Continuamos con esta historia tan dura y tan esperanzadora a la vez....recordá que si quieres descargar el libro completo lo puedes hacer con el siguiente link...https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf
...mientras tanto seguiremos leyéndo juntos.
"El hambre
Debido al alto grado de desnutrición que los prisioneros
sufrían, era natural que el deseo de procurarse alimentos fuera el
instinto más primitivo en torno al cual se centraba la vida mental.
Observemos a la mayoría de los prisioneros que trabajan uno
junto a otro y a quienes, por una vez, no vigilan de cerca.
Inmediatamente empiezan a hablar sobre la comida. Un
prisionero le pregunta al que trabaja junto a él en la zanja cuál es
su plato preferido. Intercambiarán recetas y planearán un menú
para el día en que se reúnan: el día de un futuro distante en que
sean liberados y regresen a casa. Y así seguirán y seguirán,
describiendo con todo detalle, hasta que de pronto una
advertencia se irá transmitiendo, normalmente en forma de
consigna o número de contraseña: "el guardia se acerca".
Siempre consideré las charlas sobre comida muy peligrosas.
¿Acaso no es una equivocación provocar al organismo con
aquellas descripciones tan detalladas y delicadas cuando ya ha
conseguido adaptarse de algún modo a las ínfimas raciones y a
las escasas calorías? Aunque de momento puedan parecer un
alivio psicológico, se trata de una ilusión, que psicológicamente, y
sin ninguna duda, no está exenta de peligro.
Durante la última parte de nuestro encarcelamiento, la dieta
diaria consistía en una única ración de sopa aguada y un
pequeñísimo pedazo de pan. Se nos repartía, además, una
"entrega extra" consistente en 20 gr de margarina o una rodaja
de salchicha de baja calidad o un pequeño trozo de queso o una
pizca de algo que pretendía ser miel o una cucharada de jalea
aguada, cada día una cosa. Una dieta absolutamente inapropiada
en cuanto a calorías, sobre todo teniendo en cuenta nuestro
pesado trabajo manual y nuestra continua exposición a la
intemperie con ropas inadecuadas.
Los enfermos que "necesitaban cuidados especiales" —es
decir, a los que permitían quedarse en el barracón en vez de ir a
trabajar— estaban todavía en peores condiciones. Cuando
desaparecieron por completo las últimas capas de grasa
subcutánea y parecíamos esqueletos disfrazados con pellejos y
andrajos, comenzamos a observar cómo nuestros cuerpos se
devoraban a sí mismos. El organismo digería sus propias
proteínas y los músculos desaparecían; al cuerpo no le quedaba
ningún poder de resistencia. Uno tras otro, los miembros de
nuestra pequeña comunidad del barracón morían. Cada uno de
nosotros podía calcular con toda precisión quién sería el próximo
y cuándo le tocaría a él. Tras muchas observaciones conocíamos
bien los síntomas, lo que hacía que nuestros pronósticos fuesen
siempre acertados. "No va a durar mucho", o "él es el próximo"
nos susurrábamos entre nosotros, y cuando en el curso de
nuestra diaria búsqueda de piojos, veíamos nuestros propios
cuerpos desnudos, llegada la noche, pensábamos algo así: Este
cuerpo, mi cuerpo, es ya un cadáver, ¿qué ha sido de mí? No soy
más que una pequeña parte de una gran masa de carne
humana... de una masa encerrada tras la alambrada de espinas,
agolpada en unos cuantos barracones de tierra. Una masa de la
cual día tras día va descomponiéndose un porcentaje porque ya
no tiene vida.
Ya he mencionado hasta qué punto no se podían olvidar los
pensamientos sobre platos favoritos que se introducían a la fuerza
en la conciencia del prisionero, en cuanto tenía un instante de
asueto. Tal vez pueda entenderse, pues, que aun el más fuerte de
nosotros soñara con un futuro en el que tendría buenos alimentos
y en cantidad, no por el hecho de la comida en sí, sino por el
gusto de saber que la existencia infrahumana que nos hacía
incapaces de pensar en otra cosa que no fuera comida se acabaría
por fin de una vez.
Los que no hayan pasado por una experiencia similar
difícilmente pueden concebir el conflicto mental destructor del
alma ni los conflictos de la fuerza de voluntad que experimenta un
hombre hambriento. Difícilmente pueden aprehender lo que
significa permanecer de pie cavando una trinchera, sin oír otra
cosa que la sirena anunciando las 9,30 o las 10 de la mañana —la
media hora de descanso para almorzar— cuando se repartía el
pan (si es que lo había); preguntando una y otra vez al capitán —
si éste no era un tipo excesivamente desagradable— qué hora
era; tocar después con cariño un trozo de pan en el bolsillo,
cogiéndolo primero con los dedos helados, sin guantes, partiendo
después una migaja, llevársela a la boca para, finalmente, con un
último esfuerzo de voluntad, guardársela otra vez en el bolsillo,
prometiéndose a uno mismo aquella mañana que lo conservaría
hasta mediodía.
Podíamos sostener discusiones inacabables sobre la sensatez o
insensatez de los métodos utilizados para conservar la ración
diaria de pan que durante la última época de nuestro
confinamiento sólo se nos entregaba una vez al día. Había dos
escuelas de pensamiento: una era partidaria de comerse la ración
de pan inmediatamente. Esto tenía la doble ventaja de satisfacer
los peores retortijones del hambre, los más dolorosos, durante un
breve período de tiempo, al menos una vez al día, e impedía
posibles robos o la pérdida de la ración. El segundo grupo
sostenía que era mejor dividir la porción y utilizaba diversos
argumentos. Finalmente yo engrosé las filas de este último grupo.
El momento más terrible de las 24 horas de la vida en un
campo de concentración era el despertar, cuando, todavía de
noche, los tres agudos pitidos de un silbato nos arrancaban sin
piedad de nuestro dormir exhausto y de las añoranzas de
nuestros sueños. Empezábamos entonces a luchar con nuestros
zapatos mojados en los que a duras penas podíamos meter los
pies, llagados e hinchados por el edema. Y entonces venían los
Debido al alto grado de desnutrición que los prisioneros
sufrían, era natural que el deseo de procurarse alimentos fuera el
instinto más primitivo en torno al cual se centraba la vida mental.
Observemos a la mayoría de los prisioneros que trabajan uno
junto a otro y a quienes, por una vez, no vigilan de cerca.
Inmediatamente empiezan a hablar sobre la comida. Un
prisionero le pregunta al que trabaja junto a él en la zanja cuál es
su plato preferido. Intercambiarán recetas y planearán un menú
para el día en que se reúnan: el día de un futuro distante en que
sean liberados y regresen a casa. Y así seguirán y seguirán,
describiendo con todo detalle, hasta que de pronto una
advertencia se irá transmitiendo, normalmente en forma de
consigna o número de contraseña: "el guardia se acerca".
Siempre consideré las charlas sobre comida muy peligrosas.
¿Acaso no es una equivocación provocar al organismo con
aquellas descripciones tan detalladas y delicadas cuando ya ha
conseguido adaptarse de algún modo a las ínfimas raciones y a
las escasas calorías? Aunque de momento puedan parecer un
alivio psicológico, se trata de una ilusión, que psicológicamente, y
sin ninguna duda, no está exenta de peligro.
Durante la última parte de nuestro encarcelamiento, la dieta
diaria consistía en una única ración de sopa aguada y un
pequeñísimo pedazo de pan. Se nos repartía, además, una
"entrega extra" consistente en 20 gr de margarina o una rodaja
de salchicha de baja calidad o un pequeño trozo de queso o una
pizca de algo que pretendía ser miel o una cucharada de jalea
aguada, cada día una cosa. Una dieta absolutamente inapropiada
en cuanto a calorías, sobre todo teniendo en cuenta nuestro
pesado trabajo manual y nuestra continua exposición a la
intemperie con ropas inadecuadas.
Los enfermos que "necesitaban cuidados especiales" —es
decir, a los que permitían quedarse en el barracón en vez de ir a
trabajar— estaban todavía en peores condiciones. Cuando
desaparecieron por completo las últimas capas de grasa
subcutánea y parecíamos esqueletos disfrazados con pellejos y
andrajos, comenzamos a observar cómo nuestros cuerpos se
devoraban a sí mismos. El organismo digería sus propias
proteínas y los músculos desaparecían; al cuerpo no le quedaba
ningún poder de resistencia. Uno tras otro, los miembros de
nuestra pequeña comunidad del barracón morían. Cada uno de
nosotros podía calcular con toda precisión quién sería el próximo
y cuándo le tocaría a él. Tras muchas observaciones conocíamos
bien los síntomas, lo que hacía que nuestros pronósticos fuesen
siempre acertados. "No va a durar mucho", o "él es el próximo"
nos susurrábamos entre nosotros, y cuando en el curso de
nuestra diaria búsqueda de piojos, veíamos nuestros propios
cuerpos desnudos, llegada la noche, pensábamos algo así: Este
cuerpo, mi cuerpo, es ya un cadáver, ¿qué ha sido de mí? No soy
más que una pequeña parte de una gran masa de carne
humana... de una masa encerrada tras la alambrada de espinas,
agolpada en unos cuantos barracones de tierra. Una masa de la
cual día tras día va descomponiéndose un porcentaje porque ya
no tiene vida.
Ya he mencionado hasta qué punto no se podían olvidar los
pensamientos sobre platos favoritos que se introducían a la fuerza
en la conciencia del prisionero, en cuanto tenía un instante de
asueto. Tal vez pueda entenderse, pues, que aun el más fuerte de
nosotros soñara con un futuro en el que tendría buenos alimentos
y en cantidad, no por el hecho de la comida en sí, sino por el
gusto de saber que la existencia infrahumana que nos hacía
incapaces de pensar en otra cosa que no fuera comida se acabaría
por fin de una vez.
Los que no hayan pasado por una experiencia similar
difícilmente pueden concebir el conflicto mental destructor del
alma ni los conflictos de la fuerza de voluntad que experimenta un
hombre hambriento. Difícilmente pueden aprehender lo que
significa permanecer de pie cavando una trinchera, sin oír otra
cosa que la sirena anunciando las 9,30 o las 10 de la mañana —la
media hora de descanso para almorzar— cuando se repartía el
pan (si es que lo había); preguntando una y otra vez al capitán —
si éste no era un tipo excesivamente desagradable— qué hora
era; tocar después con cariño un trozo de pan en el bolsillo,
cogiéndolo primero con los dedos helados, sin guantes, partiendo
después una migaja, llevársela a la boca para, finalmente, con un
último esfuerzo de voluntad, guardársela otra vez en el bolsillo,
prometiéndose a uno mismo aquella mañana que lo conservaría
hasta mediodía.
Podíamos sostener discusiones inacabables sobre la sensatez o
insensatez de los métodos utilizados para conservar la ración
diaria de pan que durante la última época de nuestro
confinamiento sólo se nos entregaba una vez al día. Había dos
escuelas de pensamiento: una era partidaria de comerse la ración
de pan inmediatamente. Esto tenía la doble ventaja de satisfacer
los peores retortijones del hambre, los más dolorosos, durante un
breve período de tiempo, al menos una vez al día, e impedía
posibles robos o la pérdida de la ración. El segundo grupo
sostenía que era mejor dividir la porción y utilizaba diversos
argumentos. Finalmente yo engrosé las filas de este último grupo.
El momento más terrible de las 24 horas de la vida en un
campo de concentración era el despertar, cuando, todavía de
noche, los tres agudos pitidos de un silbato nos arrancaban sin
piedad de nuestro dormir exhausto y de las añoranzas de
nuestros sueños. Empezábamos entonces a luchar con nuestros
zapatos mojados en los que a duras penas podíamos meter los
pies, llagados e hinchados por el edema. Y entonces venían los
lamentos y quejidos de costumbre por los pequeños fastidios,
tales como enganchar los alambres que reemplazaban a los
cordones. Una mañana vi a un prisionero, al que tenía por
valiente y digno, llorar como un crío porque tenía que ir por los
caminos nevados con los pies desnudos, al haberse encogido sus
zapatos demasiado como para poderlos llevar. En aquellos fatales
minutos yo gozaba de un mínimo alivio; me sacaba del bolsillo un
trozo de pan que había guardado la noche anterior y lo masticaba
absorto en un puro deleite.
Sexualidad
La desnutrición, además de ser causa de la preocupación
general por la comida, probablemente explica también el hecho
de que el deseo sexual brillara por su ausencia. Aparte de los
efectos del shock inicial, ésta parece ser la única explicación del
fenómeno que un psicólogo se veía obligado a observar en
aquellos campos sólo de hombres: que, en oposición a otros
establecimientos estrictamente masculinos —como los barracones
del ejército— la perversión sexual era mínima. Incluso en sueños,
el prisionero se ocupaba muy poco del sexo, aun cuando según el
psicoanálisis "los instintos inhibidos", es decir, el deseo sexual del
prisionero junto con otras emociones deberían manifestarse de
forma muy especial en los sueños.
Ausencia de sentimentalismo
En la mayoría de los prisioneros, la vida primitiva y el esfuerce
de tener que concentrarse precisamente en salvar el pellejo
llevaba a un abandono total de lo que no sirviera a tal propósito,
lo que explicaba la ausencia total de sentimentalismo en los
prisioneros. Esto lo experimenté por mí mismo cuando me
trasladaron desde Auschwitz a Dachau. El tren que conducía a
unos 2000 prisioneros atravesó Viena. Era a eso de la medianoche
cuando pasamos por una de las estaciones de la ciudad. Las vías
nos acercaban a la calle donde yo nací, a la casa donde yo había
vivido tantos años, en realidad hasta que caí prisionero. Éramos
cincuenta prisioneros en aquel vagón, que tenía dos pequeñas
mirillas enrejadas. Tan solo había sitio para que un grupo se
sentara en cuclillas en el suelo, mientras que el resto —que debía
permanecer horas y horas de pie— se agolpaba en torno a los
ventanucos. Alzándome de puntillas y mirando desde atrás por
encima de las cabezas de los otros, por entre los barrotes de los
ventanucos, tuve una visión fantasmagórica de mi ciudad natal.
Todos nos sentíamos más muertos que vivos, pues pensábamos
que nuestro transporte se dirigía al campo de Mauthausen y sólo
nos restaban una o dos semanas de vida. Tuve la inequívoca
sensación de estar viendo las calles, las plazas y la casa de mi
niñez con los ojos de un muerto que volviera del otro mundo para
contemplar una ciudad fantasma. Varias horas después, el tren
salió de la estación y allí estaba la calle, ¡mi calle! Los jóvenes
que ya habían pasado años en un campo de concentración y para
quienes el viaje constituía un acontecimiento escudriñaban el
paisaje a través de las mirillas. Les supliqué, les rogué que me
dejasen pasar delante aunque fuera sólo un momento. Intenté
explicarles cuánto significaba para mí en este momento mirar por
el ventanuco, pero mis súplicas fueron desechadas con rudeza y
cinismo: "¿Qué has vivido ahí tantos años? Bueno, entonces ya lo
tienes demasiado visto."
Política y religión
Esta ausencia de sentimientos en los prisioneros "con
experiencia" es uno de los fenómenos que mejor expresan esa
desvalorización de todo lo que no redunde en interés de la
conservación de la propia vida. Todo lo demás el prisionero lo
consideraba un lujo superfino. En general, en el campo sufríamos
también de "hibernación cultural", con sólo dos excepciones: la
política y la religión: todo el campo hablaba, casi continuamente,
de política; las discusiones surgían ante todo de rumores que se
cazaban al vuelo y se transmitían con ansia. Los rumores sobre la
situación militar casi siempre eran contradictorios. Se sucedían
tales como enganchar los alambres que reemplazaban a los
cordones. Una mañana vi a un prisionero, al que tenía por
valiente y digno, llorar como un crío porque tenía que ir por los
caminos nevados con los pies desnudos, al haberse encogido sus
zapatos demasiado como para poderlos llevar. En aquellos fatales
minutos yo gozaba de un mínimo alivio; me sacaba del bolsillo un
trozo de pan que había guardado la noche anterior y lo masticaba
absorto en un puro deleite.
Sexualidad
La desnutrición, además de ser causa de la preocupación
general por la comida, probablemente explica también el hecho
de que el deseo sexual brillara por su ausencia. Aparte de los
efectos del shock inicial, ésta parece ser la única explicación del
fenómeno que un psicólogo se veía obligado a observar en
aquellos campos sólo de hombres: que, en oposición a otros
establecimientos estrictamente masculinos —como los barracones
del ejército— la perversión sexual era mínima. Incluso en sueños,
el prisionero se ocupaba muy poco del sexo, aun cuando según el
psicoanálisis "los instintos inhibidos", es decir, el deseo sexual del
prisionero junto con otras emociones deberían manifestarse de
forma muy especial en los sueños.
Ausencia de sentimentalismo
En la mayoría de los prisioneros, la vida primitiva y el esfuerce
de tener que concentrarse precisamente en salvar el pellejo
llevaba a un abandono total de lo que no sirviera a tal propósito,
lo que explicaba la ausencia total de sentimentalismo en los
prisioneros. Esto lo experimenté por mí mismo cuando me
trasladaron desde Auschwitz a Dachau. El tren que conducía a
unos 2000 prisioneros atravesó Viena. Era a eso de la medianoche
cuando pasamos por una de las estaciones de la ciudad. Las vías
nos acercaban a la calle donde yo nací, a la casa donde yo había
vivido tantos años, en realidad hasta que caí prisionero. Éramos
cincuenta prisioneros en aquel vagón, que tenía dos pequeñas
mirillas enrejadas. Tan solo había sitio para que un grupo se
sentara en cuclillas en el suelo, mientras que el resto —que debía
permanecer horas y horas de pie— se agolpaba en torno a los
ventanucos. Alzándome de puntillas y mirando desde atrás por
encima de las cabezas de los otros, por entre los barrotes de los
ventanucos, tuve una visión fantasmagórica de mi ciudad natal.
Todos nos sentíamos más muertos que vivos, pues pensábamos
que nuestro transporte se dirigía al campo de Mauthausen y sólo
nos restaban una o dos semanas de vida. Tuve la inequívoca
sensación de estar viendo las calles, las plazas y la casa de mi
niñez con los ojos de un muerto que volviera del otro mundo para
contemplar una ciudad fantasma. Varias horas después, el tren
salió de la estación y allí estaba la calle, ¡mi calle! Los jóvenes
que ya habían pasado años en un campo de concentración y para
quienes el viaje constituía un acontecimiento escudriñaban el
paisaje a través de las mirillas. Les supliqué, les rogué que me
dejasen pasar delante aunque fuera sólo un momento. Intenté
explicarles cuánto significaba para mí en este momento mirar por
el ventanuco, pero mis súplicas fueron desechadas con rudeza y
cinismo: "¿Qué has vivido ahí tantos años? Bueno, entonces ya lo
tienes demasiado visto."
Política y religión
Esta ausencia de sentimientos en los prisioneros "con
experiencia" es uno de los fenómenos que mejor expresan esa
desvalorización de todo lo que no redunde en interés de la
conservación de la propia vida. Todo lo demás el prisionero lo
consideraba un lujo superfino. En general, en el campo sufríamos
también de "hibernación cultural", con sólo dos excepciones: la
política y la religión: todo el campo hablaba, casi continuamente,
de política; las discusiones surgían ante todo de rumores que se
cazaban al vuelo y se transmitían con ansia. Los rumores sobre la
situación militar casi siempre eran contradictorios. Se sucedían
con rapidez y lo único que conseguían era azuzar la guerra de
nervios que agitaba las mentes de todos los prisioneros. Una y
otra vez se desvanecían las esperanzas de que la guerra acabara
con celeridad, esperanzas avivadas por rumores optimistas.
Algunos hombres perdían toda esperanza, pero siempre había
optimistas incorregibles que eran los compañeros más irritantes.
Cuando los prisioneros sentían inquietudes religiosas, éstas
eran las más sinceras que cabe imaginar y, muy a menudo, el
recién llegado quedaba sorprendido y admirado por la
profundidad y la fuerza de las creencias religiosas. A este
respecto lo más impresionante eran las oraciones o los servicios
religiosos improvisados en el rincón de un barracón o en la
oscuridad del camión de ganado en que nos llevaban de vuelta al
campo desde el lejano lugar de trabajo, cansados, hambrientos y
helados bajo nuestras ropas harapientas.
Durante el invierno y la primavera de 1945 se produjo un
brote de tifus que afectó a casi todos los prisioneros. El índice de
mortalidad fue elevado entre los más débiles, quienes habían de
continuar trabajando hasta el límite de sus fuerzas. Los chamizos
de los enfermos carecían de las mínimas condiciones, apenas
teníamos medicamentos ni personal sanitario. Algunos de los
síntomas de la enfermedad eran muy desagradables: una
aversión irreprimible a cualquier migaja de comida (lo que
constituía un peligro más para la vida) y terribles ataques de
delirio. El peor de los casos de delirio lo sufrió un amigo mío que
creía que se estaba muriendo y al intentar rezar era incapaz de
encontrar las palabras. Para evitar estos ataques yo y muchos
otros intentábamos permanecer despiertos la mayor parte de la
noche. Durante horas redactaba discursos mentalmente. En un
momento dado, empecé a reconstruir el manuscrito que había
perdido en la cámara de desinfección de Auschwitz y, en
taquigrafía, garabateé las palabras clave en trozos de papel
diminutos.
Una sesión de espiritismo
De vez en cuando se suscitaba una discusión científica y en
una ocasión presencié algo que jamás había visto durante mi vida
normal, aun cuando, tangencialmente, se relacionaba con mis
intereses científicos: una sesión de espiritismo. Me invitó el
médico jefe del campo (prisionero también), quien sabía que yo
era psiquiatra. La reunión tuvo lugar en su pequeño despacho de
la enfermería. Se había formado un pequeño círculo de personas
entre los que se encontraba, de modo totalmente
antirreglamentario, el oficial de seguridad del equipo sanitario. Un
prisionero extranjero comenzó a invocar a los espíritus con una
especie de oración. El administrativo del campo estaba sentado
ante una hoja de papel en blanco, sin ninguna intención
consciente de escribir. Durante los diez minutos siguientes
(transcurridos los cuales la sesión concluyó ante el fracaso del
médium en conjurar a los espíritus para que se mostraran), su
lápiz trazó —despacio— unas cuantas líneas en el papel, hasta
que fue apareciendo, de forma bastante legible, “vae v.''. Me
aseguraron que el administrativo no sabía latín y que nunca antes
había oído las palabras "vae victis, ¡ay los vencidos!' Mi opinión
personal es que seguramente las habría oído alguna vez, aunque
sin llegar a captarlas de forma consciente, y quedaron
almacenadas en su interior para que el "espíritu" (el espíritu de su
subconsciente) las recogiera unos meses antes de nuestra
liberación y del final de la guerra."
nervios que agitaba las mentes de todos los prisioneros. Una y
otra vez se desvanecían las esperanzas de que la guerra acabara
con celeridad, esperanzas avivadas por rumores optimistas.
Algunos hombres perdían toda esperanza, pero siempre había
optimistas incorregibles que eran los compañeros más irritantes.
Cuando los prisioneros sentían inquietudes religiosas, éstas
eran las más sinceras que cabe imaginar y, muy a menudo, el
recién llegado quedaba sorprendido y admirado por la
profundidad y la fuerza de las creencias religiosas. A este
respecto lo más impresionante eran las oraciones o los servicios
religiosos improvisados en el rincón de un barracón o en la
oscuridad del camión de ganado en que nos llevaban de vuelta al
campo desde el lejano lugar de trabajo, cansados, hambrientos y
helados bajo nuestras ropas harapientas.
Durante el invierno y la primavera de 1945 se produjo un
brote de tifus que afectó a casi todos los prisioneros. El índice de
mortalidad fue elevado entre los más débiles, quienes habían de
continuar trabajando hasta el límite de sus fuerzas. Los chamizos
de los enfermos carecían de las mínimas condiciones, apenas
teníamos medicamentos ni personal sanitario. Algunos de los
síntomas de la enfermedad eran muy desagradables: una
aversión irreprimible a cualquier migaja de comida (lo que
constituía un peligro más para la vida) y terribles ataques de
delirio. El peor de los casos de delirio lo sufrió un amigo mío que
creía que se estaba muriendo y al intentar rezar era incapaz de
encontrar las palabras. Para evitar estos ataques yo y muchos
otros intentábamos permanecer despiertos la mayor parte de la
noche. Durante horas redactaba discursos mentalmente. En un
momento dado, empecé a reconstruir el manuscrito que había
perdido en la cámara de desinfección de Auschwitz y, en
taquigrafía, garabateé las palabras clave en trozos de papel
diminutos.
Una sesión de espiritismo
De vez en cuando se suscitaba una discusión científica y en
una ocasión presencié algo que jamás había visto durante mi vida
normal, aun cuando, tangencialmente, se relacionaba con mis
intereses científicos: una sesión de espiritismo. Me invitó el
médico jefe del campo (prisionero también), quien sabía que yo
era psiquiatra. La reunión tuvo lugar en su pequeño despacho de
la enfermería. Se había formado un pequeño círculo de personas
entre los que se encontraba, de modo totalmente
antirreglamentario, el oficial de seguridad del equipo sanitario. Un
prisionero extranjero comenzó a invocar a los espíritus con una
especie de oración. El administrativo del campo estaba sentado
ante una hoja de papel en blanco, sin ninguna intención
consciente de escribir. Durante los diez minutos siguientes
(transcurridos los cuales la sesión concluyó ante el fracaso del
médium en conjurar a los espíritus para que se mostraran), su
lápiz trazó —despacio— unas cuantas líneas en el papel, hasta
que fue apareciendo, de forma bastante legible, “vae v.''. Me
aseguraron que el administrativo no sabía latín y que nunca antes
había oído las palabras "vae victis, ¡ay los vencidos!' Mi opinión
personal es que seguramente las habría oído alguna vez, aunque
sin llegar a captarlas de forma consciente, y quedaron
almacenadas en su interior para que el "espíritu" (el espíritu de su
subconsciente) las recogiera unos meses antes de nuestra
liberación y del final de la guerra."
Hasta aquí por hoy...mañana continuamos...
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