https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf
La huida hacia el interior
A pesar del primitivismo físico y mental imperantes a la fuerza,
en la vida del campo de concentración aún era posible desarrollar
una profunda vida espiritual. No cabe duda que las personas
sensibles acostumbradas a una vida intelectual rica sufrieron
muchísimo (su constitución era a menudo endeble), pero el daño
causado a su ser íntimo fue menor: eran capaces de aislarse del
terrible entorno retrotrayéndose a una vida de riqueza interior y
libertad espiritual. Sólo de esta forma puede uno explicarse la
paradoja aparente de que algunos prisioneros, a menudo losmenos fornidos,
parecían soportar mejor la vida del campo que
los de naturaleza más robusta. Para aclarar este punto, me veo
obligado a recurrir de nuevo a la experiencia personal. Voy a
contar lo que sucedía aquellas mañanas en que, antes del alba,
teníamos que ir andando hasta nuestro lugar de trabajo.
Oíamos gritar las órdenes:
"¡Atención, destacamento adelante! ¡Izquierda 2,3,4!
¡Izquierda 2,3,4! ¡El primer hombre, media vuelta a la izquierda,
izquierda, izquierda, izquierda! ¡Gorras fuera!
Todavía resuenan en mis oídos estas palabras. A la orden de:
"¡Gorras fuera!" atravesábamos la verja del campo, mientras nos
enfocaban con los reflectores. El que no marchaba con
marcialidad recibía una patada, pero corría peor suerte quien,
para protegerse del frío, se calaba la gorra hasta las orejas antes
de que le dieran permiso.
En la oscuridad tropezábamos con las piedras y nos metíamos
en los charcos al recorrer el único camino que partía del campo.
Los guardias que nos acompañaban no dejaban de gritarnos y
azuzarnos con las culatas de sus rifles. Los que tenían los pies
llenos de llagas se apoyaban en el brazo de su vecino. Apenas
mediaban palabras; el viento helado no propiciaba la
conversación. Con la boca protegida por el cuello de la chaqueta,
el hombre que marchaba a mi lado me susurró de repente: "¡Si
nos vieran ahora nuestras esposas! Espero que ellas estén mejor
en sus campos e ignoren lo que nosotros estamos pasando." Sus
palabras evocaron en mí el recuerdo de mi esposa.
Cuando todo se ha perdido
Mientras marchábamos a trompicones durante kilómetros,
resbalando en el hielo y apoyándonos continuamente el uno en el
otro, no dijimos palabra, pero ambos lo sabíamos: cada uno
pensaba en su mujer. De vez en cuando yo levantaba la vista al
cielo y veía diluirse las estrellas al primer albor rosáceo de la
mañana que comenzaba a mostrarse tras una oscura franja de
nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a
quien vislumbraba con extraña precisión. La oía contestarme, la
veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su
mirada era más luminosa que el sol del amanecer. Un
pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí
la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada
en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que
el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el
hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado del mayor
de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos
intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a
través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo
en este mundo, todavía puede conocer la felicidad —aunque sea
sólo momentáneamente— si contempla al ser querido. Cuando el
hombre se encuentra en una situación de total desolación, sin
poder expresarse por medio de una acción positiva, cuando su
único objetivo es limitarse a soportar los sufrimientos
correctamente —con dignidad— ese hombre puede, en fin,
realizarse en la amorosa contemplación de la imagen del ser
querido. Por primera vez en mi vida podía comprender el
significado de las palabras: "Los ángeles se pierden en la
contemplación perpetua de la gloria infinita."
Delante de mí tropezó y se desplomó un hombre, cayendo
sobre él los que le seguían. El guarda se precipitó hacia ellos y a
todos alcanzó con su látigo. Este hecho distrajo mi mente de sus
pensamientos unos pocos minutos, pero pronto mi alma encontró
de nuevo el camino para regresar a su otro mundo y,
olvidándome de la existencia del prisionero, continué la
conversación con mi amada: yo le hacía preguntas y ella
contestaba; a su vez ella me interrogaba y yo respondía.
"¡Alto!" Habíamos llegado a nuestro lugar de trabajo. Todos
nos abalanzamos dentro de la oscura caseta con la esperanza de
obtener una herramienta medio decente. Cada prisionero tomaba
una pala o un zapapico.
"¿Es que no podéis daros prisa, cerdos?" Al cabo de unos
minutos reanudamos el trabajo en la zanja, donde lo dejamos el
día anterior. La tierra helada se resquebrajaba bajo la punta del
pico, despidiendo chispas. Los hombres permanecían silenciosos,
los de naturaleza más robusta. Para aclarar este punto, me veo
obligado a recurrir de nuevo a la experiencia personal. Voy a
contar lo que sucedía aquellas mañanas en que, antes del alba,
teníamos que ir andando hasta nuestro lugar de trabajo.
Oíamos gritar las órdenes:
"¡Atención, destacamento adelante! ¡Izquierda 2,3,4!
¡Izquierda 2,3,4! ¡El primer hombre, media vuelta a la izquierda,
izquierda, izquierda, izquierda! ¡Gorras fuera!
Todavía resuenan en mis oídos estas palabras. A la orden de:
"¡Gorras fuera!" atravesábamos la verja del campo, mientras nos
enfocaban con los reflectores. El que no marchaba con
marcialidad recibía una patada, pero corría peor suerte quien,
para protegerse del frío, se calaba la gorra hasta las orejas antes
de que le dieran permiso.
En la oscuridad tropezábamos con las piedras y nos metíamos
en los charcos al recorrer el único camino que partía del campo.
Los guardias que nos acompañaban no dejaban de gritarnos y
azuzarnos con las culatas de sus rifles. Los que tenían los pies
llenos de llagas se apoyaban en el brazo de su vecino. Apenas
mediaban palabras; el viento helado no propiciaba la
conversación. Con la boca protegida por el cuello de la chaqueta,
el hombre que marchaba a mi lado me susurró de repente: "¡Si
nos vieran ahora nuestras esposas! Espero que ellas estén mejor
en sus campos e ignoren lo que nosotros estamos pasando." Sus
palabras evocaron en mí el recuerdo de mi esposa.
Cuando todo se ha perdido
Mientras marchábamos a trompicones durante kilómetros,
resbalando en el hielo y apoyándonos continuamente el uno en el
otro, no dijimos palabra, pero ambos lo sabíamos: cada uno
pensaba en su mujer. De vez en cuando yo levantaba la vista al
cielo y veía diluirse las estrellas al primer albor rosáceo de la
mañana que comenzaba a mostrarse tras una oscura franja de
nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a
quien vislumbraba con extraña precisión. La oía contestarme, la
veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su
mirada era más luminosa que el sol del amanecer. Un
pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí
la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada
en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que
el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el
hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado del mayor
de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos
intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a
través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo
en este mundo, todavía puede conocer la felicidad —aunque sea
sólo momentáneamente— si contempla al ser querido. Cuando el
hombre se encuentra en una situación de total desolación, sin
poder expresarse por medio de una acción positiva, cuando su
único objetivo es limitarse a soportar los sufrimientos
correctamente —con dignidad— ese hombre puede, en fin,
realizarse en la amorosa contemplación de la imagen del ser
querido. Por primera vez en mi vida podía comprender el
significado de las palabras: "Los ángeles se pierden en la
contemplación perpetua de la gloria infinita."
Delante de mí tropezó y se desplomó un hombre, cayendo
sobre él los que le seguían. El guarda se precipitó hacia ellos y a
todos alcanzó con su látigo. Este hecho distrajo mi mente de sus
pensamientos unos pocos minutos, pero pronto mi alma encontró
de nuevo el camino para regresar a su otro mundo y,
olvidándome de la existencia del prisionero, continué la
conversación con mi amada: yo le hacía preguntas y ella
contestaba; a su vez ella me interrogaba y yo respondía.
"¡Alto!" Habíamos llegado a nuestro lugar de trabajo. Todos
nos abalanzamos dentro de la oscura caseta con la esperanza de
obtener una herramienta medio decente. Cada prisionero tomaba
una pala o un zapapico.
"¿Es que no podéis daros prisa, cerdos?" Al cabo de unos
minutos reanudamos el trabajo en la zanja, donde lo dejamos el
día anterior. La tierra helada se resquebrajaba bajo la punta del
pico, despidiendo chispas. Los hombres permanecían silenciosos,
con el cerebro entumecido. Mi mente se aferraba aún a la imagen
de mi mujer. Un pensamiento me asaltó: ni siquiera sabía si ella
vivía aún. Sólo sabía una cosa, algo que para entonces ya había
aprendido bien: que el amor trasciende la persona física del ser
amado y encuentra su significado más profundo en su propio
espíritu, en su yo íntimo. Que esté o no presente, y aun siquiera
que continúe viviendo deja de algún modo de ser importante. No
sabía si mi mujer estaba viva, ni tenía medio de averiguarlo
(durante todo el tiempo de reclusión no hubo contacto postal
alguno con el exterior), pero para entonces ya había dejado de
importarme, no necesitaba saberlo, nada podía alterar la fuerza
de mi amor, de mis pensamientos o de la imagen de mi amada. Si
entonces hubiera sabido que mi mujer estaba muerta, creo que
hubiera seguido entregándome —insensible a tal hecho— a la
contemplación de su imagen y que mi conversación mental con
ella hubiera sido igualmente real y gratificante: "Ponme como
sello sobre tu corazón... pues fuerte es el amor como la muerte".
(Cantar de los Cantares, 8,6.)
Aquí nos quedamos por hoy….mañana continuamos…
de mi mujer. Un pensamiento me asaltó: ni siquiera sabía si ella
vivía aún. Sólo sabía una cosa, algo que para entonces ya había
aprendido bien: que el amor trasciende la persona física del ser
amado y encuentra su significado más profundo en su propio
espíritu, en su yo íntimo. Que esté o no presente, y aun siquiera
que continúe viviendo deja de algún modo de ser importante. No
sabía si mi mujer estaba viva, ni tenía medio de averiguarlo
(durante todo el tiempo de reclusión no hubo contacto postal
alguno con el exterior), pero para entonces ya había dejado de
importarme, no necesitaba saberlo, nada podía alterar la fuerza
de mi amor, de mis pensamientos o de la imagen de mi amada. Si
entonces hubiera sabido que mi mujer estaba muerta, creo que
hubiera seguido entregándome —insensible a tal hecho— a la
contemplación de su imagen y que mi conversación mental con
ella hubiera sido igualmente real y gratificante: "Ponme como
sello sobre tu corazón... pues fuerte es el amor como la muerte".
(Cantar de los Cantares, 8,6.)
Aquí nos quedamos por hoy….mañana continuamos…
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