domingo, 19 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-4°entrega


Continuamos con esta historia tan dura y tan esperanzadora a la vez....recordá que si quieres descargar el libro completo lo puedes hacer con el siguiente link...https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf

...mientras tanto seguiremos leyéndo juntos.


"El hambre


Debido al alto grado de desnutrición que los prisioneros

sufrían, era natural que el deseo de procurarse alimentos fuera el

instinto más primitivo en torno al cual se centraba la vida mental.

Observemos a la mayoría de los prisioneros que trabajan uno

junto a otro y a quienes, por una vez, no vigilan de cerca.

Inmediatamente empiezan a hablar sobre la comida. Un

prisionero le pregunta al que trabaja junto a él en la zanja cuál es

su plato preferido. Intercambiarán recetas y planearán un menú

para el día en que se reúnan: el día de un futuro distante en que

sean liberados y regresen a casa. Y así seguirán y seguirán,

describiendo con todo detalle, hasta que de pronto una

advertencia se irá transmitiendo, normalmente en forma de

consigna o número de contraseña: "el guardia se acerca".

Siempre consideré las charlas sobre comida muy peligrosas.

¿Acaso no es una equivocación provocar al organismo con

aquellas descripciones tan detalladas y delicadas cuando ya ha

conseguido adaptarse de algún modo a las ínfimas raciones y a

las escasas calorías? Aunque de momento puedan parecer un

alivio psicológico, se trata de una ilusión, que psicológicamente, y

sin ninguna duda, no está exenta de peligro.

Durante la última parte de nuestro encarcelamiento, la dieta

diaria consistía en una única ración de sopa aguada y un

pequeñísimo pedazo de pan. Se nos repartía, además, una

"entrega extra" consistente en 20 gr de margarina o una rodaja

de salchicha de baja calidad o un pequeño trozo de queso o una

pizca de algo que pretendía ser miel o una cucharada de jalea

aguada, cada día una cosa. Una dieta absolutamente inapropiada

en cuanto a calorías, sobre todo teniendo en cuenta nuestro

pesado trabajo manual y nuestra continua exposición a la

intemperie con ropas inadecuadas.

Los enfermos que "necesitaban cuidados especiales" —es

decir, a los que permitían quedarse en el barracón en vez de ir a

trabajar— estaban todavía en peores condiciones. Cuando

desaparecieron por completo las últimas capas de grasa

subcutánea y parecíamos esqueletos disfrazados con pellejos y

andrajos, comenzamos a observar cómo nuestros cuerpos se

devoraban a sí mismos. El organismo digería sus propias

proteínas y los músculos desaparecían; al cuerpo no le quedaba

ningún poder de resistencia. Uno tras otro, los miembros de

nuestra pequeña comunidad del barracón morían. Cada uno de

nosotros podía calcular con toda precisión quién sería el próximo

y cuándo le tocaría a él. Tras muchas observaciones conocíamos

bien los síntomas, lo que hacía que nuestros pronósticos fuesen

siempre acertados. "No va a durar mucho", o "él es el próximo"

nos susurrábamos entre nosotros, y cuando en el curso de

nuestra diaria búsqueda de piojos, veíamos nuestros propios

cuerpos desnudos, llegada la noche, pensábamos algo así: Este

cuerpo, mi cuerpo, es ya un cadáver, ¿qué ha sido de mí? No soy

más que una pequeña parte de una gran masa de carne

humana... de una masa encerrada tras la alambrada de espinas,

agolpada en unos cuantos barracones de tierra. Una masa de la

cual día tras día va descomponiéndose un porcentaje porque ya

no tiene vida.

Ya he mencionado hasta qué punto no se podían olvidar los

pensamientos sobre platos favoritos que se introducían a la fuerza

en la conciencia del prisionero, en cuanto tenía un instante de

asueto. Tal vez pueda entenderse, pues, que aun el más fuerte de

nosotros soñara con un futuro en el que tendría buenos alimentos

y en cantidad, no por el hecho de la comida en sí, sino por el

gusto de saber que la existencia infrahumana que nos hacía

incapaces de pensar en otra cosa que no fuera comida se acabaría

por fin de una vez.

Los que no hayan pasado por una experiencia similar

difícilmente pueden concebir el conflicto mental destructor del

alma ni los conflictos de la fuerza de voluntad que experimenta un

hombre hambriento. Difícilmente pueden aprehender lo que

significa permanecer de pie cavando una trinchera, sin oír otra

cosa que la sirena anunciando las 9,30 o las 10 de la mañana —la

media hora de descanso para almorzar— cuando se repartía el

pan (si es que lo había); preguntando una y otra vez al capitán —

si éste no era un tipo excesivamente desagradable— qué hora

era; tocar después con cariño un trozo de pan en el bolsillo,

cogiéndolo primero con los dedos helados, sin guantes, partiendo

después una migaja, llevársela a la boca para, finalmente, con un

último esfuerzo de voluntad, guardársela otra vez en el bolsillo,

prometiéndose a uno mismo aquella mañana que lo conservaría

hasta mediodía.

Podíamos sostener discusiones inacabables sobre la sensatez o

insensatez de los métodos utilizados para conservar la ración

diaria de pan que durante la última época de nuestro

confinamiento sólo se nos entregaba una vez al día. Había dos

escuelas de pensamiento: una era partidaria de comerse la ración

de pan inmediatamente. Esto tenía la doble ventaja de satisfacer

los peores retortijones del hambre, los más dolorosos, durante un

breve período de tiempo, al menos una vez al día, e impedía

posibles robos o la pérdida de la ración. El segundo grupo

sostenía que era mejor dividir la porción y utilizaba diversos

argumentos. Finalmente yo engrosé las filas de este último grupo.

El momento más terrible de las 24 horas de la vida en un

campo de concentración era el despertar, cuando, todavía de

noche, los tres agudos pitidos de un silbato nos arrancaban sin

piedad de nuestro dormir exhausto y de las añoranzas de

nuestros sueños. Empezábamos entonces a luchar con nuestros

zapatos mojados en los que a duras penas podíamos meter los

pies, llagados e hinchados por el edema. Y entonces venían los

lamentos y quejidos de costumbre por los pequeños fastidios,

tales como enganchar los alambres que reemplazaban a los

cordones. Una mañana vi a un prisionero, al que tenía por

valiente y digno, llorar como un crío porque tenía que ir por los

caminos nevados con los pies desnudos, al haberse encogido sus

zapatos demasiado como para poderlos llevar. En aquellos fatales

minutos yo gozaba de un mínimo alivio; me sacaba del bolsillo un

trozo de pan que había guardado la noche anterior y lo masticaba

absorto en un puro deleite.

Sexualidad

La desnutrición, además de ser causa de la preocupación

general por la comida, probablemente explica también el hecho

de que el deseo sexual brillara por su ausencia. Aparte de los

efectos del shock inicial, ésta parece ser la única explicación del

fenómeno que un psicólogo se veía obligado a observar en

aquellos campos sólo de hombres: que, en oposición a otros

establecimientos estrictamente masculinos —como los barracones

del ejército— la perversión sexual era mínima. Incluso en sueños,

el prisionero se ocupaba muy poco del sexo, aun cuando según el

psicoanálisis "los instintos inhibidos", es decir, el deseo sexual del

prisionero junto con otras emociones deberían manifestarse de

forma muy especial en los sueños.

Ausencia de sentimentalismo

En la mayoría de los prisioneros, la vida primitiva y el esfuerce

de tener que concentrarse precisamente en salvar el pellejo

llevaba a un abandono total de lo que no sirviera a tal propósito,

lo que explicaba la ausencia total de sentimentalismo en los

prisioneros. Esto lo experimenté por mí mismo cuando me

trasladaron desde Auschwitz a Dachau. El tren que conducía a

unos 2000 prisioneros atravesó Viena. Era a eso de la medianoche

cuando pasamos por una de las estaciones de la ciudad. Las vías

nos acercaban a la calle donde yo nací, a la casa donde yo había

vivido tantos años, en realidad hasta que caí prisionero. Éramos

cincuenta prisioneros en aquel vagón, que tenía dos pequeñas

mirillas enrejadas. Tan solo había sitio para que un grupo se

sentara en cuclillas en el suelo, mientras que el resto —que debía

permanecer horas y horas de pie— se agolpaba en torno a los

ventanucos. Alzándome de puntillas y mirando desde atrás por

encima de las cabezas de los otros, por entre los barrotes de los

ventanucos, tuve una visión fantasmagórica de mi ciudad natal.

Todos nos sentíamos más muertos que vivos, pues pensábamos

que nuestro transporte se dirigía al campo de Mauthausen y sólo

nos restaban una o dos semanas de vida. Tuve la inequívoca

sensación de estar viendo las calles, las plazas y la casa de mi

niñez con los ojos de un muerto que volviera del otro mundo para

contemplar una ciudad fantasma. Varias horas después, el tren

salió de la estación y allí estaba la calle, ¡mi calle! Los jóvenes

que ya habían pasado años en un campo de concentración y para

quienes el viaje constituía un acontecimiento escudriñaban el

paisaje a través de las mirillas. Les supliqué, les rogué que me

dejasen pasar delante aunque fuera sólo un momento. Intenté

explicarles cuánto significaba para mí en este momento mirar por

el ventanuco, pero mis súplicas fueron desechadas con rudeza y

cinismo: "¿Qué has vivido ahí tantos años? Bueno, entonces ya lo

tienes demasiado visto."

Política y religión


Esta ausencia de sentimientos en los prisioneros "con

experiencia" es uno de los fenómenos que mejor expresan esa

desvalorización de todo lo que no redunde en interés de la

conservación de la propia vida. Todo lo demás el prisionero lo

consideraba un lujo superfino. En general, en el campo sufríamos

también de "hibernación cultural", con sólo dos excepciones: la

política y la religión: todo el campo hablaba, casi continuamente,

de política; las discusiones surgían ante todo de rumores que se

cazaban al vuelo y se transmitían con ansia. Los rumores sobre la

situación militar casi siempre eran contradictorios. Se sucedían

con rapidez y lo único que conseguían era azuzar la guerra de

nervios que agitaba las mentes de todos los prisioneros. Una y

otra vez se desvanecían las esperanzas de que la guerra acabara

con celeridad, esperanzas avivadas por rumores optimistas.

Algunos hombres perdían toda esperanza, pero siempre había

optimistas incorregibles que eran los compañeros más irritantes.

Cuando los prisioneros sentían inquietudes religiosas, éstas

eran las más sinceras que cabe imaginar y, muy a menudo, el

recién llegado quedaba sorprendido y admirado por la

profundidad y la fuerza de las creencias religiosas. A este

respecto lo más impresionante eran las oraciones o los servicios

religiosos improvisados en el rincón de un barracón o en la

oscuridad del camión de ganado en que nos llevaban de vuelta al

campo desde el lejano lugar de trabajo, cansados, hambrientos y

helados bajo nuestras ropas harapientas.

Durante el invierno y la primavera de 1945 se produjo un

brote de tifus que afectó a casi todos los prisioneros. El índice de

mortalidad fue elevado entre los más débiles, quienes habían de

continuar trabajando hasta el límite de sus fuerzas. Los chamizos

de los enfermos carecían de las mínimas condiciones, apenas

teníamos medicamentos ni personal sanitario. Algunos de los

síntomas de la enfermedad eran muy desagradables: una

aversión irreprimible a cualquier migaja de comida (lo que

constituía un peligro más para la vida) y terribles ataques de

delirio. El peor de los casos de delirio lo sufrió un amigo mío que

creía que se estaba muriendo y al intentar rezar era incapaz de

encontrar las palabras. Para evitar estos ataques yo y muchos

otros intentábamos permanecer despiertos la mayor parte de la

noche. Durante horas redactaba discursos mentalmente. En un

momento dado, empecé a reconstruir el manuscrito que había

perdido en la cámara de desinfección de Auschwitz y, en

taquigrafía, garabateé las palabras clave en trozos de papel

diminutos.

Una sesión de espiritismo

De vez en cuando se suscitaba una discusión científica y en

una ocasión presencié algo que jamás había visto durante mi vida

normal, aun cuando, tangencialmente, se relacionaba con mis

intereses científicos: una sesión de espiritismo. Me invitó el

médico jefe del campo (prisionero también), quien sabía que yo

era psiquiatra. La reunión tuvo lugar en su pequeño despacho de

la enfermería. Se había formado un pequeño círculo de personas

entre los que se encontraba, de modo totalmente

antirreglamentario, el oficial de seguridad del equipo sanitario. Un

prisionero extranjero comenzó a invocar a los espíritus con una

especie de oración. El administrativo del campo estaba sentado

ante una hoja de papel en blanco, sin ninguna intención

consciente de escribir. Durante los diez minutos siguientes

(transcurridos los cuales la sesión concluyó ante el fracaso del

médium en conjurar a los espíritus para que se mostraran), su

lápiz trazó —despacio— unas cuantas líneas en el papel, hasta

que fue apareciendo, de forma bastante legible, “vae v.''. Me

aseguraron que el administrativo no sabía latín y que nunca antes

había oído las palabras "vae victis, ¡ay los vencidos!' Mi opinión

personal es que seguramente las habría oído alguna vez, aunque

sin llegar a captarlas de forma consciente, y quedaron

almacenadas en su interior para que el "espíritu" (el espíritu de su

subconsciente) las recogiera unos meses antes de nuestra

liberación y del final de la guerra."


Hasta aquí por hoy...mañana continuamos...

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