viernes, 24 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-8°entrega

Continuamos con la lectura de esta historia de vida y esperanza...



Añoranza de soledad

Cierto que había veces en que era posible —y hasta

necesario— mantenerse alejado de la multitud. Es bien sabido

que una vida comunitaria impuesta, en la que se presta atención

a todo lo que uno hace y en todo momento, puede producir la

irresistible necesidad de alejarse, al menos durante un corto

tiempo. El prisionero anhelaba estar a solas consigo mismo y con

sus pensamientos. Añoraba su intimidad y su soledad. Después

de mi traslado a un llamado "campo de reposo", tuve la rara

fortuna de encontrar de vez en cuando cinco minutos de soledad.

Tras el barracón de suelo de tierra en el que trabajaba y donde se

hacinaban unos 50 pacientes delirantes, había un lugar tranquilo

junto a la doble alambrada que rodeaba el campo. Allí se había

improvisado una tienda con unos cuantos postes y ramas de

árboles para cobijar media docena de cadáveres (que era la cuota

diaria de muertes en el campo). Había también un pozo que

llevaba a las tuberías de conducción de agua. Siempre que no

eran necesarios mis servicios solía sentarme en cuclillas sobre la

tapa de madera de este pozo, contemplando el florecer de las

verdes laderas y las lejanas colinas azuladas del paisaje bávaro,

enmarcado por las mallas de la alambrada de púas. Soñaba

añorante y mis pensamientos vagaban al norte, al nordeste y en

dirección a mi hogar, pero sólo veía nubes.

No me molestaban los cadáveres próximos a mí, hormigueantes de piojos; sólo las pisadas de los guardias, al

pasar, me despertaban de mis sueños; o, a veces, una llamada

desde la enfermería o para recoger un nuevo envío de medicinas

para mi barracón, envío consistente en cinco o diez tabletas de

aspirina, para 50 pacientes y varios días. Las recogía y luego

hacía mi ronda, tomándole el pulso a los pacientes y

suministrándoles media tableta si se trataba de casos graves.

Pero los casos desahuciados no recibían medicinas. No les

hubieran ayudado y, además, habrían privado de ellas a los que

todavía tenían alguna esperanza. Para los enfermos leves no tenía

más que unas palabras de aliento. Así me arrastraba de paciente

en paciente, aunque yo mismo me encontraba exhausto y

convaleciente de un fuerte ataque de tifus. Después volvía a mi

lugar solitario sobre la tapa de madera del pozo. Por cierto, este

pozo salvó una vez la vida de tres compañeros prisioneros. Poco

antes de la liberación, se organizaron transportes masivos hasta

Dachau y estos tres hombres, acertadamente, intentaron evitar el

viaje. Bajaron al pozo y allí se escondieron de los guardias. Yo me

senté tranquilamente sobre la tapa, con aire inocente, tirando

piedrecitas a la alambrada de púas, como si se tratase de un

juego infantil. Al reparar en mí, el guardia dudó un momento,

pero pasó de largo. Pronto pude decir a los hombres que estaban

abajo que lo peor había pasado.

Juguete del destino

Resulta difícil para un extraño comprender cuan poco valor se

concedía en el campo a la vida humana. El prisionero estaba ya

endurecido, pero posiblemente adquiría más conciencia de este

absoluto desprecio por la vida cuando se organizaba un convoy de

enfermos. Los cuerpos demacrados se echaban en carretillas que

los prisioneros empujaban a lo largo de muchos kilómetros, a

veces entre tormentas de nieve, hasta el siguiente campo. Si uno

de los enfermos moría antes de salir, se le echaba de todas

formas, ¡porque la lista tenía que estar completa! La lista era lo

único importante. Los hombres sólo contaban por su número de

prisionero. Uno se convertía literalmente en un número: que

estuviera muerto o vivo no importaba, ya que la vida de un

"número" era totalmente irrelevante. Y menos aún importaba lo

que había tras aquel número y aquella vida: su destino, su

historia o el nombre del prisionero. En los transportes de

pacientes a los que yo, en calidad de médico, tenía que

acompañar desde un campo de Baviera a otro, hubo un prisionero

joven cuyo hermano no estaba en lista y al que, por tanto, había

que dejar atrás. El joven suplicó tanto que el guardia decidió

hacer un cambio y el hermano ocupó el lugar de un hombre que,

de momento, prefería quedarse. ¡Con tal de que la lista estuviera

correcta! Y esto era fácil: el hermano cambió su número, nombre

y apellido con los del otro prisionero, pues, como ya he dicho

antes, carecíamos de documentación; ya teníamos bastante

suerte con conservar nuestro cuerpo que, al fin y al cabo, seguía

respirando. Todo lo demás que nos rodeaba, como los harapos

que pendían de nuestros esqueletos macilentos, sólo tenía interés

cuando se ordenaba un transporte de enfermos. Se examinaba a

los "musulmanes" con curiosidad descarada, con el fin de

averiguar si sus chaquetas o sus zapatos eran mejores que los de

uno. Después de todo, su suerte estaba echada. Pero los que

quedaban en el campo, capaces aún para algún trabajo, debían

aguzar sus recursos para mejorar las posibilidades de

supervivencia. No eran sentimentales. Los prisioneros se

consideraban totalmente a merced del humor de los guardias —

juguetes del destino— y esto les hacía más inhumanos de lo que

las circunstancias habrían hecho presumir. Siempre había

pensado que, al cabo de cinco o diez años, el hombre estaba

siempre en condiciones de saber lo que había repercutido

favorablemente en su vida. El campo de concentración me

proporcionó mayor precisión: con frecuencia sabíamos si algo

había sido bueno al cabo de cinco o diez minutos. En Auschwitz

me impuse a mí mismo una norma que resultó ser buena y que

todos mis camaradas observaron más tarde. Por regla general,

contestaba a todas las preguntas con la verdad, pero guardaba

silencio sobre lo que no se me pedía de forma expresa. Si me

preguntaban la edad, la decía; si querían saber mi profesión,

decía "médico", sin más explicaciones. En la primera mañana 

en Auschwitz un oficial de las SS asistió a la revista. Teníamos que 

agruparnos atendiendo a diferentes criterios: prisioneros de más

de cuarenta años, de menos de cuarenta, trabajadores del metal,

mecánicos, etc. Luego examinaban si teníamos hernias y algunos

prisioneros tenían que formar otro grupo. El mío fue llevado a

otro barracón, donde nos alinearon de nuevo. Tras otra selección

y después de más preguntas sobre mi edad y profesión, me

enviaron a un grupo más reducido. De nuevo nos condujeron a

otro barracón agrupados de forma diferente. Este proceso

continuó durante un tiempo y yo me sentía muy desdichado al

encontrarme entre extranjeros que hablaban lenguas para mí

ininteligibles. Por fin pasé la última revisión y me hallé de nuevo

en el grupo que estaba conmigo en el primer barracón. Mis

compañeros apenas se habían dado cuenta de que durante aquel

tiempo yo había andado de barracón en barracón. Fui consciente

de que en los pocos minutos transcurridos me había cruzado con

un destino distinto en cada ocasión.

Cuando se organizó el traslado de los enfermos al "campo de

reposo", mi nombre (es decir, mi número) estaba en la lista, ya

que se necesitaban algunos médicos. Pero nadie creía que el lugar

de destino fuera de verdad un campo de reposo. Unas semanas

atrás se había preparado un traslado similar y entonces todos

pensaron que les llevaban a la cámara de gas. Cuando se anunció

que quien se presentara voluntario para el temido turno de noche

sería borrado de la lista, de inmediato se ofrecieron voluntarios 28

prisioneros. Un cuarto de hora más tarde se canceló el transporte

pero aquellos 2 8 prisioneros quedaron en la lista del turno de

noche. Para la mayoría de ellos significó la muerte en un plazo de

quince días.


Mañana seguimos....

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