lunes, 27 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-9°entrega

Continuamos con la lectura de unos tramos más de la vida de este médico Vienés Viktor Frankl...recordá que puedes descargar o leer en línea el libro completo en PDF en el siguiente link...

https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf

La última voluntad aprendida de memoria.


Y ahora se disponía por segunda vez el transporte al campo de

reposo. Y también ahora se desconocía si era una estratagema

para aprovecharse de los enfermos hasta su último aliento, aun

cuando sólo fuera durante catorce días o si su destino serían las

cámaras de gas o un campo de reposo verdadero. El médico jefe,

que me había tomado cierto apego, me dijo furtivamente una

noche a las diez menos cuarto:

"He hecho saber en el cuarto de mando que todavía se puede

borrar su nombre de la lista; tiene de tiempo hasta las diez."

Le dije que eso no iba conmigo; que yo había aprendido a

dejar que el destino siguiera su curso:

"Prefiero quedarme con mis amigos", le contesté.

Sus ojos tenían una expresión de piedad, como si

comprendiera... Estrechó mi mano en silencio, a modo de adiós,

no para la vida, sino desde la vida. Despacio, volví a mi barracón

y allí encontré a un buen amigo esperándome:

"¿De verdad quieres irte con ellos?", me dijo con tristeza.

"Sí, voy a ir."

Se le saltaron las lágrimas y yo traté de consolarle. Todavía

me quedaba algo por hacer, expresarle mi última voluntad.

"Otto, escucha, en caso de que yo no regrese a casa junto a

mi mujer y en caso de que la vuelvas a ver, dile que yo hablaba

de ella a diario, continuamente. Recuérdalo. En segundo lugar,

que la he amado más que a nadie. En tercer lugar, que el breve

tiempo que estuve casado con ella tiene más valor que nada, que

pesa en mí más incluso que todo lo que hemos pasado aquí.

Otto, ¿dónde estás ahora? ¿Vives? ¿Qué ha sido de ti desde

aquel momento en que estuvimos juntos por última vez?

¿Encontraste a tu mujer? ¿Recuerdas cómo te hice aprender de

memoria mi última voluntad —palabra por palabra— a pesar de

tus lágrimas de niño?

A la mañana siguiente partí con el transporte. Esta vez no era

ningún truco. No nos llevaron a la cámara de gas, sino a un

campo de reposo de verdad. Los que me compadecieron se

quedaron en un campo donde el hambre se iba' a ensañar en ellos

con mayor fiereza que en este nuevo campo. Habían intentado

salvarse pero lo que hicieron fue sellar su propio destino. Meses

después, tras la liberación, encontré a un amigo de aquel campo,

quien me contó que él, como policía, había tenido que buscar un

trozo de carne humana que faltaba de un montón de cadáveres y

que la rescató de un puchero donde la encontró cociéndose. El

canibalismo había hecho su aparición; yo me fui justamente a

tiempo.

¿No recuerda esto el relato de Muerte en Teherán? En cierta

ocasión, un persa rico y poderoso paseaba por el jardín con uno

de sus criados, compungido éste porque acababa de encontrarse

con la muerte, quien le había amenazado. Suplicaba a su amo

para que le diera el caballo más veloz y así poder apresurarse y

llegar a Teherán aquella misma tarde. El amo accedió y el

sirviente se alejó al galope. Al regresar a su casa el amo también

se encontró a la Muerte y le preguntó: "¿Por qué has asustado y

aterrorizado a mi criado?" "Yo no le he amenazado, sólo mostré

mi sorpresa al verle aquí cuando en mis planes estaba encontrarle

esta noche en Teherán", contestó la muerte.



Planes de fuga



El prisionero de un campo de concentración temía tener que

tomar una decisión o cualquier otra iniciativa. Esto era resultado

de un sentimiento muy fuerte que consideraba al destino dueño

de uno y creía que, bajo ningún concepto, se debía influir en él.

Estaba además aquella apatía que, en buena parte, contribuía a

los sentimientos del prisionero. A veces era preciso tomar

decisiones precipitadas que, sin embargo, podían significar la vida

o la muerte. El prisionero hubiera preferido dejar que el destino

eligiera por él. Este querer zafarse del compromiso se hacía más

patente cuando el prisionero debía decidir entre escaparse o no

escaparse del campo. En aquellos minutos en que tenía que

reflexionar y decidir —y siempre era cuestión de unos minutos—

sufría todas las torturas del infierno. ¿Debía intentar escaparse?

¿Debía correr el riesgo? También yo experimenté este tormento.

Al irse acercando el frente de batalla, tuve la oportunidad de

escaparme. Un colega mío que visitaba los barracones fuera del

campo cumpliendo sus deberes profesionales quería evadirse y

llevarme con él. Me sacaría de contrabando con el pretexto de

que tenía que consultar con un colega acerca de la enfermedad de

un paciente que requería el asesoramiento del especialista. Una

vez fuera del campo, un miembro del movimiento de resistencia

extranjero nos proporcionaría uniformes y alimentos. En el último

instante surgieron ciertas dificultades técnicas y tuvimos que

regresar al campo una vez más. Aquella oportunidad nos sirvió

para surtirnos de algunas provisiones, unas cuantas patatas

podridas, y hacernos cada uno con una mochila. Entramos en un

barracón vacío de la sección de mujeres, donde no había nadie

porque éstas habían sido enviadas a otro campo. El barracón

estaba en el mayor de los desórdenes: resultaba obvio que

muchas mujeres habían conseguido víveres y se habían escapado.

Por todas partes había desperdicios, pajas, alimentos

descompuestos y loza rota. Algunos tazones estaban todavía en

buen estado y nos hubieran servido de mucho, pero decidimos

dejarlos. Sabíamos demasiado bien que, en la última época, en

que la situación era cada vez más desesperada, los tazones no

sólo se utilizaban para comer, sino también como palanganas y

orinales. (Regía una norma de cumplimiento estrictamente

obligatorio que prohibía tener cualquier tipo de utensilio en el

barracón, pero muchos prisioneros se vieron forzados a incumplir

esta regla, en especial los afectados de tifus, que estaban

demasiado débiles para salir fuera del chamizo ni aun

ayudándoles.) Mientras yo hacía de pantalla, mi amigo entró en el

barracón y al poco volvió trayendo una mochila bajo su chaqueta.

Dentro había visto otra que yo tenía que coger. Así que

cambiamos los puestos y entré yo. Al escarbar entre la basura

buscando la mochila y, si podía, un cepillo de dientes vi, de

pronto, entre tantas cosas abandonadas, el cadáver de una

mujer.

Volví corriendo a mi barracón y reuní todas mis posesiones: mi

cuenco, un par de mitones rotos, "heredados" de un paciente

muerto de tifus, y unos cuantos recortes de papel con signos

taquigráficos (en los que, como ya he mencionado antes, había

empezado a reconstruir el manuscrito que perdí en Auschwitz).

Pasé una última visita rápida a todos mis pacientes que,

hacinados, yacían sobre tablones podridos a ambos lados del

barracón. Me acerqué a un paisano mío, ya casi medio muerto, y

cuya vida yo me empeñaba en salvar a pesar de su situación.

Tenía que guardar secreto sobre mi intención de escapar, pero micamarada pareció adivinar que algo iba mal (tal vez yo estaba un

poco nervioso). Con la voz cansada me preguntó: "¿Te vas tú

también?" Yo lo negué, pero me resultaba muy difícil evitar su

triste mirada. Tras mi ronda volví a verle. Y otra vez sentí su

mirada desesperada y sentí como una especie de acusación. Y se

agudizó en mí la desagradable sensación que me oprimía desde el

mismo momento en que le dije a mi amigo que me escaparía con

él. De pronto decidí, por una vez, mandar en mi destino. Salí

corriendo del barracón y le dije a mi amigo que no podía irme con

él. Tan pronto como le dije que había tomado la resolución de

quedarme con mis pacientes, aquel sentimiento de desdicha me

abandonó. No sabía lo que me traerían los días sucesivos, pero yo

había ganado una paz interior como nunca antes había

experimentado. Volví al barracón, me senté en los tablones a los

pies de mi paisano y traté de consolarle; después charlé con los

demás intentando calmarlos en su delirio.

Y llegó el último día que pasamos en el campo. Según se

acercaba el frente, los transportes se habían ido llevando a. casi

todos los prisioneros a otros campos. Las autoridades, los "capos"

y los cocineros se habían esfumado. Aquel día se dio la orden de

que el campo iba a ser totalmente evacuado al atardecer. Incluso

los pocos prisioneros que quedaban (los enfermos, unos cuantos

médicos y algunos "enfermeros") tendrían que marcharse. Por la

noche había que prenderle fuego al campo. Por la tarde aún no

habían aparecido los camiones que vendrían a recoger a los

enfermos. Todo lo contrario; de pronto se cerraron las puertas del

campo y se empezó a ejercer una vigilancia estrecha sobre la

alambrada, para evitar cualquier intento de fuga. Parecía como si

hubieran condenado a los prisioneros que quedaban a quemarse

con el campo. Por segunda vez, mi amigo y yo decidimos escapar.

Nos dieron la orden de enterrar a tres hombres al otro lado de la

alambrada. Éramos los únicos que teníamos fuerzas suficientes

para realizar aquella tarea. Casi todos los demás yacían en los

pocos barracones que aún se utilizaban, postrados con fiebre y

delirando. Hicimos nuestros planes: cuando lleváramos el primer

cadáver sacaríamos la mochila de mi amigo ocultándola en la

vieja tina de ropa sucia que hacía las veces de ataúd; con el

segundo cadáver llevaríamos mi mochila del mismo modo y en el

tercer viaje trataríamos de evadirnos. Los dos primeros viajes los

hicimos según lo acordado. Cuando regresamos, esperé a que mi

amigo buscara un trozo de pan para poder comer algo los días

que pasáramos en los bosques. Esperé. Pasaban los minutos y yo

me impacientaba cada vez más al ver que no regresaba. Después

de tres años de reclusión, me imaginaba con gozo cómo sería la

libertad, pensaba en lo maravilloso que sería correr en dirección

al frente. Más tarde supe lo peligroso que hubiera sido semejante

acción. Pero no llegamos tan lejos. En el momento en que mi

amigo regresaba, la verja del campo se abrió de pronto y un

camión espléndido, de color aluminio y con grandes cruces rojas

pintadas entró despacio hasta la explanada donde formábamos.

En él venía un delegado de la Cruz Roja de Ginebra y el campo y

los últimos internados quedaron bajo su protección. El delegado

se alojaba en una granja vecina para estar cerca del campo en

todo momento y acudir en seguida en caso de emergencia.

¿Quién pensaba ya en evadirse? Del camión descargaban cajas

con medicinas, se distribuían cigarrillos, nos fotografiaban y la

alegría era inmensa. Ya no teníamos necesidad de salir corriendo

ni de arriesgarnos hasta llegar al frente de batalla.

En nuestra excitación habíamos olvidado el tercer cadáver, así

que lo sacamos afuera y lo dejamos caer en la estrecha fosa que

habíamos cavado para los tres cuerpos. El guardia que nos

acompañaba —un hombre relativamente inofensivo— se volvió de

pronto extremadamente amable. Vio que podían volverse las

tornas y trató de ganarse nuestro favor: se unió a las breves

oraciones que ofrecimos a los muertos antes de echar la tierra

sobre ellos. Tras la tensión y la excitación de los días y horas

pasados, las palabras de nuestras oraciones rogando por la paz

fueron tan fervientes como las más ardorosas que voz humana

haya musitado nunca.

El último día que pasamos en el campo fue como un anticipo

de la libertad. Pero nuestro regocijo fue prematuro. El delegado

de la Cruz Roja nos aseguró que se había firmado un acuerdo y

que no se iba a evacuar el campo; sin embargo, aquella noche

llegaron los camiones de las SS trayendo orden de despejar el

campo. Los últimos prisioneros que quedaban serían enviados

aun campo central desde donde se les remitiría a Suiza en 48

horas para canjearlos por prisioneros de guerra. Apenas podíamos

reconocer a los SS, de tan amables como se mostraban

intentando persuadirnos para que entráramos en los camiones sin

miedo y asegurándonos que podíamos felicitarnos por nuestra

buena suerte. Los que todavía tenían fuerzas se amontonaron en

los camiones y a los que estaban seriamente enfermos o muy

débiles les izaban con dificultad. Mi amigo y yo —que ya no

escondíamos nuestras mochilas— estábamos en el último grupo y

de él eligieron a trece para la última expedición. El médico jefe

contó el número preciso, pero nosotros dos no estábamos entre

ellos. Los trece subieron al camión y nosotros tuvimos que

quedarnos. Sorprendidos, desilusionados y enfadados increpamos

al doctor, que se excusó diciendo que estaba muy fatigado y se

había distraído. Aseguró que había creído que todavía teníamos

intención de evadirnos. Nos sentamos impacientes, con nuestras

mochilas a la espalda, y esperamos con el resto de los prisioneros

a que viniera un último camión. Fue una larga espera.

Finalmente, nos echamos sobre los colchones del cuarto de

guardia, ahora desierto, exhaustos por la excitación de las últimas

horas y días, durante las cuales habíamos fluctuado

continuamente entre la esperanza y la desesperación. Dormimos

con la ropa y los zapatos puestos, listos para el viaje.

El estruendo de los rifles y cañones nos despertó. Los

fogonazos de las bengalas y los disparos de fusil iluminaban el

barracón. El médico jefe se precipitó dentro ordenándonos que

nos echáramos a tierra. Un prisionero saltó sobre mi estómago

desde la litera que quedaba encima de la mía con zapatos y todo.

¡Vaya si me despertó! Entonces nos dimos cuenta de lo que

sucedía: ¡la línea de fuego había llegado hasta nosotros!

Amenguó el tiroteo y empezó a amanecer. Allá afuera, en el

mástil junto a la verja del campo, una bandera blanca flotaba al

viento. Hasta muchas semanas después no nos enteramos de

que, durante aquellas horas, el destino había jugado con los

pocos prisioneros que quedábamos en el campo. Otra vez más

pudimos comprobar cuan inciertas podían ser las decisiones

humanas, especialmente en lo que se refiere a las cosas de la

vida y la muerte. Ante mí tenía las fotografías que se habían

tomado en un pequeño campo cercano al nuestro. Nuestros

amigos que pensaron viajar hacia la libertad aquella noche,

transportados en los camiones, fueron encerrados en los

barracones y seguidamente murieron abrasados. Sus cuerpos,

parcialmente carbonizados, eran perfectamente reconocibles en la

fotografía. Yo pensé de nuevo en el cuento de Muerte en Teherán. 


Hasta aquí por hoy...mañana continuamos...

No hay comentarios: