El humor en el campo
El descubrimiento de algo parecido al arte en un campo de
concentración ha de sorprender bastante al profano en estas
cosas, pero aún se sentiría mucho más sorprendido al saber que
también había cierto sentido del humor; claro está, en su
expresión más leve y aun así, sólo durante unos breves segundos
o unos minutos escasos. El humor es otra de las armas con las
que el alma lucha por su supervivencia. Es bien sabido que, en la
existencia humana, el humor puede proporcionar el
distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier
situación, aunque no sea más que por unos segundos. Yo mismo
entrené a un amigo mío que trabajaba a mi lado en la obra para
que desarrollara su sentido del humor. Le sugería que debíamos
hacernos la solemne promesa de que cada día inventaríamos una
historia divertida sobre algún incidente que pudiera suceder al día
siguiente de nuestra liberación. Se trataba de un cirujano que
había pertenecido al equipo de un gran hospital, así que una vez
intenté arrancarle una sonrisa insistiendo en que cuando se
incorporara a su antiguo trabajo le iba a resultar muy difícil
olvidar los hábitos que había aprendido en el campo de
concentración. Al pie de la obra que construíamos (y en especial
cuando el supervisor hacía su ronda de inspección) el capataz nos
estimulaba a trabajar más de prisa gritando: "¡Acción! ¡Acción!"
Así que dije a mi amigo: "Un día regresarás al quirófano para
operar a un paciente aquejado de peritonitis. De pronto, un
ordenanza entrará a toda prisa y anunciará la llegada del jefe del
equipo de operaciones gritando: "¡Acción! ¡Acción! ¡Que viene el
jefe!"
A veces los otros inventaban sueños divertidos con respecto al
futuro, previendo; por ejemplo, cuando tuvieran un compromiso
para asistir a una cena se olvidarían de cómo se sirve la sopa y le
pedirían a la anfitriona que les echara una cucharada "del fondo".
Los intentos para desarrollar el sentido del humor y ver las
cosas bajo una luz humorística son una especie de truco que
aprendimos mientras dominábamos el arte de vivir, pues aún en
un campo de concentración es posible practicar el arte de vivir,
aunque el sufrimiento sea omnipresente. Cabría establecer una
analogía: el sufrimiento del hombre actúa de modo similar a como
lo hace el gas en el vacío de una cámara; ésta se llenará por
completo y por igual cualquiera que sea su capacidad.
Análogamente, el sufrimiento ocupa toda el alma y toda la
conciencia del hombre tanto si el sufrimiento es mucho como si es
poco. Por consiguiente el "tamaño" del sufrimiento humano es
absolutamente relativo, de lo que se deduce que la cosa más
nimia puede originar las mayores alegrías. Tomemos a modo de
ejemplo algo que sucedió en nuestro viaje de Auschwitz a un
campo filial del de Dachau. Todos temíamos que aquel traslado
nos llevara al campo de Mauthausen y nuestra tensión aumentaba
a medida que nos acercábamos a un puente sobre el Danubio que
el tren tenía que cruzar para llegar a Mauthausen, según
sabíamos por lo que contaban los prisioneros más
experimentados. Los que no hayan visto nunca algo parecido no
podrán imaginar los saltos de júbilo que los prisioneros daban en
el vagón cuando vieron que nuestro transporte no cruzaba aquel
puente y que "sólo" nos dirigíamos a Dachau.
¿Qué sucedió a nuestra llegada a este campo tras un viaje que
había durado dos días y tres noches? En el vagón no había sitio
para que todos nos acurrucáramos en el suelo al mismo tiempo,
la mayoría tuvo que permanecer de pie todo el viaje mientras que
unos pocos se turnaban para ponerse de cuclillas en la estrecha franja
El descubrimiento de algo parecido al arte en un campo de
concentración ha de sorprender bastante al profano en estas
cosas, pero aún se sentiría mucho más sorprendido al saber que
también había cierto sentido del humor; claro está, en su
expresión más leve y aun así, sólo durante unos breves segundos
o unos minutos escasos. El humor es otra de las armas con las
que el alma lucha por su supervivencia. Es bien sabido que, en la
existencia humana, el humor puede proporcionar el
distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier
situación, aunque no sea más que por unos segundos. Yo mismo
entrené a un amigo mío que trabajaba a mi lado en la obra para
que desarrollara su sentido del humor. Le sugería que debíamos
hacernos la solemne promesa de que cada día inventaríamos una
historia divertida sobre algún incidente que pudiera suceder al día
siguiente de nuestra liberación. Se trataba de un cirujano que
había pertenecido al equipo de un gran hospital, así que una vez
intenté arrancarle una sonrisa insistiendo en que cuando se
incorporara a su antiguo trabajo le iba a resultar muy difícil
olvidar los hábitos que había aprendido en el campo de
concentración. Al pie de la obra que construíamos (y en especial
cuando el supervisor hacía su ronda de inspección) el capataz nos
estimulaba a trabajar más de prisa gritando: "¡Acción! ¡Acción!"
Así que dije a mi amigo: "Un día regresarás al quirófano para
operar a un paciente aquejado de peritonitis. De pronto, un
ordenanza entrará a toda prisa y anunciará la llegada del jefe del
equipo de operaciones gritando: "¡Acción! ¡Acción! ¡Que viene el
jefe!"
A veces los otros inventaban sueños divertidos con respecto al
futuro, previendo; por ejemplo, cuando tuvieran un compromiso
para asistir a una cena se olvidarían de cómo se sirve la sopa y le
pedirían a la anfitriona que les echara una cucharada "del fondo".
Los intentos para desarrollar el sentido del humor y ver las
cosas bajo una luz humorística son una especie de truco que
aprendimos mientras dominábamos el arte de vivir, pues aún en
un campo de concentración es posible practicar el arte de vivir,
aunque el sufrimiento sea omnipresente. Cabría establecer una
analogía: el sufrimiento del hombre actúa de modo similar a como
lo hace el gas en el vacío de una cámara; ésta se llenará por
completo y por igual cualquiera que sea su capacidad.
Análogamente, el sufrimiento ocupa toda el alma y toda la
conciencia del hombre tanto si el sufrimiento es mucho como si es
poco. Por consiguiente el "tamaño" del sufrimiento humano es
absolutamente relativo, de lo que se deduce que la cosa más
nimia puede originar las mayores alegrías. Tomemos a modo de
ejemplo algo que sucedió en nuestro viaje de Auschwitz a un
campo filial del de Dachau. Todos temíamos que aquel traslado
nos llevara al campo de Mauthausen y nuestra tensión aumentaba
a medida que nos acercábamos a un puente sobre el Danubio que
el tren tenía que cruzar para llegar a Mauthausen, según
sabíamos por lo que contaban los prisioneros más
experimentados. Los que no hayan visto nunca algo parecido no
podrán imaginar los saltos de júbilo que los prisioneros daban en
el vagón cuando vieron que nuestro transporte no cruzaba aquel
puente y que "sólo" nos dirigíamos a Dachau.
¿Qué sucedió a nuestra llegada a este campo tras un viaje que
había durado dos días y tres noches? En el vagón no había sitio
para que todos nos acurrucáramos en el suelo al mismo tiempo,
la mayoría tuvo que permanecer de pie todo el viaje mientras que
unos pocos se turnaban para ponerse de cuclillas en la estrecha franja
que estaba empapada de orines. Cuando llegamos, las
primeras noticias que escuchamos a los prisioneros más antiguos
fueron que este campo relativamente pequeño (con una población
de 2500 reclusos) ¡no tenía "horno", ni crematorio, ni gas! Lo que
significaba que ninguno de nosotros iba a ser un "musulmán",
ninguno iba a ir derecho a la cámara de gas, sino que tendría que
esperar hasta que se dispusiera lo que se llamaba un "convoy de
enfermos" que lo devolvería a Auschwitz. Esta agradable sorpresa
nos puso a todos de buen humor. El deseo del viejo vigilante de
nuestro barracón en Auschwitz se había cumplido: habíamos
llegado lo más rápidamente posible a un campo que —a diferencia
de Auschwitz— no tenía "chimenea". Nos reímos y contamos
chistes a pesar de las cosas que tuvimos que soportar durante las
horas que siguieron.
Cuando nos contaron a los recién llegados resultó que faltaba
uno. Así es que hubimos de esperar a la intemperie bajo la lluvia
y el viento helado hasta que apareció el prisionero. Finalmente le
encontraron en un barracón, dormido, exhausto por el cansancio.
Entonces el pasar lista se convirtió en un desfile de castigo:
durante toda la noche y hasta muy entrada la mañana siguiente
tuvimos que permanecer de pie a la intemperie, helados y calados
hasta los huesos después del esfuerzo que había supuesto el
viaje. ¡Y aún así nos sentíamos contentos! En aquel campo no
había chimenea y Auschwitz quedaba lejos.
¡Quién fuera un preso común!
Otra vez, vimos a un grupo de convictos que pasaban junto al
lugar donde trabajábamos. Y entonces se nos hizo patente y
obvia la relatividad del sufrimiento y envidiamos a aquellos
prisioneros por su existencia feliz, segura y relativamente bien
ordenada; sin duda tendrían la oportunidad de bañarse
regularmente, pensamos con tristeza. Seguramente dispondrían
de cepillos de dientes, de ropa, de un colchón —uno para cada
uno— y mensualmente el correo les traería noticias de lo que
sucedía a sus familiares o, al menos, de si estaban vivos o habían
muerto. Hacía mucho tiempo que nosotros habíamos perdido
todas estas cosas.
¡Y cómo envidiábamos a aquellos de nosotros que tenían la
oportunidad de entrar en una fábrica y trabajar en un espacio
cubierto, al abrigo de la intemperie! Más o menos todos nosotros
deseábamos que nos tocara un poco de suerte relativa. La escala
de la fortuna abarcaba muchos más matices. Por ejemplo, en los
destacamentos que trabajaban fuera del campo (en uno de los
cuales me encontraba yo) había unas cuantas unidades que se
consideraban peores que las demás. Se envidiaba al que no tenía
que chapotear en la húmeda y fangosa arcilla de un declive
escarpado, vaciando los artesones de un pequeño ferrocarril
durante doce horas diarias. La mayoría de los accidentes sucedían
realizando esta tarea y solían ser fatales.
En otras cuadrillas de trabajo el capataz seguía una tradición,
al parecer local, que consistía en propinar golpes a diestro y
siniestro, lo cual nos hacía envidiar la suerte relativa de no estar
bajo su mando o, todo lo más, de estarlo sólo temporalmente.
Una vez y debido a una situación desdichada fui a parar a aquel
grupo. Si tras dos horas de trabajo (durante las cuales el capataz
se ensañó conmigo especialmente) no nos hubiera interrumpido
una alarma aérea, obligándonos a reagruparnos después, creo
que hubiera tenido que regresar al campo en alguna de las
camillas que trasportaban a los hombres que habían muerto o
estaban a punto de morir por la extrema fatiga. Nadie podría
imaginar el alivio que en semejante situación puede producir el
sonido de la sirena; ni siquiera el boxeador que oye sonar la
campana que anuncia el final del asalto salvándose así, en el
último instante, de un K.O. seguro.
Suerte es lo que a uno no le toca padecer
Agradecíamos los más ínfimos favores. Nos conformábamos
con tener tiempo para despiojarnos antes de ir a la cama, aunque
ello no fuera en sí muy placentero: suponía estar desnudos en un
barracón helado con carámbanos colgando del techo. Nos contentábamos con que no hubiera alarma aérea durante esta
operación y las luces permanecieran encendidas. En la oscuridad
no podíamos despiojarnos, lo que suponía pasar la noche en vela.
Los escasos placeres de la vida del campo nos producían una
especie de felicidad negativa —"la liberación del sufrimiento",
como dijo Schopenhauer— pero sólo de forma relativa. Los
verdaderos placeres positivos, aún los más nimios escaseaban.
Recuerdo haber llevado una especie de contabilidad de los
placeres diarios y comprobar que en el lapso de muchas semanas
solamente había experimentado dos momentos placenteros. Uno
había ocurrido cuando, al regreso del trabajo y tras una larga
espera, me admitieron en el barracón de cocina asignándome a la
cola que se alineaba ante el cocinero-prisionero F. Semioculto
detrás de las enormes cacerolas, F. servía la sopa en los cuencos
que le presentaban los prisioneros que desfilaban
apresuradamente. Era el único cocinero que al llegar los cuencos
no se fijaba en los hombres; el único que repartía con equidad,
sin reparar en el recipiente y sin hacer favoritismos con sus
amigos o paisanos, obsequiándoles con patatas, mientras el resto
tenía que contentarse con la sopa aguada de la superficie.
Pero no me incumbe a mí juzgar a los prisioneros que
preferían a su propia gente. ¿Quién puede arrojar la primera
piedra contra aquel que favorece a sus amigos bajo unas
circunstancias en que, tarde o temprano, la cuestión que se
dilucidaba era de vida o muerte? Nadie puede juzgar, nadie, a
menos que con toda honestidad pueda contestar que en una
situación similar no hubiera hecho lo mismo.
Mucho tiempo después de haberme integrado a la vida normal
(es decir, mucho tiempo después de haber abandonado el
campo), me enseñaron una revista ilustrada con fotografías de
prisioneros hacinados en sus literas mirando, insensibles, a sus
visitantes: "¿No es algo terrible, esos rostros mirando fijamente, y
todo lo que ello significa?"
"¿Por qué?", pregunté y es que, en verdad, no lo comprendía.
En aquel momento lo vi todo de nuevo: a las 5 de la madrugada,
todo estaba oscuro allá afuera, como boca de lobo. Yo estaba
echado sobre un duro tablón en el suelo de tierra del barracón
donde "se cuidaba" a unos setenta de nosotros. Estábamos
enfermos y no teníamos que dejar el campo para ir a trabajar;
tampoco teníamos que desfilar. Podíamos permanecer echados
todo el día en nuestro rincón y dormitar esperando el reparto
diario de pan (que por supuesto era menor para los enfermos) y
el rancho de sopa (aguada y también menor en cantidad). Y, sin
embargo, estábamos contentos, satisfechos a pesar de todo.
Mientras nos apretujábamos los unos contra los otros para evitar
la pérdida innecesaria de calor, emperezados y sin la menor
intención de mover ni un dedo sin necesidad, oíamos los agudos
silbatos y los gritos que venían de la plaza donde el turno de
noche acababa de regresar y formaba para la revista. La ventisca
abrió la puerta de par en par y la nieve entró en nuestro
barracón. Un camarada exhausto y cubierto de nieve entró
tambaleándose y durante unos minutos permaneció sentado, pero
el guardia le echó fuera de nuevo. Estaba estrictamente prohibido
admitir a un extraño en un barracón mientras se procedía a pasar
revista. ¡Cómo compadecía a aquel individuo y qué contento
estaba yo de no encontrarme en su lugar, sino dormitando en la
enfermería! ¡Qué salvación suponía el permanecer allí dos días y,
tal vez, otros dos más!
primeras noticias que escuchamos a los prisioneros más antiguos
fueron que este campo relativamente pequeño (con una población
de 2500 reclusos) ¡no tenía "horno", ni crematorio, ni gas! Lo que
significaba que ninguno de nosotros iba a ser un "musulmán",
ninguno iba a ir derecho a la cámara de gas, sino que tendría que
esperar hasta que se dispusiera lo que se llamaba un "convoy de
enfermos" que lo devolvería a Auschwitz. Esta agradable sorpresa
nos puso a todos de buen humor. El deseo del viejo vigilante de
nuestro barracón en Auschwitz se había cumplido: habíamos
llegado lo más rápidamente posible a un campo que —a diferencia
de Auschwitz— no tenía "chimenea". Nos reímos y contamos
chistes a pesar de las cosas que tuvimos que soportar durante las
horas que siguieron.
Cuando nos contaron a los recién llegados resultó que faltaba
uno. Así es que hubimos de esperar a la intemperie bajo la lluvia
y el viento helado hasta que apareció el prisionero. Finalmente le
encontraron en un barracón, dormido, exhausto por el cansancio.
Entonces el pasar lista se convirtió en un desfile de castigo:
durante toda la noche y hasta muy entrada la mañana siguiente
tuvimos que permanecer de pie a la intemperie, helados y calados
hasta los huesos después del esfuerzo que había supuesto el
viaje. ¡Y aún así nos sentíamos contentos! En aquel campo no
había chimenea y Auschwitz quedaba lejos.
¡Quién fuera un preso común!
Otra vez, vimos a un grupo de convictos que pasaban junto al
lugar donde trabajábamos. Y entonces se nos hizo patente y
obvia la relatividad del sufrimiento y envidiamos a aquellos
prisioneros por su existencia feliz, segura y relativamente bien
ordenada; sin duda tendrían la oportunidad de bañarse
regularmente, pensamos con tristeza. Seguramente dispondrían
de cepillos de dientes, de ropa, de un colchón —uno para cada
uno— y mensualmente el correo les traería noticias de lo que
sucedía a sus familiares o, al menos, de si estaban vivos o habían
muerto. Hacía mucho tiempo que nosotros habíamos perdido
todas estas cosas.
¡Y cómo envidiábamos a aquellos de nosotros que tenían la
oportunidad de entrar en una fábrica y trabajar en un espacio
cubierto, al abrigo de la intemperie! Más o menos todos nosotros
deseábamos que nos tocara un poco de suerte relativa. La escala
de la fortuna abarcaba muchos más matices. Por ejemplo, en los
destacamentos que trabajaban fuera del campo (en uno de los
cuales me encontraba yo) había unas cuantas unidades que se
consideraban peores que las demás. Se envidiaba al que no tenía
que chapotear en la húmeda y fangosa arcilla de un declive
escarpado, vaciando los artesones de un pequeño ferrocarril
durante doce horas diarias. La mayoría de los accidentes sucedían
realizando esta tarea y solían ser fatales.
En otras cuadrillas de trabajo el capataz seguía una tradición,
al parecer local, que consistía en propinar golpes a diestro y
siniestro, lo cual nos hacía envidiar la suerte relativa de no estar
bajo su mando o, todo lo más, de estarlo sólo temporalmente.
Una vez y debido a una situación desdichada fui a parar a aquel
grupo. Si tras dos horas de trabajo (durante las cuales el capataz
se ensañó conmigo especialmente) no nos hubiera interrumpido
una alarma aérea, obligándonos a reagruparnos después, creo
que hubiera tenido que regresar al campo en alguna de las
camillas que trasportaban a los hombres que habían muerto o
estaban a punto de morir por la extrema fatiga. Nadie podría
imaginar el alivio que en semejante situación puede producir el
sonido de la sirena; ni siquiera el boxeador que oye sonar la
campana que anuncia el final del asalto salvándose así, en el
último instante, de un K.O. seguro.
Suerte es lo que a uno no le toca padecer
Agradecíamos los más ínfimos favores. Nos conformábamos
con tener tiempo para despiojarnos antes de ir a la cama, aunque
ello no fuera en sí muy placentero: suponía estar desnudos en un
barracón helado con carámbanos colgando del techo. Nos contentábamos con que no hubiera alarma aérea durante esta
operación y las luces permanecieran encendidas. En la oscuridad
no podíamos despiojarnos, lo que suponía pasar la noche en vela.
Los escasos placeres de la vida del campo nos producían una
especie de felicidad negativa —"la liberación del sufrimiento",
como dijo Schopenhauer— pero sólo de forma relativa. Los
verdaderos placeres positivos, aún los más nimios escaseaban.
Recuerdo haber llevado una especie de contabilidad de los
placeres diarios y comprobar que en el lapso de muchas semanas
solamente había experimentado dos momentos placenteros. Uno
había ocurrido cuando, al regreso del trabajo y tras una larga
espera, me admitieron en el barracón de cocina asignándome a la
cola que se alineaba ante el cocinero-prisionero F. Semioculto
detrás de las enormes cacerolas, F. servía la sopa en los cuencos
que le presentaban los prisioneros que desfilaban
apresuradamente. Era el único cocinero que al llegar los cuencos
no se fijaba en los hombres; el único que repartía con equidad,
sin reparar en el recipiente y sin hacer favoritismos con sus
amigos o paisanos, obsequiándoles con patatas, mientras el resto
tenía que contentarse con la sopa aguada de la superficie.
Pero no me incumbe a mí juzgar a los prisioneros que
preferían a su propia gente. ¿Quién puede arrojar la primera
piedra contra aquel que favorece a sus amigos bajo unas
circunstancias en que, tarde o temprano, la cuestión que se
dilucidaba era de vida o muerte? Nadie puede juzgar, nadie, a
menos que con toda honestidad pueda contestar que en una
situación similar no hubiera hecho lo mismo.
Mucho tiempo después de haberme integrado a la vida normal
(es decir, mucho tiempo después de haber abandonado el
campo), me enseñaron una revista ilustrada con fotografías de
prisioneros hacinados en sus literas mirando, insensibles, a sus
visitantes: "¿No es algo terrible, esos rostros mirando fijamente, y
todo lo que ello significa?"
"¿Por qué?", pregunté y es que, en verdad, no lo comprendía.
En aquel momento lo vi todo de nuevo: a las 5 de la madrugada,
todo estaba oscuro allá afuera, como boca de lobo. Yo estaba
echado sobre un duro tablón en el suelo de tierra del barracón
donde "se cuidaba" a unos setenta de nosotros. Estábamos
enfermos y no teníamos que dejar el campo para ir a trabajar;
tampoco teníamos que desfilar. Podíamos permanecer echados
todo el día en nuestro rincón y dormitar esperando el reparto
diario de pan (que por supuesto era menor para los enfermos) y
el rancho de sopa (aguada y también menor en cantidad). Y, sin
embargo, estábamos contentos, satisfechos a pesar de todo.
Mientras nos apretujábamos los unos contra los otros para evitar
la pérdida innecesaria de calor, emperezados y sin la menor
intención de mover ni un dedo sin necesidad, oíamos los agudos
silbatos y los gritos que venían de la plaza donde el turno de
noche acababa de regresar y formaba para la revista. La ventisca
abrió la puerta de par en par y la nieve entró en nuestro
barracón. Un camarada exhausto y cubierto de nieve entró
tambaleándose y durante unos minutos permaneció sentado, pero
el guardia le echó fuera de nuevo. Estaba estrictamente prohibido
admitir a un extraño en un barracón mientras se procedía a pasar
revista. ¡Cómo compadecía a aquel individuo y qué contento
estaba yo de no encontrarme en su lugar, sino dormitando en la
enfermería! ¡Qué salvación suponía el permanecer allí dos días y,
tal vez, otros dos más!
¿Al campo de infecciosos?
Mi suerte se vio incrementada todavía más. Al cuarto día de mi
estancia en la enfermería y a punto de ser asignado al turno de
noche —lo que habría supuesto mi muerte segura—, el médico
jefe entró apresuradamente en el barracón y me sugirió que me
ofreciese voluntario para desempeñar tareas sanitarias en un
campo destinado a enfermos de tifus. En contra de los consejos
de mis amigos (y a pesar de que casi ninguno de mis colegas se
ofrecía), decidí ir como voluntario. Sabía que en un grupo de
trabajo moriría en poco tiempo y si tenía que morir, siquiera podía
darle algún sentido a mi muerte. Pensé que tenía más sentido
intentar ayudar a mis camaradas como médico que vegetar o
perder la vida trabajando de forma improductiva como hacía entonces.
Para mí era una cuestión de matemáticas sencillas y no
de sacrificio. Pero el suboficial del equipo sanitario había
ordenado, en secreto, que se "cuidara" de forma especial a los
dos médicos voluntarios para ir al campo de infecciosos hasta que
fueran trasladados al mismo. El aspecto de debilidad que
presentábamos era tal que temía tener dos cadáveres más, en
vez de dos médicos.
Ya he mencionado antes que todo lo que no se relacionaba con
la preocupación inmediata de la supervivencia de uno mismo y
sus amigos, carecía de valor. Todo se supeditaba a tal fin. El
carácter del hombre quedaba absorbido hasta el extremo de verse
envuelto en un torbellino mental que ponía en duda y amenazaba
toda la escala de valores que hasta entonces había mantenido.
Influido por un entorno que no reconocía el valor de la vida y la
dignidad humanas, que había desposeído al hombre de su
voluntad y le había convertido en objeto de exterminio (no sin
utilizarle antes al máximo y extraerle hasta el último gramo de
sus recursos físicos) el yo personal acababa perdiendo sus
principios morales. Si, en un ultimo esfuerzo por mantener la
propia estima, el prisionero de un campo de concentración no
luchaba contra ello, terminaba por perder el sentimiento de su
propia individualidad, de ser pensante, con una libertad interior y
un valor personal. Acababa por considerarse sólo una parte de la
masa de gente: su existencia se rebajaba al nivel de la vida
animal. Transportaban a los hombres en manadas, unas veces a
un sitio y otras a otro; unas veces juntos y otras por separado,
como un rebaño de ovejas sin voluntad ni pensamiento propios.
Una pandilla pequeña pero peligrosa, diestra en métodos de
tortura y sadismo, los observaba desde todos los ángulos.
Conducían al rebaño sin parar, atrás, adelante, con gritos,
patadas y golpes, y nosotros, los borregos, teníamos dos
pensamientos: cómo evitar a los malvados sabuesos y cómo
obtener un poco de comida. Lo mismo que las ovejas se
congregan tímidamente en el centro del rebaño, también nosotros
buscábamos el centro de las formaciones: allí teníamos más
oportunidades de esquivar los golpes de los guardias que
marchaban a ambos lados, al frente y en la retaguardia de la
columna. Los puestos centrales tenían la ventaja adicional de
protegernos de los gélidos vientos. De modo que el hecho de
querer sumergirse literalmente en la multitud era en realidad una
manera de intentar salvar el pellejo. En las formaciones esto se
hacía de modo automático, pero otras veces se trataba de un acto
definitivamente consciente por nuestra parte, de acuerdo con las
leyes imperativas del instinto de conservación: no ser conspicuos.
Siempre hacíamos todo lo posible por no llamar la atención de los
SS.
de sacrificio. Pero el suboficial del equipo sanitario había
ordenado, en secreto, que se "cuidara" de forma especial a los
dos médicos voluntarios para ir al campo de infecciosos hasta que
fueran trasladados al mismo. El aspecto de debilidad que
presentábamos era tal que temía tener dos cadáveres más, en
vez de dos médicos.
Ya he mencionado antes que todo lo que no se relacionaba con
la preocupación inmediata de la supervivencia de uno mismo y
sus amigos, carecía de valor. Todo se supeditaba a tal fin. El
carácter del hombre quedaba absorbido hasta el extremo de verse
envuelto en un torbellino mental que ponía en duda y amenazaba
toda la escala de valores que hasta entonces había mantenido.
Influido por un entorno que no reconocía el valor de la vida y la
dignidad humanas, que había desposeído al hombre de su
voluntad y le había convertido en objeto de exterminio (no sin
utilizarle antes al máximo y extraerle hasta el último gramo de
sus recursos físicos) el yo personal acababa perdiendo sus
principios morales. Si, en un ultimo esfuerzo por mantener la
propia estima, el prisionero de un campo de concentración no
luchaba contra ello, terminaba por perder el sentimiento de su
propia individualidad, de ser pensante, con una libertad interior y
un valor personal. Acababa por considerarse sólo una parte de la
masa de gente: su existencia se rebajaba al nivel de la vida
animal. Transportaban a los hombres en manadas, unas veces a
un sitio y otras a otro; unas veces juntos y otras por separado,
como un rebaño de ovejas sin voluntad ni pensamiento propios.
Una pandilla pequeña pero peligrosa, diestra en métodos de
tortura y sadismo, los observaba desde todos los ángulos.
Conducían al rebaño sin parar, atrás, adelante, con gritos,
patadas y golpes, y nosotros, los borregos, teníamos dos
pensamientos: cómo evitar a los malvados sabuesos y cómo
obtener un poco de comida. Lo mismo que las ovejas se
congregan tímidamente en el centro del rebaño, también nosotros
buscábamos el centro de las formaciones: allí teníamos más
oportunidades de esquivar los golpes de los guardias que
marchaban a ambos lados, al frente y en la retaguardia de la
columna. Los puestos centrales tenían la ventaja adicional de
protegernos de los gélidos vientos. De modo que el hecho de
querer sumergirse literalmente en la multitud era en realidad una
manera de intentar salvar el pellejo. En las formaciones esto se
hacía de modo automático, pero otras veces se trataba de un acto
definitivamente consciente por nuestra parte, de acuerdo con las
leyes imperativas del instinto de conservación: no ser conspicuos.
Siempre hacíamos todo lo posible por no llamar la atención de los
SS.
Hasta aquí por hoy...mañana continuamos....
No hay comentarios:
Publicar un comentario