miércoles, 22 de abril de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-6°entrega

Otro tramo de nuestra lectura...¿cómo vienen?.... Impactante y terrible por momentos pero confiá que este libro guarda el mayor secreto de la felicidad humana. Seguimos leyendo...


Meditaciones en la zanja

Esta intensificación de la vida interior ayudaba al prisionero a

refugiarse contra el vacío, la desolación y la pobreza espiritual de

su existencia, devolviéndole a su existencia anterior. Al dar rienda

suelta a su imaginación, ésta se recreaba en los hechos pasados,

a menudo no los más importantes, sino los pequeños sucesos y

las cosas insignificantes. La nostalgia los glorificaba, haciéndoles

adquirir un extraño matiz. El mundo donde sucedieron y la

existencia que tuvieron parecían muy distantes y el alma tendía

hacia ellos con añoranza: en mi apartamento, contestaba al

teléfono y encendía las luces. Muchas veces nuestros

pensamientos se centraban en estos detalles nimios que nos

hacían llorar.

A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más

intensa, sentíamos también la belleza del arte y la naturaleza

como nunca hasta entonces. Bajo su influencia llegábamos a

olvidarnos de nuestras terribles circunstancias. Si alguien hubiera

visto nuestros rostros cuando, en el viaje de Auschwitz a un

campo de Baviera, contemplamos las montañas de Salzburgo con

sus cimas refulgentes al atardecer, asomados por las ventanucas

enrejadas del vagón celular, nunca hubiera creído que se trataba

de los rostros de hombres sin esperanza de vivir ni de ser libres.

A pesar de este hecho —o tal vez en razón del mismo— nos

sentíamos trasportados por la belleza de la naturaleza, de la que

durante tanto tiempo nos habíamos visto privados. Incluso en el

campo, cualquiera de los prisioneros podía atraer la atención del

camarada que trabajaba a su lado señalándole una bella puesta

de sol resplandeciendo por entre las altas copas de los bosques

bávaros (como se ve en la famosa acuarela de Durero), esos

mismos bosques donde construíamos un inmenso almacén de

municiones oculto a la vista. Una tarde en que nos hallábamos

descansando sobre el piso de nuestra barraca, muertos de

cansancio, los cuencos de sopa en las manos, uno de los

prisioneros entró corriendo para decirnos que saliéramos al patio

a contemplar la maravillosa puesta de sol y, de pie, allá fuera,

vimos hacia el oeste densos nubarrones y todo el cielo plagado de

nubes que continuamente cambiaban de forma y color desde el

azul acero al rojo bermellón, mientras que los desolados

barracones grisáceos ofrecían un contraste hiriente cuando los

charcos del suelo fangoso reflejaban el resplandor del cielo. Y

entonces, después de dar unos pasos en silencio, un prisionero le

dijo a otro: "¡Qué bello podría ser el mundo!"

Monólogo al amanecer


En otra ocasión estábamos cavando una trinchera. Amanecía

en nuestro derredor, un amanecer gris. Gris era el cielo, y gris la

nieve a la pálida luz del alba; grises los harapos que mal cubrían

los cuerpos de los prisioneros y grises sus rostros. Mientras

trabajaba, hablaba quedamente a mi esposa o, quizás, estuviera

debatiéndome por encontrar la razón de mis sufrimientos, de mi

lenta agonía. En una última y violenta protesta contra lo

inexorable de mi muerte inminente, sentí como si mi espíritu

traspasara la melancolía que nos envolvía, me sentí trascender

aquel mundo desesperado, insensato, y desde alguna parte

escuché un victorioso "sí" como contestación a mi pregunta sobre

la existencia de una intencionalidad última. En aquel momento y

en una franja lejana encendieron una luz, que se quedó allí fija en

el horizonte como si alguien la hubiera pintado, en medio del gris

miserable de aquel amanecer en Baviera. "Et lux in tenebris lucet,

y la luz brilló en medio de la oscuridad." Estuve muchas horas

tajando el terreno helado. El guardián pasó junto a mí,

insultándome y una vez más volví a conversar con mi amada. La

sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la

sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi

mano cogería la suya. La sensación era terriblemente fuerte; ella

estaba allí realmente. Y, entonces, en aquel mismo momento, un

pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre la tierra

que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente.

Arte en el campo
Antes, he hablado del arte. ¿Puede pensarse en algo parecido

en un campo de concentración? Depende más bien de lo que uno

llame arte. De vez en cuando se improvisaba una especie de

espectáculo de cabaret. Se despejaba temporalmente un

barracón, se apiñaban o se clavaban entre sí unos cuantos bancos

y se estudiaba un programa. Por la noche, los que gozaban de

una buena situación —los "capos"— y los que no tenían que hacer

grandes marchas fuera del campo, se reunían allí y reían o

alborotaban un poco; cualquier cosa que les hiciera olvidar. Se

cantaba, se recitaban poemas, se contaban chistes que contenían

alguna referencia satírica sobre el campo. Todo ello no tenía otra

finalidad que la de ayudarnos a olvidar y lo conseguía. Las

reuniones eran tan eficaces que algunos prisioneros asistían a las

funciones a pesar de su agotador cansancio y aun cuando, por

ello, perdieran su rancho de aquel día.

El buen humor es siempre algo envidiable: al principio de

nuestro internamiento nos permitían reunimos en un cuarto de

máquinas a medio construir para saborear durante media hora el

plato de sopa que nos repartían a medio día (como la tenía que

pagar la empresa constructora era de todo menos alimenticia). Al

entrar, cada uno recibía un cucharón de sopa aguada, y mientras

la sorbíamos con avidez, un prisionero italiano trepaba encima de

una cuba y nos entonaba arias italianas. Los días que nos daba el

recital musical, tenía garantizada una ración doble de sopa,

sacada del fondo del perol, es decir, ¡con guisantes!

En el campo se concedían premios no sólo por entretener, sino

también por aplaudir. Por ejemplo, a mí podía haberme protegido

(¡y fui muy afortunado al no necesitarlo!) el "capo" más temido de

todos, a quien por más de una razón se le conocía por el

sobrenombre de "el capo asesino". Contaré cómo sucedió. Una

tarde tuve el gran honor de que me invitaran otra vez a la sesión

de espiritismo. Estaban reunidos en aquella habitación unos

cuantos amigos íntimos del médico jefe; asimismo estaba

presente, de forma totalmente ilegal, el oficial al cargo del

escuadrón sanitario. El "capo asesino" entró allí por casualidad y

le pidieron que recitara uno de sus poemas que se habían hecho

famosos (o infames) en el campo. No necesitaba que se lo

repitieran dos veces, de modo que rápidamente sacó una especie

de diario del que empezó a leer unas cuantas muestras de su

arte. Me mordía los labios hasta hacerme sangre para no reírme

al escuchar uno de sus poemas amorosos y seguramente gracias

a ello salvé la vida; como además le aplaudí con largueza, es muy

posible que también hubiera estado a salvo caso de haber sido

destinado a su cuadrilla de trabajo, donde ya me habían asignado

un día, un día que para mí fue más que suficiente. Pero siempre

resultaba útil que el "capo asesino" le conociera a uno desde

algún ángulo favorable. Así que le aplaudí con todas mis fuerzas.

La obsesión por buscar el arte dentro del campo adquiría, en

general, matices grotescos. Yo diría que la impresión real que

producía todo lo que se relacionaba con lo artístico surgía del

contraste casi fantasmagórico entre la representación y la

desolación de la vida en el campo que le servía de telón de fondo.

Nunca olvidaré que en la segunda noche que pasé en Auschwitz

fue la música lo que me despertó de un sueño profundo.

El guardia encargado del barracón celebraba una especie de

fiestecilla en su habitación, que estaba próxima a la entrada de

nuestra puerta. Voces achispadas se desgañitaban cantando

tonadas gastadas. De pronto se hizo el silencio y en medio de la

noche se oyó un violín que tocaba desesperadamente un tango

triste, una melodía poco conocida y poco desgastada por la

continua repetición. El violín lloraba y una parte de mí lloraba con

él, pues aquel día alguien cumplía 24 años, alguien que yacía en

alguna otra parte de Auschwitz, quizás alejada sólo unos cientos o

miles de metros y, sin embargo, fuera de mi alcance. Ese alguien

era mi mujer.

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