de lo que le rodea? ¿Es que frente a tales circunstancias
no tiene posibilidad de elección?
Podemos contestar a todas estas preguntas en base a la
experiencia y también con arreglo a los principios. Las
experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre
tiene capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes,
algunos heroicos, los cuales prueban que puede vencerse la
apatía, eliminarse la irritabilidad. El hombre puede conservar un
vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso
en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física.
Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a
los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los
demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede
que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de
que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la
última de las libertades humanas —la elección de la actitud
personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su
propio camino.
Y allí, siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas
horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión
que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que
amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna;
que determinaban si uno iba o no iba a ser el juguete de las
circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, para
dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico.
Visto desde este ángulo, las reacciones mentales de los
internados en un campo dé concentración deben parecemos la
simple expresión de determinadas condiciones físicas y
sociológicas. Aun cuando condiciones tales como la falta de
sueño, la alimentación insuficiente y las diversas tensiones
mentales pueden llevar a creer que los reclusos se veían
obligados a reaccionar de cierto modo, en un análisis último se
hace patente que el tipo de persona en que se convertía un
prisionero era el resultado de una decisión íntima y no
únicamente producto de la influencia del campo.
Fundamentalmente, pues, cualquier hombre podía, incluso bajo
tales circunstancias, decidir lo que sería de él —mental y
espiritualmente—, pues aún en un campo de concentración puede
conservar su dignidad humana. Dostoyevski dijo en una ocasión:
"Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos" y estas
palabras retornaban una y otra vez a mi mente cuando conocí a
aquellos mártires cuya conducta en el campo, cuyo sufrimiento y
muerte, testimoniaban el hecho de que la libertad íntima nunca se
pierde. Puede decirse que fueron dignos de sus sufrimientos y la
forma en que los soportaron fue un logro interior genuino. Es esta
libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, lo que hace
que la vida tenga sentido y propósito.
Una vida activa sirve a la intencionalidad de dar al hombre una
oportunidad para comprender sus méritos en la labor creativa,
mientras que una vida pasiva de simple goce le ofrece la
oportunidad de obtener la plenitud experimentando la belleza, el
arte o la naturaleza. Pero también es positiva la vida que está casi
vacía tanto de creación como de gozo y que admite una sola
posibilidad de conducta; a saber, la actitud del hombre hacia su
existencia, una existencia restringida por fuerzas que le son
ajenas. A este hombre le están prohibidas tanto la vida creativa
como la existencia de goce, pero no sólo son significativas la
creatividad y el goce; todos los aspectos de la vida son
igualmente significativos, de modo que el sufrimiento tiene que
serlo también. El sufrimiento es un aspecto de la vida que no
puede erradicarse, como no pueden apartarse el destino o la
muerte. Sin todos ellos la vida no es completa.
La máxima preocupación de los prisioneros se resumía en una
pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De lo
contrario, todos estos sufrimientos carecerían de sentido. La
pregunta que a mí, personalmente, me angustiaba era esta otra:
¿Tiene algún sentido todo este sufrimiento, todas estas muertes?
Si carecen de sentido, entonces tampoco lo tiene sobrevivir al
internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera
en superarla o sucumbir, una vida, por tanto, cuyo sentidodependiera, en última instancia, de la casualidad no merecería en
absoluto la pena de ser vivida.
El destino, un regalo
El modo en que un hombre acepta su destino y todo el
sufrimiento que éste conlleva, la forma en que carga con su cruz,
le da muchas oportunidades —incluso bajo las circunstancias más
difíciles— para añadir a su vida un sentido más profundo. Puede
conservar su valor, su dignidad, su generosidad. O bien, en la
dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad
humana y ser poco más que un animal, tal como nos ha
recordado la psicología del prisionero en un campo de
concentración. Aquí reside la oportunidad que el hombre tiene de
aprovechar o de dejar pasar las ocasiones de alcanzar los méritos
que una situación difícil puede proporcionarle. Y lo que decide si
es merecedor de sus sufrimientos o no lo es.
No piensen que estas consideraciones son vanas o están muy
alejadas de la vida real. Es verdad que sólo unas cuantas
personas son capaces de alcanzar metas tan altas. De los
prisioneros, solamente unos pocos conservaron su libertad sin
menoscabo y consiguieron los méritos que les brindaba su
sufrimiento, pero aunque sea sólo uno el ejemplo, es prueba
suficiente de que la fortaleza íntima del hombre puede elevarle
por encima de su adverso sino. Y estos hombres no están
únicamente en los campos de concentración. Por doquier, el
hombre se enfrenta a su destino y tiene siempre oportunidad de
conseguir algo por vía del sufrimiento. Piénsese en el destino de
los enfermos, especialmente de los enfermos incurables. En una
ocasión, leí la carta escrita por un joven inválido, en la que a un
amigo le decía que acababa de saber que no viviría mucho tiempo
y que ni siquiera una operación podría aliviarle su sufrimiento.
Continuaba su carta diciendo que se acordaba de haber visto una
película sobre un hombre que esperaba su muerte con valor y
dignidad. Aquel muchacho pensó entonces que era una gran
victoria enfrentarse de este modo a la muerte y ahora —escribía—
el destino le brindaba a él una oportunidad similar.
Los que hace unos años vimos la película Resurrección —según
la novela de Tolstoi— no hubiéramos pensado nunca en un primer
momento que en ella se daban cita grandes destinos y grandes
hombres. En nuestro mundo no se daban tales situaciones por lo
que no había nunca oportunidad de alcanzar tamaña grandeza...
Al salir del cine fuimos al café más próximo, y, junto a una taza
de café y un bocadillo, nos olvidamos de los extraños
pensamientos metafísicos que por un momento habían cruzado
por nuestras mentes. Pero cuando también nosotros nos vimos
confrontados con un destino más grande e hicimos frente a la
decisión de superarlo con igual grandeza espiritual, habíamos
olvidado ya nuestras resoluciones juveniles, tan lejanas, y no
dimos la talla.
Quizás para algunos de nosotros llegue un día en que veamos
otra vez aquella película u otra análoga. Pero para entonces otras
muchas películas habrán pasado simultáneamente ante nuestros
ojos del alma; visiones de gentes que alcanzaron en sus vidas
metas más altas de las que puede mostrar una película
sentimental. Algunos detalles, de una muy especial e íntima
grandeza humana, acuden a mi mente; como la muerte de
aquella joven de la que yo fui testigo en un campo de
concentración. Es una historia sencilla; tiene poco que contar, y
tal vez pueda parecer invención, pero a mí me suena como un
poema.
Esta joven sabía que iba a morir a los pocos días; a pesar de
ello, cuando yo hablé con ella estaba muy animada.
"Estoy muy satisfecha de que el destino se haya cebado en mí
con tanta fuerza", me dijo. "En mi vida anterior yo era una niña
malcriada y no cumplía en serio con mis deberes espirituales."
Señalando a la ventana del barracón me dijo: "Aquel árbol es el
único amigo que tengo en esta soledad." A través de la ventana
podía ver justamente la rama de un castaño y en aquella rama
había dos brotes de capullos. "Muchas veces hablo con el árbol",
me dijo.
Yo estaba atónito y no sabía cómo tomar sus palabras.
¿Deliraba? ¿Sufría alucinaciones? Ansiosamente le pregunté si el
factores? Y, lo que es más importante, ¿las reacciones de los
prisioneros ante el mundo singular de un campo de concentración,
son una prueba de que el hombre no puede escapar a la
influencia de lo que le rodea? ¿Es que frente a tales circunstancias
no tiene posibilidad de elección?
Podemos contestar a todas estas preguntas en base a la
experiencia y también con arreglo a los principios. Las
experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre
tiene capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes,
algunos heroicos, los cuales prueban que puede vencerse la
apatía, eliminarse la irritabilidad. El hombre puede conservar un
vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso
en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física.
Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a
los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los
demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede
que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de
que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la
última de las libertades humanas —la elección de la actitud
personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su
propio camino.
Y allí, siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas
horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión
que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que
amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna;
que determinaban si uno iba o no iba a ser el juguete de las
circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, para
dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico.
Visto desde este ángulo, las reacciones mentales de los
internados en un campo dé concentración deben parecemos la
simple expresión de determinadas condiciones físicas y
sociológicas. Aun cuando condiciones tales como la falta de
sueño, la alimentación insuficiente y las diversas tensiones
mentales pueden llevar a creer que los reclusos se veían
obligados a reaccionar de cierto modo, en un análisis último se
hace patente que el tipo de persona en que se convertía un
prisionero era el resultado de una decisión íntima y no
únicamente producto de la influencia del campo.
Fundamentalmente, pues, cualquier hombre podía, incluso bajo
tales circunstancias, decidir lo que sería de él —mental y
espiritualmente—, pues aún en un campo de concentración puede
conservar su dignidad humana. Dostoyevski dijo en una ocasión:
"Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos" y estas
palabras retornaban una y otra vez a mi mente cuando conocí a
aquellos mártires cuya conducta en el campo, cuyo sufrimiento y
muerte, testimoniaban el hecho de que la libertad íntima nunca se
pierde. Puede decirse que fueron dignos de sus sufrimientos y la
forma en que los soportaron fue un logro interior genuino. Es esta
libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, lo que hace
que la vida tenga sentido y propósito.
Una vida activa sirve a la intencionalidad de dar al hombre una
oportunidad para comprender sus méritos en la labor creativa,
mientras que una vida pasiva de simple goce le ofrece la
oportunidad de obtener la plenitud experimentando la belleza, el
arte o la naturaleza. Pero también es positiva la vida que está casi
vacía tanto de creación como de gozo y que admite una sola
posibilidad de conducta; a saber, la actitud del hombre hacia su
existencia, una existencia restringida por fuerzas que le son
ajenas. A este hombre le están prohibidas tanto la vida creativa
como la existencia de goce, pero no sólo son significativas la
creatividad y el goce; todos los aspectos de la vida son
igualmente significativos, de modo que el sufrimiento tiene que
serlo también. El sufrimiento es un aspecto de la vida que no
puede erradicarse, como no pueden apartarse el destino o la
muerte. Sin todos ellos la vida no es completa.
La máxima preocupación de los prisioneros se resumía en una
pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De lo
contrario, todos estos sufrimientos carecerían de sentido. La
pregunta que a mí, personalmente, me angustiaba era esta otra:
¿Tiene algún sentido todo este sufrimiento, todas estas muertes?
Si carecen de sentido, entonces tampoco lo tiene sobrevivir al
internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera
en superarla o sucumbir, una vida, por tanto, cuyo sentidodependiera, en última instancia, de la casualidad no merecería en
absoluto la pena de ser vivida.
El destino, un regalo
El modo en que un hombre acepta su destino y todo el
sufrimiento que éste conlleva, la forma en que carga con su cruz,
le da muchas oportunidades —incluso bajo las circunstancias más
difíciles— para añadir a su vida un sentido más profundo. Puede
conservar su valor, su dignidad, su generosidad. O bien, en la
dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad
humana y ser poco más que un animal, tal como nos ha
recordado la psicología del prisionero en un campo de
concentración. Aquí reside la oportunidad que el hombre tiene de
aprovechar o de dejar pasar las ocasiones de alcanzar los méritos
que una situación difícil puede proporcionarle. Y lo que decide si
es merecedor de sus sufrimientos o no lo es.
No piensen que estas consideraciones son vanas o están muy
alejadas de la vida real. Es verdad que sólo unas cuantas
personas son capaces de alcanzar metas tan altas. De los
prisioneros, solamente unos pocos conservaron su libertad sin
menoscabo y consiguieron los méritos que les brindaba su
sufrimiento, pero aunque sea sólo uno el ejemplo, es prueba
suficiente de que la fortaleza íntima del hombre puede elevarle
por encima de su adverso sino. Y estos hombres no están
únicamente en los campos de concentración. Por doquier, el
hombre se enfrenta a su destino y tiene siempre oportunidad de
conseguir algo por vía del sufrimiento. Piénsese en el destino de
los enfermos, especialmente de los enfermos incurables. En una
ocasión, leí la carta escrita por un joven inválido, en la que a un
amigo le decía que acababa de saber que no viviría mucho tiempo
y que ni siquiera una operación podría aliviarle su sufrimiento.
Continuaba su carta diciendo que se acordaba de haber visto una
película sobre un hombre que esperaba su muerte con valor y
dignidad. Aquel muchacho pensó entonces que era una gran
victoria enfrentarse de este modo a la muerte y ahora —escribía—
el destino le brindaba a él una oportunidad similar.
Los que hace unos años vimos la película Resurrección —según
la novela de Tolstoi— no hubiéramos pensado nunca en un primer
momento que en ella se daban cita grandes destinos y grandes
hombres. En nuestro mundo no se daban tales situaciones por lo
que no había nunca oportunidad de alcanzar tamaña grandeza...
Al salir del cine fuimos al café más próximo, y, junto a una taza
de café y un bocadillo, nos olvidamos de los extraños
pensamientos metafísicos que por un momento habían cruzado
por nuestras mentes. Pero cuando también nosotros nos vimos
confrontados con un destino más grande e hicimos frente a la
decisión de superarlo con igual grandeza espiritual, habíamos
olvidado ya nuestras resoluciones juveniles, tan lejanas, y no
dimos la talla.
Quizás para algunos de nosotros llegue un día en que veamos
otra vez aquella película u otra análoga. Pero para entonces otras
muchas películas habrán pasado simultáneamente ante nuestros
ojos del alma; visiones de gentes que alcanzaron en sus vidas
metas más altas de las que puede mostrar una película
sentimental. Algunos detalles, de una muy especial e íntima
grandeza humana, acuden a mi mente; como la muerte de
aquella joven de la que yo fui testigo en un campo de
concentración. Es una historia sencilla; tiene poco que contar, y
tal vez pueda parecer invención, pero a mí me suena como un
poema.
Esta joven sabía que iba a morir a los pocos días; a pesar de
ello, cuando yo hablé con ella estaba muy animada.
"Estoy muy satisfecha de que el destino se haya cebado en mí
con tanta fuerza", me dijo. "En mi vida anterior yo era una niña
malcriada y no cumplía en serio con mis deberes espirituales."
Señalando a la ventana del barracón me dijo: "Aquel árbol es el
único amigo que tengo en esta soledad." A través de la ventana
podía ver justamente la rama de un castaño y en aquella rama
había dos brotes de capullos. "Muchas veces hablo con el árbol",
me dijo.
Yo estaba atónito y no sabía cómo tomar sus palabras.
¿Deliraba? ¿Sufría alucinaciones? Ansiosamente le pregunté si el
árbol le contestaba.
"Sí" ¿Y qué le decía? Respondió: "Me dice: 'Estoy aquí, estoy
aquí, yo soy la vida, la vida eterna."
"Sí" ¿Y qué le decía? Respondió: "Me dice: 'Estoy aquí, estoy
aquí, yo soy la vida, la vida eterna."
Hasta aquí po hoy con la lectura...continuamos mañana....
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