Añoranza de soledad
Cierto que había veces en que era posible —y hasta
necesario— mantenerse alejado de la multitud. Es bien sabido
que una vida comunitaria impuesta, en la que se presta atención
a todo lo que uno hace y en todo momento, puede producir la
irresistible necesidad de alejarse, al menos durante un corto
tiempo. El prisionero anhelaba estar a solas consigo mismo y con
sus pensamientos. Añoraba su intimidad y su soledad. Después
de mi traslado a un llamado "campo de reposo", tuve la rara
fortuna de encontrar de vez en cuando cinco minutos de soledad.
Tras el barracón de suelo de tierra en el que trabajaba y donde se
hacinaban unos 50 pacientes delirantes, había un lugar tranquilo
junto a la doble alambrada que rodeaba el campo. Allí se había
improvisado una tienda con unos cuantos postes y ramas de
árboles para cobijar media docena de cadáveres (que era la cuota
diaria de muertes en el campo). Había también un pozo que
llevaba a las tuberías de conducción de agua. Siempre que no
eran necesarios mis servicios solía sentarme en cuclillas sobre la
tapa de madera de este pozo, contemplando el florecer de las
verdes laderas y las lejanas colinas azuladas del paisaje bávaro,
enmarcado por las mallas de la alambrada de púas. Soñaba
añorante y mis pensamientos vagaban al norte, al nordeste y en
dirección a mi hogar, pero sólo veía nubes.
No me molestaban los cadáveres próximos a mí, hormigueantes de piojos; sólo las pisadas de los guardias, al
pasar, me despertaban de mis sueños; o, a veces, una llamada
desde la enfermería o para recoger un nuevo envío de medicinas
para mi barracón, envío consistente en cinco o diez tabletas de
aspirina, para 50 pacientes y varios días. Las recogía y luego
hacía mi ronda, tomándole el pulso a los pacientes y
suministrándoles media tableta si se trataba de casos graves.
Pero los casos desahuciados no recibían medicinas. No les
hubieran ayudado y, además, habrían privado de ellas a los que
todavía tenían alguna esperanza. Para los enfermos leves no tenía
más que unas palabras de aliento. Así me arrastraba de paciente
en paciente, aunque yo mismo me encontraba exhausto y
convaleciente de un fuerte ataque de tifus. Después volvía a mi
lugar solitario sobre la tapa de madera del pozo. Por cierto, este
pozo salvó una vez la vida de tres compañeros prisioneros. Poco
antes de la liberación, se organizaron transportes masivos hasta
Dachau y estos tres hombres, acertadamente, intentaron evitar el
viaje. Bajaron al pozo y allí se escondieron de los guardias. Yo me
senté tranquilamente sobre la tapa, con aire inocente, tirando
piedrecitas a la alambrada de púas, como si se tratase de un
juego infantil. Al reparar en mí, el guardia dudó un momento,
pero pasó de largo. Pronto pude decir a los hombres que estaban
abajo que lo peor había pasado.
Juguete del destino
Resulta difícil para un extraño comprender cuan poco valor se
concedía en el campo a la vida humana. El prisionero estaba ya
endurecido, pero posiblemente adquiría más conciencia de este
absoluto desprecio por la vida cuando se organizaba un convoy de
enfermos. Los cuerpos demacrados se echaban en carretillas que
los prisioneros empujaban a lo largo de muchos kilómetros, a
veces entre tormentas de nieve, hasta el siguiente campo. Si uno
de los enfermos moría antes de salir, se le echaba de todas
formas, ¡porque la lista tenía que estar completa! La lista era lo
único importante. Los hombres sólo contaban por su número de
prisionero. Uno se convertía literalmente en un número: que
estuviera muerto o vivo no importaba, ya que la vida de un
"número" era totalmente irrelevante. Y menos aún importaba lo
que había tras aquel número y aquella vida: su destino, su
historia o el nombre del prisionero. En los transportes de
pacientes a los que yo, en calidad de médico, tenía que
acompañar desde un campo de Baviera a otro, hubo un prisionero
joven cuyo hermano no estaba en lista y al que, por tanto, había
que dejar atrás. El joven suplicó tanto que el guardia decidió
hacer un cambio y el hermano ocupó el lugar de un hombre que,
de momento, prefería quedarse. ¡Con tal de que la lista estuviera
correcta! Y esto era fácil: el hermano cambió su número, nombre
y apellido con los del otro prisionero, pues, como ya he dicho
antes, carecíamos de documentación; ya teníamos bastante
suerte con conservar nuestro cuerpo que, al fin y al cabo, seguía
respirando. Todo lo demás que nos rodeaba, como los harapos
que pendían de nuestros esqueletos macilentos, sólo tenía interés
cuando se ordenaba un transporte de enfermos. Se examinaba a
los "musulmanes" con curiosidad descarada, con el fin de
averiguar si sus chaquetas o sus zapatos eran mejores que los de
uno. Después de todo, su suerte estaba echada. Pero los que
quedaban en el campo, capaces aún para algún trabajo, debían
aguzar sus recursos para mejorar las posibilidades de
supervivencia. No eran sentimentales. Los prisioneros se
consideraban totalmente a merced del humor de los guardias —
juguetes del destino— y esto les hacía más inhumanos de lo que
las circunstancias habrían hecho presumir. Siempre había
pensado que, al cabo de cinco o diez años, el hombre estaba
siempre en condiciones de saber lo que había repercutido
favorablemente en su vida. El campo de concentración me
proporcionó mayor precisión: con frecuencia sabíamos si algo
había sido bueno al cabo de cinco o diez minutos. En Auschwitz
me impuse a mí mismo una norma que resultó ser buena y que
todos mis camaradas observaron más tarde. Por regla general,
contestaba a todas las preguntas con la verdad, pero guardaba
silencio sobre lo que no se me pedía de forma expresa. Si me
preguntaban la edad, la decía; si querían saber mi profesión,
decía "médico", sin más explicaciones. En la primera mañana
en Auschwitz un oficial de las SS asistió a la revista. Teníamos que
agruparnos atendiendo a diferentes criterios: prisioneros de más
de cuarenta años, de menos de cuarenta, trabajadores del metal,
mecánicos, etc. Luego examinaban si teníamos hernias y algunos
prisioneros tenían que formar otro grupo. El mío fue llevado a
otro barracón, donde nos alinearon de nuevo. Tras otra selección
y después de más preguntas sobre mi edad y profesión, me
enviaron a un grupo más reducido. De nuevo nos condujeron a
otro barracón agrupados de forma diferente. Este proceso
continuó durante un tiempo y yo me sentía muy desdichado al
encontrarme entre extranjeros que hablaban lenguas para mí
ininteligibles. Por fin pasé la última revisión y me hallé de nuevo
en el grupo que estaba conmigo en el primer barracón. Mis
compañeros apenas se habían dado cuenta de que durante aquel
tiempo yo había andado de barracón en barracón. Fui consciente
de que en los pocos minutos transcurridos me había cruzado con
un destino distinto en cada ocasión.
Cuando se organizó el traslado de los enfermos al "campo de
reposo", mi nombre (es decir, mi número) estaba en la lista, ya
que se necesitaban algunos médicos. Pero nadie creía que el lugar
de destino fuera de verdad un campo de reposo. Unas semanas
atrás se había preparado un traslado similar y entonces todos
pensaron que les llevaban a la cámara de gas. Cuando se anunció
que quien se presentara voluntario para el temido turno de noche
sería borrado de la lista, de inmediato se ofrecieron voluntarios 28
prisioneros. Un cuarto de hora más tarde se canceló el transporte
pero aquellos 2 8 prisioneros quedaron en la lista del turno de
noche. Para la mayoría de ellos significó la muerte en un plazo de
quince días.
Mañana seguimos....
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