Meditaciones en la zanja
Esta intensificación de la vida interior ayudaba al prisionero a
refugiarse contra el vacío, la desolación y la pobreza espiritual de
su existencia, devolviéndole a su existencia anterior. Al dar rienda
suelta a su imaginación, ésta se recreaba en los hechos pasados,
a menudo no los más importantes, sino los pequeños sucesos y
las cosas insignificantes. La nostalgia los glorificaba, haciéndoles
adquirir un extraño matiz. El mundo donde sucedieron y la
existencia que tuvieron parecían muy distantes y el alma tendía
hacia ellos con añoranza: en mi apartamento, contestaba al
teléfono y encendía las luces. Muchas veces nuestros
pensamientos se centraban en estos detalles nimios que nos
hacían llorar.
A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más
intensa, sentíamos también la belleza del arte y la naturaleza
como nunca hasta entonces. Bajo su influencia llegábamos a
olvidarnos de nuestras terribles circunstancias. Si alguien hubiera
visto nuestros rostros cuando, en el viaje de Auschwitz a un
campo de Baviera, contemplamos las montañas de Salzburgo con
sus cimas refulgentes al atardecer, asomados por las ventanucas
enrejadas del vagón celular, nunca hubiera creído que se trataba
de los rostros de hombres sin esperanza de vivir ni de ser libres.
A pesar de este hecho —o tal vez en razón del mismo— nos
sentíamos trasportados por la belleza de la naturaleza, de la que
durante tanto tiempo nos habíamos visto privados. Incluso en el
campo, cualquiera de los prisioneros podía atraer la atención del
camarada que trabajaba a su lado señalándole una bella puesta
de sol resplandeciendo por entre las altas copas de los bosques
bávaros (como se ve en la famosa acuarela de Durero), esos
mismos bosques donde construíamos un inmenso almacén de
municiones oculto a la vista. Una tarde en que nos hallábamos
descansando sobre el piso de nuestra barraca, muertos de
cansancio, los cuencos de sopa en las manos, uno de los
prisioneros entró corriendo para decirnos que saliéramos al patio
a contemplar la maravillosa puesta de sol y, de pie, allá fuera,
vimos hacia el oeste densos nubarrones y todo el cielo plagado de
nubes que continuamente cambiaban de forma y color desde el
azul acero al rojo bermellón, mientras que los desolados
barracones grisáceos ofrecían un contraste hiriente cuando los
charcos del suelo fangoso reflejaban el resplandor del cielo. Y
entonces, después de dar unos pasos en silencio, un prisionero le
dijo a otro: "¡Qué bello podría ser el mundo!"
Monólogo al amanecer
En otra ocasión estábamos cavando una trinchera. Amanecía
en nuestro derredor, un amanecer gris. Gris era el cielo, y gris la
nieve a la pálida luz del alba; grises los harapos que mal cubrían
los cuerpos de los prisioneros y grises sus rostros. Mientras
trabajaba, hablaba quedamente a mi esposa o, quizás, estuviera
debatiéndome por encontrar la razón de mis sufrimientos, de mi
lenta agonía. En una última y violenta protesta contra lo
inexorable de mi muerte inminente, sentí como si mi espíritu
traspasara la melancolía que nos envolvía, me sentí trascender
aquel mundo desesperado, insensato, y desde alguna parte
escuché un victorioso "sí" como contestación a mi pregunta sobre
la existencia de una intencionalidad última. En aquel momento y
en una franja lejana encendieron una luz, que se quedó allí fija en
el horizonte como si alguien la hubiera pintado, en medio del gris
miserable de aquel amanecer en Baviera. "Et lux in tenebris lucet,
y la luz brilló en medio de la oscuridad." Estuve muchas horas
tajando el terreno helado. El guardián pasó junto a mí,
insultándome y una vez más volví a conversar con mi amada. La
sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la
sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi
mano cogería la suya. La sensación era terriblemente fuerte; ella
estaba allí realmente. Y, entonces, en aquel mismo momento, un
pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre la tierra
que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente.
Arte en el campo
Antes, he hablado del arte. ¿Puede pensarse en algo parecido
en un campo de concentración? Depende más bien de lo que uno
llame arte. De vez en cuando se improvisaba una especie de
espectáculo de cabaret. Se despejaba temporalmente un
barracón, se apiñaban o se clavaban entre sí unos cuantos bancos
y se estudiaba un programa. Por la noche, los que gozaban de
una buena situación —los "capos"— y los que no tenían que hacer
grandes marchas fuera del campo, se reunían allí y reían o
alborotaban un poco; cualquier cosa que les hiciera olvidar. Se
cantaba, se recitaban poemas, se contaban chistes que contenían
alguna referencia satírica sobre el campo. Todo ello no tenía otra
finalidad que la de ayudarnos a olvidar y lo conseguía. Las
reuniones eran tan eficaces que algunos prisioneros asistían a las
funciones a pesar de su agotador cansancio y aun cuando, por
ello, perdieran su rancho de aquel día.
El buen humor es siempre algo envidiable: al principio de
nuestro internamiento nos permitían reunimos en un cuarto de
máquinas a medio construir para saborear durante media hora el
plato de sopa que nos repartían a medio día (como la tenía que
pagar la empresa constructora era de todo menos alimenticia). Al
entrar, cada uno recibía un cucharón de sopa aguada, y mientras
la sorbíamos con avidez, un prisionero italiano trepaba encima de
una cuba y nos entonaba arias italianas. Los días que nos daba el
recital musical, tenía garantizada una ración doble de sopa,
sacada del fondo del perol, es decir, ¡con guisantes!
En el campo se concedían premios no sólo por entretener, sino
también por aplaudir. Por ejemplo, a mí podía haberme protegido
(¡y fui muy afortunado al no necesitarlo!) el "capo" más temido de
todos, a quien por más de una razón se le conocía por el
sobrenombre de "el capo asesino". Contaré cómo sucedió. Una
tarde tuve el gran honor de que me invitaran otra vez a la sesión
de espiritismo. Estaban reunidos en aquella habitación unos
cuantos amigos íntimos del médico jefe; asimismo estaba
presente, de forma totalmente ilegal, el oficial al cargo del
escuadrón sanitario. El "capo asesino" entró allí por casualidad y
le pidieron que recitara uno de sus poemas que se habían hecho
famosos (o infames) en el campo. No necesitaba que se lo
repitieran dos veces, de modo que rápidamente sacó una especie
de diario del que empezó a leer unas cuantas muestras de su
arte. Me mordía los labios hasta hacerme sangre para no reírme
al escuchar uno de sus poemas amorosos y seguramente gracias
a ello salvé la vida; como además le aplaudí con largueza, es muy
posible que también hubiera estado a salvo caso de haber sido
destinado a su cuadrilla de trabajo, donde ya me habían asignado
un día, un día que para mí fue más que suficiente. Pero siempre
resultaba útil que el "capo asesino" le conociera a uno desde
algún ángulo favorable. Así que le aplaudí con todas mis fuerzas.
La obsesión por buscar el arte dentro del campo adquiría, en
general, matices grotescos. Yo diría que la impresión real que
producía todo lo que se relacionaba con lo artístico surgía del
contraste casi fantasmagórico entre la representación y la
desolación de la vida en el campo que le servía de telón de fondo.
Nunca olvidaré que en la segunda noche que pasé en Auschwitz
fue la música lo que me despertó de un sueño profundo.
aquel mundo desesperado, insensato, y desde alguna parte
escuché un victorioso "sí" como contestación a mi pregunta sobre
la existencia de una intencionalidad última. En aquel momento y
en una franja lejana encendieron una luz, que se quedó allí fija en
el horizonte como si alguien la hubiera pintado, en medio del gris
miserable de aquel amanecer en Baviera. "Et lux in tenebris lucet,
y la luz brilló en medio de la oscuridad." Estuve muchas horas
tajando el terreno helado. El guardián pasó junto a mí,
insultándome y una vez más volví a conversar con mi amada. La
sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la
sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi
mano cogería la suya. La sensación era terriblemente fuerte; ella
estaba allí realmente. Y, entonces, en aquel mismo momento, un
pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre la tierra
que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente.
Arte en el campo
Antes, he hablado del arte. ¿Puede pensarse en algo parecido
en un campo de concentración? Depende más bien de lo que uno
llame arte. De vez en cuando se improvisaba una especie de
espectáculo de cabaret. Se despejaba temporalmente un
barracón, se apiñaban o se clavaban entre sí unos cuantos bancos
y se estudiaba un programa. Por la noche, los que gozaban de
una buena situación —los "capos"— y los que no tenían que hacer
grandes marchas fuera del campo, se reunían allí y reían o
alborotaban un poco; cualquier cosa que les hiciera olvidar. Se
cantaba, se recitaban poemas, se contaban chistes que contenían
alguna referencia satírica sobre el campo. Todo ello no tenía otra
finalidad que la de ayudarnos a olvidar y lo conseguía. Las
reuniones eran tan eficaces que algunos prisioneros asistían a las
funciones a pesar de su agotador cansancio y aun cuando, por
ello, perdieran su rancho de aquel día.
El buen humor es siempre algo envidiable: al principio de
nuestro internamiento nos permitían reunimos en un cuarto de
máquinas a medio construir para saborear durante media hora el
plato de sopa que nos repartían a medio día (como la tenía que
pagar la empresa constructora era de todo menos alimenticia). Al
entrar, cada uno recibía un cucharón de sopa aguada, y mientras
la sorbíamos con avidez, un prisionero italiano trepaba encima de
una cuba y nos entonaba arias italianas. Los días que nos daba el
recital musical, tenía garantizada una ración doble de sopa,
sacada del fondo del perol, es decir, ¡con guisantes!
En el campo se concedían premios no sólo por entretener, sino
también por aplaudir. Por ejemplo, a mí podía haberme protegido
(¡y fui muy afortunado al no necesitarlo!) el "capo" más temido de
todos, a quien por más de una razón se le conocía por el
sobrenombre de "el capo asesino". Contaré cómo sucedió. Una
tarde tuve el gran honor de que me invitaran otra vez a la sesión
de espiritismo. Estaban reunidos en aquella habitación unos
cuantos amigos íntimos del médico jefe; asimismo estaba
presente, de forma totalmente ilegal, el oficial al cargo del
escuadrón sanitario. El "capo asesino" entró allí por casualidad y
le pidieron que recitara uno de sus poemas que se habían hecho
famosos (o infames) en el campo. No necesitaba que se lo
repitieran dos veces, de modo que rápidamente sacó una especie
de diario del que empezó a leer unas cuantas muestras de su
arte. Me mordía los labios hasta hacerme sangre para no reírme
al escuchar uno de sus poemas amorosos y seguramente gracias
a ello salvé la vida; como además le aplaudí con largueza, es muy
posible que también hubiera estado a salvo caso de haber sido
destinado a su cuadrilla de trabajo, donde ya me habían asignado
un día, un día que para mí fue más que suficiente. Pero siempre
resultaba útil que el "capo asesino" le conociera a uno desde
algún ángulo favorable. Así que le aplaudí con todas mis fuerzas.
La obsesión por buscar el arte dentro del campo adquiría, en
general, matices grotescos. Yo diría que la impresión real que
producía todo lo que se relacionaba con lo artístico surgía del
contraste casi fantasmagórico entre la representación y la
desolación de la vida en el campo que le servía de telón de fondo.
Nunca olvidaré que en la segunda noche que pasé en Auschwitz
fue la música lo que me despertó de un sueño profundo.
El guardia encargado del barracón celebraba una especie de
fiestecilla en su habitación, que estaba próxima a la entrada de
nuestra puerta. Voces achispadas se desgañitaban cantando
tonadas gastadas. De pronto se hizo el silencio y en medio de la
noche se oyó un violín que tocaba desesperadamente un tango
triste, una melodía poco conocida y poco desgastada por la
continua repetición. El violín lloraba y una parte de mí lloraba con
él, pues aquel día alguien cumplía 24 años, alguien que yacía en
alguna otra parte de Auschwitz, quizás alejada sólo unos cientos o
miles de metros y, sin embargo, fuera de mi alcance. Ese alguien
era mi mujer.
fiestecilla en su habitación, que estaba próxima a la entrada de
nuestra puerta. Voces achispadas se desgañitaban cantando
tonadas gastadas. De pronto se hizo el silencio y en medio de la
noche se oyó un violín que tocaba desesperadamente un tango
triste, una melodía poco conocida y poco desgastada por la
continua repetición. El violín lloraba y una parte de mí lloraba con
él, pues aquel día alguien cumplía 24 años, alguien que yacía en
alguna otra parte de Auschwitz, quizás alejada sólo unos cientos o
miles de metros y, sin embargo, fuera de mi alcance. Ese alguien
era mi mujer.
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