jueves, 23 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-7°entrega

Ya se cumple una semana que empezamos juntos a leer este libro...extraordinario...de una persona que supo superar el horror y desde allí dió sentido a su propia vida a la de millones más. Continuamos juntos...




El humor en el campo
El descubrimiento de algo parecido al arte en un campo de

concentración ha de sorprender bastante al profano en estas

cosas, pero aún se sentiría mucho más sorprendido al saber que

también había cierto sentido del humor; claro está, en su

expresión más leve y aun así, sólo durante unos breves segundos

o unos minutos escasos. El humor es otra de las armas con las

que el alma lucha por su supervivencia. Es bien sabido que, en la

existencia humana, el humor puede proporcionar el

distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier

situación, aunque no sea más que por unos segundos. Yo mismo

entrené a un amigo mío que trabajaba a mi lado en la obra para

que desarrollara su sentido del humor. Le sugería que debíamos

hacernos la solemne promesa de que cada día inventaríamos una

historia divertida sobre algún incidente que pudiera suceder al día

siguiente de nuestra liberación. Se trataba de un cirujano que

había pertenecido al equipo de un gran hospital, así que una vez

intenté arrancarle una sonrisa insistiendo en que cuando se

incorporara a su antiguo trabajo le iba a resultar muy difícil

olvidar los hábitos que había aprendido en el campo de

concentración. Al pie de la obra que construíamos (y en especial

cuando el supervisor hacía su ronda de inspección) el capataz nos

estimulaba a trabajar más de prisa gritando: "¡Acción! ¡Acción!"

Así que dije a mi amigo: "Un día regresarás al quirófano para

operar a un paciente aquejado de peritonitis. De pronto, un

ordenanza entrará a toda prisa y anunciará la llegada del jefe del

equipo de operaciones gritando: "¡Acción! ¡Acción! ¡Que viene el

jefe!"

A veces los otros inventaban sueños divertidos con respecto al

futuro, previendo; por ejemplo, cuando tuvieran un compromiso

para asistir a una cena se olvidarían de cómo se sirve la sopa y le

pedirían a la anfitriona que les echara una cucharada "del fondo".

Los intentos para desarrollar el sentido del humor y ver las

cosas bajo una luz humorística son una especie de truco que

aprendimos mientras dominábamos el arte de vivir, pues aún en

un campo de concentración es posible practicar el arte de vivir,

aunque el sufrimiento sea omnipresente. Cabría establecer una

analogía: el sufrimiento del hombre actúa de modo similar a como

lo hace el gas en el vacío de una cámara; ésta se llenará por

completo y por igual cualquiera que sea su capacidad.

Análogamente, el sufrimiento ocupa toda el alma y toda la

conciencia del hombre tanto si el sufrimiento es mucho como si es

poco. Por consiguiente el "tamaño" del sufrimiento humano es

absolutamente relativo, de lo que se deduce que la cosa más

nimia puede originar las mayores alegrías. Tomemos a modo de

ejemplo algo que sucedió en nuestro viaje de Auschwitz a un

campo filial del de Dachau. Todos temíamos que aquel traslado

nos llevara al campo de Mauthausen y nuestra tensión aumentaba

a medida que nos acercábamos a un puente sobre el Danubio que

el tren tenía que cruzar para llegar a Mauthausen, según

sabíamos por lo que contaban los prisioneros más

experimentados. Los que no hayan visto nunca algo parecido no

podrán imaginar los saltos de júbilo que los prisioneros daban en

el vagón cuando vieron que nuestro transporte no cruzaba aquel

puente y que "sólo" nos dirigíamos a Dachau.

¿Qué sucedió a nuestra llegada a este campo tras un viaje que

había durado dos días y tres noches? En el vagón no había sitio

para que todos nos acurrucáramos en el suelo al mismo tiempo,

la mayoría tuvo que permanecer de pie todo el viaje mientras que

unos pocos se turnaban para ponerse de cuclillas en la estrecha franja 

que estaba empapada de orines. Cuando llegamos, las

primeras noticias que escuchamos a los prisioneros más antiguos

fueron que este campo relativamente pequeño (con una población

de 2500 reclusos) ¡no tenía "horno", ni crematorio, ni gas! Lo que

significaba que ninguno de nosotros iba a ser un "musulmán",

ninguno iba a ir derecho a la cámara de gas, sino que tendría que

esperar hasta que se dispusiera lo que se llamaba un "convoy de

enfermos" que lo devolvería a Auschwitz. Esta agradable sorpresa

nos puso a todos de buen humor. El deseo del viejo vigilante de

nuestro barracón en Auschwitz se había cumplido: habíamos

llegado lo más rápidamente posible a un campo que —a diferencia

de Auschwitz— no tenía "chimenea". Nos reímos y contamos

chistes a pesar de las cosas que tuvimos que soportar durante las

horas que siguieron.

Cuando nos contaron a los recién llegados resultó que faltaba

uno. Así es que hubimos de esperar a la intemperie bajo la lluvia

y el viento helado hasta que apareció el prisionero. Finalmente le

encontraron en un barracón, dormido, exhausto por el cansancio.

Entonces el pasar lista se convirtió en un desfile de castigo:

durante toda la noche y hasta muy entrada la mañana siguiente

tuvimos que permanecer de pie a la intemperie, helados y calados

hasta los huesos después del esfuerzo que había supuesto el

viaje. ¡Y aún así nos sentíamos contentos! En aquel campo no

había chimenea y Auschwitz quedaba lejos.


¡Quién fuera un preso común!

Otra vez, vimos a un grupo de convictos que pasaban junto al

lugar donde trabajábamos. Y entonces se nos hizo patente y

obvia la relatividad del sufrimiento y envidiamos a aquellos

prisioneros por su existencia feliz, segura y relativamente bien

ordenada; sin duda tendrían la oportunidad de bañarse

regularmente, pensamos con tristeza. Seguramente dispondrían

de cepillos de dientes, de ropa, de un colchón —uno para cada

uno— y mensualmente el correo les traería noticias de lo que

sucedía a sus familiares o, al menos, de si estaban vivos o habían

muerto. Hacía mucho tiempo que nosotros habíamos perdido

todas estas cosas.

¡Y cómo envidiábamos a aquellos de nosotros que tenían la

oportunidad de entrar en una fábrica y trabajar en un espacio

cubierto, al abrigo de la intemperie! Más o menos todos nosotros

deseábamos que nos tocara un poco de suerte relativa. La escala

de la fortuna abarcaba muchos más matices. Por ejemplo, en los

destacamentos que trabajaban fuera del campo (en uno de los

cuales me encontraba yo) había unas cuantas unidades que se

consideraban peores que las demás. Se envidiaba al que no tenía

que chapotear en la húmeda y fangosa arcilla de un declive

escarpado, vaciando los artesones de un pequeño ferrocarril

durante doce horas diarias. La mayoría de los accidentes sucedían

realizando esta tarea y solían ser fatales.

En otras cuadrillas de trabajo el capataz seguía una tradición,

al parecer local, que consistía en propinar golpes a diestro y

siniestro, lo cual nos hacía envidiar la suerte relativa de no estar

bajo su mando o, todo lo más, de estarlo sólo temporalmente.

Una vez y debido a una situación desdichada fui a parar a aquel

grupo. Si tras dos horas de trabajo (durante las cuales el capataz

se ensañó conmigo especialmente) no nos hubiera interrumpido

una alarma aérea, obligándonos a reagruparnos después, creo

que hubiera tenido que regresar al campo en alguna de las

camillas que trasportaban a los hombres que habían muerto o

estaban a punto de morir por la extrema fatiga. Nadie podría

imaginar el alivio que en semejante situación puede producir el

sonido de la sirena; ni siquiera el boxeador que oye sonar la

campana que anuncia el final del asalto salvándose así, en el

último instante, de un K.O. seguro.


Suerte es lo que a uno no le toca padecer

Agradecíamos los más ínfimos favores. Nos conformábamos

con tener tiempo para despiojarnos antes de ir a la cama, aunque

ello no fuera en sí muy placentero: suponía estar desnudos en un

barracón helado con carámbanos colgando del techo. Nos contentábamos con que no hubiera alarma aérea durante esta

operación y las luces permanecieran encendidas. En la oscuridad

no podíamos despiojarnos, lo que suponía pasar la noche en vela.

Los escasos placeres de la vida del campo nos producían una

especie de felicidad negativa —"la liberación del sufrimiento",

como dijo Schopenhauer— pero sólo de forma relativa. Los

verdaderos placeres positivos, aún los más nimios escaseaban.

Recuerdo haber llevado una especie de contabilidad de los

placeres diarios y comprobar que en el lapso de muchas semanas

solamente había experimentado dos momentos placenteros. Uno

había ocurrido cuando, al regreso del trabajo y tras una larga

espera, me admitieron en el barracón de cocina asignándome a la

cola que se alineaba ante el cocinero-prisionero F. Semioculto

detrás de las enormes cacerolas, F. servía la sopa en los cuencos

que le presentaban los prisioneros que desfilaban

apresuradamente. Era el único cocinero que al llegar los cuencos

no se fijaba en los hombres; el único que repartía con equidad,

sin reparar en el recipiente y sin hacer favoritismos con sus

amigos o paisanos, obsequiándoles con patatas, mientras el resto

tenía que contentarse con la sopa aguada de la superficie.

Pero no me incumbe a mí juzgar a los prisioneros que

preferían a su propia gente. ¿Quién puede arrojar la primera

piedra contra aquel que favorece a sus amigos bajo unas

circunstancias en que, tarde o temprano, la cuestión que se

dilucidaba era de vida o muerte? Nadie puede juzgar, nadie, a

menos que con toda honestidad pueda contestar que en una

situación similar no hubiera hecho lo mismo.

Mucho tiempo después de haberme integrado a la vida normal

(es decir, mucho tiempo después de haber abandonado el

campo), me enseñaron una revista ilustrada con fotografías de

prisioneros hacinados en sus literas mirando, insensibles, a sus

visitantes: "¿No es algo terrible, esos rostros mirando fijamente, y

todo lo que ello significa?"

"¿Por qué?", pregunté y es que, en verdad, no lo comprendía.

En aquel momento lo vi todo de nuevo: a las 5 de la madrugada,

todo estaba oscuro allá afuera, como boca de lobo. Yo estaba

echado sobre un duro tablón en el suelo de tierra del barracón

donde "se cuidaba" a unos setenta de nosotros. Estábamos

enfermos y no teníamos que dejar el campo para ir a trabajar;

tampoco teníamos que desfilar. Podíamos permanecer echados

todo el día en nuestro rincón y dormitar esperando el reparto

diario de pan (que por supuesto era menor para los enfermos) y

el rancho de sopa (aguada y también menor en cantidad). Y, sin

embargo, estábamos contentos, satisfechos a pesar de todo.

Mientras nos apretujábamos los unos contra los otros para evitar

la pérdida innecesaria de calor, emperezados y sin la menor

intención de mover ni un dedo sin necesidad, oíamos los agudos

silbatos y los gritos que venían de la plaza donde el turno de

noche acababa de regresar y formaba para la revista. La ventisca

abrió la puerta de par en par y la nieve entró en nuestro

barracón. Un camarada exhausto y cubierto de nieve entró

tambaleándose y durante unos minutos permaneció sentado, pero

el guardia le echó fuera de nuevo. Estaba estrictamente prohibido

admitir a un extraño en un barracón mientras se procedía a pasar

revista. ¡Cómo compadecía a aquel individuo y qué contento

estaba yo de no encontrarme en su lugar, sino dormitando en la

enfermería! ¡Qué salvación suponía el permanecer allí dos días y,

tal vez, otros dos más! 


¿Al campo de infecciosos?


Mi suerte se vio incrementada todavía más. Al cuarto día de mi

estancia en la enfermería y a punto de ser asignado al turno de

noche —lo que habría supuesto mi muerte segura—, el médico

jefe entró apresuradamente en el barracón y me sugirió que me

ofreciese voluntario para desempeñar tareas sanitarias en un

campo destinado a enfermos de tifus. En contra de los consejos

de mis amigos (y a pesar de que casi ninguno de mis colegas se

ofrecía), decidí ir como voluntario. Sabía que en un grupo de

trabajo moriría en poco tiempo y si tenía que morir, siquiera podía

darle algún sentido a mi muerte. Pensé que tenía más sentido

intentar ayudar a mis camaradas como médico que vegetar o

perder la vida trabajando de forma improductiva como hacía entonces. 

Para mí era una cuestión de matemáticas sencillas y no

de sacrificio. Pero el suboficial del equipo sanitario había

ordenado, en secreto, que se "cuidara" de forma especial a los

dos médicos voluntarios para ir al campo de infecciosos hasta que

fueran trasladados al mismo. El aspecto de debilidad que

presentábamos era tal que temía tener dos cadáveres más, en

vez de dos médicos.

Ya he mencionado antes que todo lo que no se relacionaba con

la preocupación inmediata de la supervivencia de uno mismo y

sus amigos, carecía de valor. Todo se supeditaba a tal fin. El

carácter del hombre quedaba absorbido hasta el extremo de verse

envuelto en un torbellino mental que ponía en duda y amenazaba

toda la escala de valores que hasta entonces había mantenido.

Influido por un entorno que no reconocía el valor de la vida y la

dignidad humanas, que había desposeído al hombre de su

voluntad y le había convertido en objeto de exterminio (no sin

utilizarle antes al máximo y extraerle hasta el último gramo de

sus recursos físicos) el yo personal acababa perdiendo sus

principios morales. Si, en un ultimo esfuerzo por mantener la

propia estima, el prisionero de un campo de concentración no

luchaba contra ello, terminaba por perder el sentimiento de su

propia individualidad, de ser pensante, con una libertad interior y

un valor personal. Acababa por considerarse sólo una parte de la

masa de gente: su existencia se rebajaba al nivel de la vida

animal. Transportaban a los hombres en manadas, unas veces a

un sitio y otras a otro; unas veces juntos y otras por separado,

como un rebaño de ovejas sin voluntad ni pensamiento propios.

Una pandilla pequeña pero peligrosa, diestra en métodos de

tortura y sadismo, los observaba desde todos los ángulos.

Conducían al rebaño sin parar, atrás, adelante, con gritos,

patadas y golpes, y nosotros, los borregos, teníamos dos

pensamientos: cómo evitar a los malvados sabuesos y cómo

obtener un poco de comida. Lo mismo que las ovejas se

congregan tímidamente en el centro del rebaño, también nosotros

buscábamos el centro de las formaciones: allí teníamos más

oportunidades de esquivar los golpes de los guardias que

marchaban a ambos lados, al frente y en la retaguardia de la

columna. Los puestos centrales tenían la ventaja adicional de

protegernos de los gélidos vientos. De modo que el hecho de

querer sumergirse literalmente en la multitud era en realidad una

manera de intentar salvar el pellejo. En las formaciones esto se

hacía de modo automático, pero otras veces se trataba de un acto

definitivamente consciente por nuestra parte, de acuerdo con las

leyes imperativas del instinto de conservación: no ser conspicuos.

Siempre hacíamos todo lo posible por no llamar la atención de los

SS.


Hasta aquí por hoy...mañana continuamos....

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