jueves, 30 de abril de 2020

Con Eduardo Galeano en el Día del Trabajador


“Cada primero de mayo serán resucitados”


“Les espera la horca. Eran cinco, pero Lingg madrugó a la muerte haciendo estallar entre sus dientes una cápsula de dinamita.
Fischer se viste sin prisa, tarareando “La Marsellesa”. Parsons, el agitador que empleaba la palabra como látigo o cuchillo, aprieta las manos de sus compañeros antes de que los guardias se las aten a la espalda.
Engel, famoso por la puntería, pide vino de Oporto y hace reír a todos con un chiste. Spies, que tanto ha escrito pintando a la anarquía como la entrada a la vida se prepara, en silencio, para entrar en la muerte.
Los espectadores, en platea de teatro, clavan la vista en el cadalso. Una seña, un ruido, la trampa cede… Ya, en danza horrible, murieron dando vueltas en el aire.
José Martí escribe la crónica de la ejecución de los anarquistas en Chicago. La clase obrera del mundo los resucitará todos los primeros de mayo.
Eso todavía no se sabe, pero Martí siempre escribe como escuchando, donde menos se espera, el llanto de un recién nacido”.
Eduardo Galeano, fragmento del libro “De los Abrazos







”La tarántula universal

"Ocurrió en Chicago, en 1886.
El primero de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario «Philadelphia Tribune» diagnosticó: El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal, y se ha vuelto loco de remate.
Locos de remate estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas y por el derecho a la organización sindical.
Al año siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron sentenciados sin pruebas en un juicio mamarracho. Georg Engel, Adolf Fischer,Albert Parsons y Auguste Spies marcharon a la horca. El quinto condenado,
Louis Linng, se había volado la cabeza en su celda.
Cada primero de mayo, el mundo entero los recuerda.
Con el paso del tiempo, las convenciones internacionales, las constituciones y las leyes les han dado la razón.
Sin embargo, las empresas más exitosas siguen sin enterarse. Prohíben los sindicatos obreros y miden la jornada de trabajo con aquellos relojes derretidos que pintó Salvador Dalí. '' 

Eduardo Galeano (Espejos)




El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-12°entrega




Continuamos nuestra lectura juntos... prestale atención a este nuevo tramo...es muy jugoso y vale la pena guardar estas palabras...





La pregunta por el sentido de la vida

Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra

actitud hacia la vida. Tenemos que aprender por nosotros mismos

y* después, enseñar a los desesperados que en realidad no

importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera

algo de nosotros. Tenemos que dejar de hacernos preguntas

sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar en

nosotros como en seres a quienes la vida les inquiriera continua e

incesantemente. Nuestra contestación tiene que estar hecha no

de palabras ni tampoco de meditación, sino de una conducta y

una actuación rectas. En última instancia, vivir significa asumir la

responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los

problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna

continuamente a cada individuo.

Dichas tareas y, consecuentemente, el significado de la vida,

difieren de un hombre a otro, de un momento a otro, de modo

que resulta completamente imposible definir el significado de la

vida en términos generales. Nunca se podrá dar respuesta a las

preguntas relativas al sentido de la vida con argumentos

especiosos. "Vida" no significa algo vago, sino algo muy real y

concreto, que configura el destino de cada hombre, distinto y

único en cada caso. Ningún hombre ni ningún destino pueden

compararse a otro hombre o a otro destino. Ninguna situación se

repite y cada una exige una respuesta distinta; unas veces la

situación en que un hombre se encuentra puede exigirle que

emprenda algún tipo de acción; otras, puede resultar más

ventajoso aprovecharla para meditar y sacar las consecuencias

pertinentes. Y, a veces, lo que se exige al hombre puede ser

simplemente aceptar su destino y cargar con su cruz. Cada

situación se diferencia por su unicidad y en todo momento no hay

más que una única respuesta correcta al problema que la

situación plantea.

Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de

aceptar dicho sufrimiento, pues ésa es su sola y única tarea. Ha

de reconoces el hecho de que, incluso sufriendo, él es único y

está solo en el universo. Nadie puede redimirle de su sufrimiento

ni sufrir en su lugar. Su única oportunidad reside en la actitud que

adopte al soportar su carga.

En cuanto a nosotros, como prisioneros, tales pensamientos no

eran especulaciones muy alejadas de la realidad, eran los únicos

pensamientos capaces de ayudarnos, de liberarnos de la

desesperación, aun cuando no se vislumbrara ninguna

oportunidad de salir con vida. Ya hacía tiempo que habíamos

pasado por la etapa de pedir a la vida un sentido, tal como el de

alcanzar alguna meta mediante la creación activa de algo valioso.

Para nosotros el significado de la vida abarcaba círculos más

amplios, como son los de la vida y la muerte y por este sentido es

por el que luchábamos.



Sufrimiento como prestación


Una vez que nos fue revelado el significado del sufrimiento,

nos negamos a minimizar o aliviar las torturas del campo a base

de ignorarlas o de abrigar falsas ilusiones o de alimentar un

optimismo artificial. El sufrimiento se había convertido en una

tarea a realizar y no queríamos volverle la espalda. Habíamos

aprehendido las oportunidades de logro que se ocultaban en él,

oportunidades que habían llevado al poeta Rilke a decir: "Wie viel

ist aufzuleiden" "¡Por cuánto sufrimiento hay que pasar!." Rilke

habló de "conseguir mediante el sufrimiento" donde otros hablan

de "conseguir por medio del trabajo". Ante nosotros teníamos una

buena cantidad de sufrimiento que debíamos soportar, así que era

preciso hacerle frente procurando que los momentos de debilidad

y de lágrimas se redujeran al mínimo. Pero no había ninguna

necesidad de avergonzarse de las lágrimas, pues ellas testificaban

que el hombre era verdaderamente valiente; que tenía el valor de

sufrir. No obstante, muy pocos lo entendían así. Algunas veces,

alguien confesaba avergonzado haber llorado, como aquel

compañero que respondió a mi pregunta sobre cómo había

vencido el edema, confesando: "Lo he expulsado de mi cuerpo a

base de lágrimas."

Algo nos espera

Siempre que era posible, en el campo se aplicaba algo que

podría definirse como los fundamentos de la psicoterapia o de la

psicohigiene, tanto individual como colectivamente. Los esbozos

de psicoterapia individual solían ser del tipo del "procedimiento

para salvar la vida". Dichas acciones se emprendían por regla

general con vistas a evitar los suicidios. Una regla del campo muy

estricta prohibía que se tomara ninguna iniciativa tendente a

salvar a un hombre que tratara de suicidarse. Por ejemplo, se

prohibía cortar la soga del hombre que intentaba ahorcarse, por

consiguiente, era de suma importancia impedir que se llegara a

tales extremos.

Recuerdo dos casos de suicidio frustrado que guardan entre sí

mucha similitud. Ambos prisioneros habían comentado sus

intenciones de suicidarse basando su decisión en el argumento

típico de que ya no esperaban nada de la vida. En ambos casos se

trataba por lo tanto de hacerles comprender que la vida todavía

esperaba algo de ellos. A uno le quedaba un hijo al que él

adoraba y que estaba esperándole en el extranjero. En el otro

caso no era una persona la que le esperaba, sino una cosa, ¡su

obra! Era un científico que había iniciado la publicación de una

colección de libros que debía concluir. Nadie más que él podía

realizar su trabajo, lo mismo que nadie más podría nunca

reemplazar al padre en el afecto del hijo.

La unicidad y la resolución que diferencian a cada individuo y

confieren un significado a su existencia tienen su incidencia en la

actividad creativa, al igual que la tienen en el amor. Cuando se

acepta la imposibilidad de reemplazar a una persona, se da paso

para que se manifieste en toda su magnitud la responsabilidad

que el hombre asume ante su existencia. El hombre que se hace

consciente de su responsabilidad ante el ser humano que le

espera con todo su afecto o ante una obra inconclusa no podrá

nunca tirar su vida por la borda. Conoce el "porqué" de su

existencia y podrá soportar casi cualquier "cómo".


Una palabra a tiempo


Las oportunidades para la psicoterapia colectiva eran

limitadas. El ejemplo correcto era más efectivo de lo que pudieran

serlo las palabras. Los jefes de barracón que no eran autoritarios,

por ejemplo, tenían precisamente por su forma de ser y actuar

mil oportunidades de ejercitar una influencia de largo alcance

sobre los que estaban bajo su jurisdicción. La influencia inmediata

de una determinada forma de conducta es siempre más efectiva

que las palabras. Pero, a veces, una palabra también resulta

efectiva cuando la receptividad mental se intensifica con motivo

de las circunstancias externas. Recuerdo un incidente en que

hubo lugar para realizar una labor terapéutica sobre todos los

prisioneros de un barracón, como consecuencia de la

intensificación de su receptividad provocada por una determinada

situación externa.

Había sido un día muy malo. A la hora de la formación se

había leído un anuncio sobre los muchos actos que, de entonces

en adelante, se considerarían acciones de sabotaje y, por

consiguiente, punibles con la horca. Entre estas faltas se incluían

nimiedades como cortar pequeñas tiras de nuestras viejas mantas

(para utilizarlas como vendajes para los tobillos) y "robos

mínimos. Hacía unos días que un prisionero al borde de la

inanición había entrado en el almacén de víveres y había robado

algunos kilos de patatas. El robo se descubrió y algunos

prisioneros reconocieron al "ladrón". Cuando las autoridades del

campo tuvieron noticia de lo sucedido, ordenaron que les

entregáramos al culpable; si no, todo el campo ayunaría un día.

Claro está que los 2500 hombres prefirieron callar. La tarde de

aquel día de ayuno yacíamos exhaustos en los camastros. Nos

encontrábamos en las horas más bajas. Apenas sé decía palabra y

las que se pronunciaban tenían un tono de irritación. Entonces, y

para empeorar aún más las cosas, se apagó la luz. Los estados de

ánimo llegaron a su punto más bajo. Pero el jefe de nuestro

barracón era un hombre sabio e improvisó una pequeña charla

sobre todo lo que bullía en nuestra mente en aquellos momentos.

Se refirió a los muchos compañeros que habían muerto en los

últimos días por enfermedad o por suicidio, pero también indicó

cuál había sido la verdadera razón de esas muertes: la pérdida de

la esperanza. Aseguraba que tenía que haber algún medio de

prevenir que futuras víctimas llegaran a estados tan extremos. Y

al decir esto me señalaba a mí para que les aconsejara.

Dios sabe que no estaba en mi talante dar explicaciones


psicológicas o predicar sermones a fin de ofrecer a mis camaradas

algún tipo de cuidado médico de sus almas. Tenía frío y sueño,

me sentía irritable y cansado, pero hube de sobreponerme a mí

mismo y aprovechar la oportunidad. En aquel momento era más

necesario que nunca infundirles ánimos.


Mañana seguimos....si querés podés descargar el libro completo en el siguiente link...

CANTI RÌTMICOS Un remolino para jugar

miércoles, 29 de abril de 2020

Aprendamos de ellos...los animales


En el día del Animal escuchamos...EL SEÑOR TORMENTA

En el día del animal: versos de Jorge Luis Borges, dedicados a su gato Beppo


El gato blanco y célibe se mira en la lúcida luna del espejo
y no puede saber que esa blancura y esos ojos de oro que no ha visto
nunca en la casa son su propia imagen.
¿Quién le dirá que el otro que lo observa
es apenas un sueño del espejo?
Me digo que esos gatos armoniosos
el de cristal y el de caliente sangre,
son simulacros que concede al tiempo
un arquetipo eterno. Así lo afirma,
sombra también, Plotino en las Ennéadas.
¿De qué Adán anterior al paraíso,
de qué divinidad indescifrable
somos los hombres un espejo roto?”


El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-11°entrega


Continuamos...un tramo más de esta historia sin igual...

Cada día leemos juntos unas líneas pero recordá que si quisieras descargar el libro completo puedes hacerlo con el siguiente link de un sitio seguro...





https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf







Análisis de la existencia provisional



Ya hemos dicho que, en última instancia, los responsables del

estado de ánimo más íntimo del prisionero no eran tanto las

causas psicológicas ya enumeradas cuanto el resultado de su libre

decisión. La observación psicológica de los prisioneros ha

demostrado que únicamente los hombres que permitían que se

debilitara su interno sostén moral y espiritual caían víctimas de

las influencias degenerantes del campo. Y aquí se suscita la

pregunta acerca de lo que podría o debería haber constituido este

"sostén interno".

Al relatar o escribir sus experiencias, todos los que pasaron

por la experiencia de un campo de concentración concuerdan en

señalar que la influencia más deprimente de todas era que el

recluso no supiera cuánto tiempo iba a durar su encarcelamiento.

Nadie le dio nunca una fecha para su liberación (en nuestro

campo ni siquiera tenía sentido hablar de ello). En realidad, la

duración no era sólo incierta, sino ilimitada. Un renombrado

investigador psicológico manifestó en cierta ocasión que la vida en

un campo de concentración podría denominarse "existencia

provisional". Nosotros completaríamos la definición diciendo que

es "una existencia provisional cuya duración se desconoce".

Por regla general, los recién llegados no sabían nada de las

condiciones de un campo. Los que venían de otros campos se

veían obligados a guardar silencio y, de algunos campos, nadie

regresó. Al entrar en él, las mentes de los prisioneros sufrían un

cambio. Con el fin de la incertidumbre venía la incertidumbre del

fin. Era imposible prever cuándo y cómo terminaría aquella

existencia, caso de tener fin. El vocablo latino finis tiene dos

significados: final y meta a alcanzar. El hombre que no podía ver

el fin de su "existencia provisional", tampoco podía aspirar a una

meta última en la vida. Cesaba de vivir para el futuro en

contraste con el hombre normal. Por consiguiente cambiaba toda

la estructura de su vida íntima. Aparecían otros signos de

decadencia como los que conocemos de otros aspectos de la vida.

El obrero parado, por ejemplo, está en una posición similar. Su

existencia es provisional en ese momento y, en cierto sentido, no

puede vivir para el futuro ni marcarse una meta. Trabajos de

investigación realizados sobre los mineros parados han

demostrado que sufren de una particular deformación del tiempo

—el tiempo íntimo— que es resultado de su condición de parados.

También los prisioneros sufrían de esta extraña "experiencia del

tiempo". En el campo, una unidad de tiempo pequeña, un día, por

ejemplo, repleto de continuas torturas y de fatiga, parecía no

tener fin, mientras que una unidad de tiempo mayor, quizás una

semana, parecía transcurrir con mucha rapidez. Mis camaradas

concordaron conmigo cuando dije que en el campo el día duraba

más que la semana. ¡Cuan paradójica era nuestra experiencia del

tiempo! A este respecto me viene el recuerdo de La Montaña

Mágica, de Thomas Mann, que contiene unas cuantas

observaciones psicológicas muy atinadas. Mann estudia la

evolución espiritual de personas que están en condiciones

psicológicas semejantes; es decir, los enfermos de tuberculosis en

un sanatorio, quienes tampoco conocen la fecha en que les darán

de alta; experimentan una existencia similar, sin ningún futuro,

sin ninguna meta.

Uno de los prisioneros, que a su llegada marchaba en una

larga columna de nuevos reclusos desde la estación al campo, me

dijo más tarde que había sentido como si estuviera desfilando en

su propio funeral. Le parecía que su vida no tenía ya futuro y

contemplaba todo como algo que ya había pasado, como si ya

estuviera muerto. Este sentimiento de falta de vida, de un

"cadáver viviente" se intensificaba por otras causas. Mientras que,

en cuanto al tiempo, lo que se experimentaba de forma más

aguda era la duración ilimitada del período de reclusión, en

cuanto al espacio eran los estrechos límites de la prisión. Todo lo

que estuviera al otro lado de la alambrada se antojaba remoto,

fuera del alcance y, de alguna forma, irreal. Lo que sucedía

afuera, la gente de allá, todo lo que era vida normal, adquiría

para el prisionero un aspecto fantasmal. La vida afuera, al menos

hasta donde él podía verla, le parecía casi como lo que podría ver

un hombre ya muerto que se asomara desde el otro mundo.

El hombre que se dejaba vencer porque no podía ver ninguna

meta futura, se ocupaba en pensamientos retrospectivos. En otro

contexto hemos hablado ya de la tendencia a mirar al pasado

como una forma de contribuir a apaciguar el presente y todos sus

horrores haciéndolo menos real. Pero despojar al presente de su

realidad entrañaba ciertos riesgos. Resultaba fácil desentenderse

de las posibilidades de hacer algo positivo en el campo y esas

oportunidades existían de verdad. Ese ver nuestra "existencia

provisional" como algo irreal constituía un factor importante en el

hecho de que los prisioneros perdieran su dominio de la vida; en

cierto sentido todo parecería sin objeto. Tales personas olvidaban

que muchas veces es precisamente una situación externa

excepcionalmente difícil lo que da al hombre la oportunidad de

crecer espiritualmente más allá de sí mismo. En vez de aceptar

las dificultades del campo como una manera de probar su fuerza

interior, no toman su vida en serio y la desdeñan como algo

inconsecuente. Prefieren cerrar los ojos y vivir en el pasado. Para

estas personas la vida no tiene ningún sentido.

Claro está que sólo unos pocos son capaces de alcanzar cimas

espirituales elevadas. Pero esos pocos tuvieron una oportunidad

de llegar a la grandeza humana aun cuando fuera a través de su

aparente fracaso y de su muerte, hazaña que en circunstancias

ordinarias nunca hubieran alcanzado. A los demás de nosotros, al

mediocre y al indiferente, se les podrían aplicar las palabras de

Bismarck: "La vida es como visitar al dentista. Se piensa siempre

que lo peor está por venir, cuando en realidad ya ha pasado."

Parafraseando este pensamiento, podríamos decir que muchos de

los prisioneros del campo de concentración creyeron que la

oportunidad de vivir ya les había pasado y, sin embargo, la

realidad es que representó una oportunidad y un desafío: que o

bien se puede convertir la experiencia en victorias, la vida en un

triunfo interno, o bien se puede ignorar el desafío y limitarse a

vegetar como hicieron la mayoría de los prisioneros.



Spinoza, educador


Cualquier tentativa de combatir la influencia psicopatológica

que el campo ejercía sobre el prisionero mediante la psicoterapia

o los métodos psicohigiénicos debía alcanzar el objetivo de

conferirle una fortaleza interior, señalándole una meta futura

hacia la que poder volverse. De forma instintiva, algunos

prisioneros trataban de encontrar una meta propia. El hombre

tiene la peculiaridad de que no puede vivir si no mira al futuro:

sub specie aeternitatis. Y esto constituye su salvación en los

momentos más difíciles de su existencia, aun cuando a veces

tenga que aplicarse a la tarea con sus cinco sentidos. Por lo que a

mí respecta, lo sé por experiencia propia. Al borde del llanto a

causa del tremendo dolor (tenía llagas terribles en los pies debido

a mis zapatos gastados) recorrí con la larga columna de hombres

los kilómetros que separaban el campo del lugar de trabajo. El

viento gélido nos abatía. Yo iba pensando en los pequeños

problemas sin solución de nuestra miserable existencia. ¿Qué

cenaríamos aquella noche? ¿Si como extra nos dieran un trozo de

salchicha, convendría cambiarla por un pedazo de pan? ¿Debía

comerciar con el último cigarrillo que me quedaba de un bono que

obtuve hacía quince días y cambiarlo por un tazón de sopa?

¿Cómo podría hacerme con un trozo de alambre para reemplazar

el fragmento que me servía como cordón de los zapatos?

¿Llegaría al lugar de trabajo a tiempo para unirme al pelotón de

costumbre o tendría que acoplarme a otro cuyo capataz tal vez

fuera más brutal? ¿Qué podía hacer para estar en buenas

relaciones con un "capo" determinado que podría ayudarme a

conseguir trabajo en el campo en vez de tener que emprender a

diario aquella dolorosa caminata?

Estaba disgustado con la marcha de los asuntos que

continuamente me obligaban a ocuparme sólo de aquellas cosas

tan triviales. Me obligué a pensar en otras cosas. De pronto me vi

de pie en la plataforma de un salón de conferencias bien

iluminado, agradable y caliente. Frente a mí tenía un auditorio

atento, sentado en cómodas butacas tapizadas. ¡Yo daba una

conferencia sobre la psicología de un campo de concentración! Visto y descrito desde la mira distante de la ciencia, todo lo que

me oprimía hasta ese momento se objetivaba. Mediante este

método, logré cierto éxito, conseguí distanciarme de la situación,

pasar por encima de los sufrimientos del momento y observarlos

como si ya hubieran transcurrido y tanto yo mismo como mis

dificultades se convirtieron en el objeto de un estudio

psicocientífico muy interesante que yo mismo he realizado. ¿Qué

dice Spinoza en su Ética? "Affectus, qui passio est, desinit esse

passio simulatque eius claram et distinctam formamus ideam. La

emoción, que constituye sufrimiento, deja de serlo tan pronto

como nos formamos una idea clara y precisa del mismo." (Ética,

5a parte, "Sobre el poder del espíritu o la libertad humana", frase

III).

El prisionero que perdía la fe en el futuro —en su futuro—

estaba condenado. Con la pérdida de la fe en el futuro perdía,

asimismo, su sostén espiritual; se abandonaba y decaía y se

convertía en el sujeto del aniquilamiento físico y mental. Por regla

general, éste se producía de pronto, en forma de crisis, cuyos

síntomas eran familiares al recluso con experiencia en el campo.

Todos temíamos este momento no ya por nosotros, lo que no

hubiera tenido importancia, sino por nuestros amigos. Solía

comenzar cuando una mañana el prisionero se negaba a vestirse

y a lavarse o a salir fuera del barracón. Ni las súplicas, ni los

golpes, ni las amenazas surtían ningún efecto. Se limitaba a

quedarse allí, sin apenas moverse. Si la crisis desembocaba en

enfermedad, se oponía a que lo llevaran a la enfermería o hacer

cualquier cosa por ayudarse. Sencillamente se entregaba. Y allí se

quedaba tendido sobre sus propios excrementos sin importarle

nada.

Una vez presencié una dramática demostración del estrecho

nexo entre la pérdida de la fe en el futuro y su consiguiente final.

F., el jefe de mi barracón, compositor y libretista bastante

famoso, me confió un día:

"Me gustaría contarle algo, doctor. He tenido un sueño

extraño. Una voz me decía que deseara lo que quisiera, que lo

único que tenía que hacer era decir lo que quería saber y todas

mis preguntas tendrían respuesta. ¿Quiere saber lo que le

pregunté? Que me gustaría conocer cuándo terminaría para mí la

guerra. Ya sabe lo que quiero decir, doctor, ¡para mí! Quería

saber cuándo seríamos liberados nosotros, nuestro campo, y

cuándo tocarían a su fin nuestros sufrimientos." "¿Y cuándo tuvo

usted ese sueño?", le pregunté.

"En febrero de 1945", contestó. Por entonces estábamos a

principios de marzo.

"¿Y qué le contestó la voz?"

Furtivamente me susurró:

"El treinta de marzo."

Cuando F. me habló de aquel sueño todavía estaba rebosante

de esperanza y convencido de que la voz de su sueño no se

equivocaba. Pero al acercarse el día señalado, las noticias sobre la

evolución de la guerra que llegaban a nuestro campo no hacían

suponer la probabilidad de que nos liberaran en la fecha

prometida. El 29 de marzo y de repente F. cayó enfermo con una

fiebre muy alta. El día 30 de marzo, el día que la profecía le había

dicho que la guerra y el sufrimiento terminarían para él, cayó en

un estado de delirio y perdió la conciencia. El día 31 de marzo

falleció. Según todas las apariencias murió de tifus.

Los que conocen la estrecha relación que existe entre el estado

de ánimo de una persona —su valor y sus esperanzas, o la falta

de ambos— y la capacidad de su cuerpo para conservarse

inmune, saben también que si repentinamente pierde la

esperanza y el valor, ello puede ocasionarle la muerte. La causa

última de la muerte de mi amigo fue que la esperada liberación no

se produjo y esto le desilusionó totalmente; de pronto, su cuerpo

perdió resistencia contra la infección tifoidea latente. Su fe en el

futuro y su voluntad de vivir se paralizaron y su cuerpo fue presa

de la enfermedad, de suerte que sus sueños se hicieron

finalmente realidad.

Las observaciones sobre este caso y la conclusión que de ellas

puede extraerse concuerdan con algo sobre lo que el médico jefe

del campo me llamó la atención: la tasa de mortandad semanal

en el campo aumentó por encima de todo lo previsto desde las

Navidades de 1944 al Año Nuevo de 1945. A su entender, la

explicación de este aumento no estaba en el empeoramiento de

nuestras condiciones de trabajo, ni en una disminución de la

ración alimenticia, ni en un cambió climatológico, ni en el brote de

nuevas epidemias. Se trataba simplemente de que la mayoría de

los prisioneros había abrigado la ingenua ilusión de que para

Navidad les liberarían. Según se iba acercando la fecha sin que se

produjera ninguna noticia alentadora, los prisioneros perdieron su

valor y les venció el desaliento. Como ya dijimos antes, cualquier

intento de restablecer la fortaleza interna del recluso bajo las

condiciones de un campo de concentración pasa antes que nada

por el acierto en mostrarle una meta futura. Las palabras de

Nietzsche: "Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar

cualquier cómo" pudieran ser la motivación que guía todas las

acciones psicoterapéuticas y psicohigiénicas con respecto a los

prisioneros. Siempre que se presentaba la oportunidad, era

preciso inculcarles un porque —una meta— de su vivir, a fin de

endurecerles para soportar el terrible como de su existencia.

Desgraciado de aquel que no viera ningún sentido en su vida,

ninguna meta, ninguna intencionalidad y, por tanto, ninguna

finalidad en vivirla, ése estaba perdido. La respuesta típica que

solía dar este hombre a cualquier razonamiento que tratara de

animarle, era: "Ya no espero nada de la vida." ¿Qué respuesta

podemos dar a estas palabras?



Hasta aquí por hoy...Mañana continuamos...

CANTI LECTURAS: El hombrecito verde y su pájaro

martes, 28 de abril de 2020

Luis Pescetti lee el comienzo de "Frin"

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-10°entrega

Un nuevo tramo de esta historia....seguimos leyendo juntos...


Irritabilidad



Aparte de su función como mecanismo de defensa, la apatía de

los prisioneros era también el resultado de otros factores. El

hambre y la falta de sueño contribuían a ella (al igual que ocurre

en la vida normal), así como la irritabilidad en general, que era

otra de las características del estado mental de los prisioneros. La

falta de sueño se debía en parte a la invasión de toda suerte de

bichos molestos que, debido a la falta de higiene y atención

sanitaria, infectaban los barracones tan terriblemente

superpoblados. El hecho de que no tomáramos ni una pizca de

nicotina o cafeína contribuía igualmente a nuestro estado de

apatía e irritabilidad.

Además de estas causas físicas, estaban también las mentales,

en forma de ciertos complejos. La mayoría de los prisioneros

sufrían de algún tipo de complejo de inferioridad. Todos nosotros

habíamos creído alguna vez que éramos "alguien" o al menos lo

habíamos imaginado. Pero ahora nos trataban como si no

fuéramos nadie, como si no existiéramos. (La conciencia del amor

propio está tan profundamente arraigada en las cosas más

elevadas y más espirituales, que no puede arrancarse ni viviendo

en un campo de concentración. ¿Pero cuántos hombres libres, por

no hablar de los prisioneros, lo poseen?) Sin mencionarlo, lo

cierto es que el prisionero medio se sentía terriblemente

degradado. Esto se hacía obvio al observar el contraste que

ofrecía la singular estructura sociológica del campo. Los

prisioneros más "prominentes", los "capos", los cocineros, los

intendentes, los policías del campo no se sentían, por lo general,

degradados en modo alguno, como se consideraban la mayoría de

los prisioneros, sino que al contrario se consideraban

¡promovidos! Algunos incluso alimentaban mínimas ilusiones de

grandeza. La reacción mental de la mayoría, envidiosa y quejosa,

hacia esta minoría favorecida se ponía de manifiesto de muchas

maneras, a veces en forma de chistes. Por ejemplo, una vez oí a

un prisionero hablarle a otro sobre un "Capo" y decirle:

"¡Figúrate! Conocí a ese hombre cuando sólo era presidente de un

gran banco. Ahora, el cargo de "capo" se le ha subido a la

cabeza." Siempre que la mayoría degradada y la minoría

promovida entraban en conflicto (y eran muchas las

oportunidades de que tal sucediera, empezando por el reparto de

la comida) los resultados eran explosivos. De suerte que la

irritabilidad general (cuyas causas físicas se analizaron antes) se

hacía más intensa cuando se le añadían estas tensiones mentales.

Nada tiene de sorprendente que la tensión abocara en una lucha

abierta. Dado que el prisionero observaba a diario escenas de

golpes, su impulso hacia la violencia había aumentado. Yo sentía

también que cerraba los puños y que la rabia me invadía cuando

tenía hambre y cansancio. Y el cansancio era mi estado normal,

ya que durante toda la noche teníamos que cebar la estufa, que

nos permitían tener en el barracón a causa de los enfermos de

tifus. No obstante, algunas de las horas más idílicas que he

pasado en mi vida ocurrieron en medio de la noche cuando todos

los demás deliraban o dormían y yo podía extenderme frente a la

estufa y asar unas cuantas patatas robadas en un fuego

alimentado con el carbón que sustraíamos. Pero al día siguiente

me sentía todavía más cansado, insensible e irritable.

Mientras trabajé como médico en el pabellón de los enfermos

de tifus, tuve que ocupar también el puesto de jefe del mismo, lo

que quería decir que ante las autoridades del campo era

responsable de su limpieza (si es que se puede utilizar el término

limpieza para describir aquella condición). El pretexto de la

inspección a la que con frecuencia nos sometían era más con

ánimo de torturarnos que por motivos de higiene. Mayor cantidad

de alimentos y unas cuantas medicinas nos hubieran ayudado

más, pero la única preocupación de los inspectores consistía en

ver si en el centro del pasillo había una brizna de paja o si las

mantas sucias, hechas andrajos e infectadas de piojos estaban

bien plegadas y remetidas a los pies de los pacientes. El destino

de los prisioneros no les preocupaba en absoluto. Si yo me

presentaba marcialmente con mi rapada cabeza descubierta y

chocando los talones informaba: "Barracón número VI/9; 52

pacientes, dos enfermeros ayudantes y un médico", se sentían

satisfechos. A renglón seguido se marchaban. Pero hasta que

llegaban —solían anunciar su visita con muchas horas de

antelación y muchas veces ni siquiera venían— me veía obligado

a mantener bien estiradas las mantas, a recoger todas las motas

de paja que caían de las literas y a gritar a los pobres diablos que

se revolvían en sus catres, amenazando con desbaratar mis

esfuerzos para conseguir la limpieza y pulcritud requeridas. La

apatía crecía sobre todo entre los pacientes febriles, de suerte

que no reaccionaban a nada si no se les gritaba. A veces fallaban

incluso los gritos y ello exigía un tremendo esfuerzo de

autocontrol para no golpearlos. La propia irritabilidad personal

adquiría proporciones inauditas cuando chocaba con la apatía de

otro, especialmente en los casos de peligro (por ejemplo, cuando

se avecinaba una inspección) que tenían su origen en ella.



La libertad interior



Tras este intento de presentación psicológica y explicación

psicopatológica de las características típicas del recluido en un

campo de concentración, se podría sacar la impresión de que el

ser humano es alguien completa e inevitablemente influido por su

entorno y (entendiéndose por entorno en este caso la singular

estructura del campo de concentración, que obligaba al prisionero

a adecuar su conducta a un determinado conjunto de pautas).

Pero, ¿y qué decir de la libertad humana? ¿No hay una libertad

espiritual con respecto a la conducta y a la reacción ante un

entorno dado? ¿Es cierta la teoría que nos enseña que el hombre

no es más que el producto de muchos factores ambientales

condicionantes, sean de naturaleza biológica, psicológica o

sociológica? ¿El hombre es sólo un producto accidental de dichos

factores? Y, lo que es más importante, ¿las reacciones de los

prisioneros ante el mundo singular de un campo de concentración,

son una prueba de que el hombre no puede escapar a la

influencia de lo que le rodea? ¿Es que frente a tales circunstancias

no tiene posibilidad de elección?

Podemos contestar a todas estas preguntas en base a la

experiencia y también con arreglo a los principios. Las

experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre

tiene capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes,

algunos heroicos, los cuales prueban que puede vencerse la

apatía, eliminarse la irritabilidad. El hombre puede conservar un

vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso

en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física.

Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a

los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los

demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede

que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de

que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la

última de las libertades humanas —la elección de la actitud

personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su

propio camino.

Y allí, siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas

horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión

que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que

amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna;

que determinaban si uno iba o no iba a ser el juguete de las

circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, para

dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico.

Visto desde este ángulo, las reacciones mentales de los

internados en un campo dé concentración deben parecemos la

simple expresión de determinadas condiciones físicas y

sociológicas. Aun cuando condiciones tales como la falta de

sueño, la alimentación insuficiente y las diversas tensiones

mentales pueden llevar a creer que los reclusos se veían

obligados a reaccionar de cierto modo, en un análisis último se

hace patente que el tipo de persona en que se convertía un

prisionero era el resultado de una decisión íntima y no

únicamente producto de la influencia del campo.

Fundamentalmente, pues, cualquier hombre podía, incluso bajo

tales circunstancias, decidir lo que sería de él —mental y

espiritualmente—, pues aún en un campo de concentración puede

conservar su dignidad humana. Dostoyevski dijo en una ocasión:

"Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos" y estas

palabras retornaban una y otra vez a mi mente cuando conocí a

aquellos mártires cuya conducta en el campo, cuyo sufrimiento y

muerte, testimoniaban el hecho de que la libertad íntima nunca se

pierde. Puede decirse que fueron dignos de sus sufrimientos y la

forma en que los soportaron fue un logro interior genuino. Es esta

libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, lo que hace

que la vida tenga sentido y propósito.

Una vida activa sirve a la intencionalidad de dar al hombre una

oportunidad para comprender sus méritos en la labor creativa,

mientras que una vida pasiva de simple goce le ofrece la

oportunidad de obtener la plenitud experimentando la belleza, el

arte o la naturaleza. Pero también es positiva la vida que está casi

vacía tanto de creación como de gozo y que admite una sola

posibilidad de conducta; a saber, la actitud del hombre hacia su

existencia, una existencia restringida por fuerzas que le son

ajenas. A este hombre le están prohibidas tanto la vida creativa

como la existencia de goce, pero no sólo son significativas la

creatividad y el goce; todos los aspectos de la vida son

igualmente significativos, de modo que el sufrimiento tiene que

serlo también. El sufrimiento es un aspecto de la vida que no

puede erradicarse, como no pueden apartarse el destino o la

muerte. Sin todos ellos la vida no es completa.

La máxima preocupación de los prisioneros se resumía en una

pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De lo

contrario, todos estos sufrimientos carecerían de sentido. La

pregunta que a mí, personalmente, me angustiaba era esta otra:

¿Tiene algún sentido todo este sufrimiento, todas estas muertes?

Si carecen de sentido, entonces tampoco lo tiene sobrevivir al

internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera

en superarla o sucumbir, una vida, por tanto, cuyo sentidodependiera, en última instancia, de la casualidad no merecería en

absoluto la pena de ser vivida.



El destino, un regalo


El modo en que un hombre acepta su destino y todo el

sufrimiento que éste conlleva, la forma en que carga con su cruz,

le da muchas oportunidades —incluso bajo las circunstancias más

difíciles— para añadir a su vida un sentido más profundo. Puede

conservar su valor, su dignidad, su generosidad. O bien, en la

dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad

humana y ser poco más que un animal, tal como nos ha

recordado la psicología del prisionero en un campo de

concentración. Aquí reside la oportunidad que el hombre tiene de

aprovechar o de dejar pasar las ocasiones de alcanzar los méritos

que una situación difícil puede proporcionarle. Y lo que decide si

es merecedor de sus sufrimientos o no lo es.

No piensen que estas consideraciones son vanas o están muy

alejadas de la vida real. Es verdad que sólo unas cuantas

personas son capaces de alcanzar metas tan altas. De los

prisioneros, solamente unos pocos conservaron su libertad sin

menoscabo y consiguieron los méritos que les brindaba su

sufrimiento, pero aunque sea sólo uno el ejemplo, es prueba

suficiente de que la fortaleza íntima del hombre puede elevarle

por encima de su adverso sino. Y estos hombres no están

únicamente en los campos de concentración. Por doquier, el

hombre se enfrenta a su destino y tiene siempre oportunidad de

conseguir algo por vía del sufrimiento. Piénsese en el destino de

los enfermos, especialmente de los enfermos incurables. En una

ocasión, leí la carta escrita por un joven inválido, en la que a un

amigo le decía que acababa de saber que no viviría mucho tiempo

y que ni siquiera una operación podría aliviarle su sufrimiento.

Continuaba su carta diciendo que se acordaba de haber visto una

película sobre un hombre que esperaba su muerte con valor y

dignidad. Aquel muchacho pensó entonces que era una gran

victoria enfrentarse de este modo a la muerte y ahora —escribía—

el destino le brindaba a él una oportunidad similar.

Los que hace unos años vimos la película Resurrección —según

la novela de Tolstoi— no hubiéramos pensado nunca en un primer

momento que en ella se daban cita grandes destinos y grandes

hombres. En nuestro mundo no se daban tales situaciones por lo

que no había nunca oportunidad de alcanzar tamaña grandeza...

Al salir del cine fuimos al café más próximo, y, junto a una taza

de café y un bocadillo, nos olvidamos de los extraños

pensamientos metafísicos que por un momento habían cruzado

por nuestras mentes. Pero cuando también nosotros nos vimos

confrontados con un destino más grande e hicimos frente a la

decisión de superarlo con igual grandeza espiritual, habíamos

olvidado ya nuestras resoluciones juveniles, tan lejanas, y no

dimos la talla.

Quizás para algunos de nosotros llegue un día en que veamos

otra vez aquella película u otra análoga. Pero para entonces otras

muchas películas habrán pasado simultáneamente ante nuestros

ojos del alma; visiones de gentes que alcanzaron en sus vidas

metas más altas de las que puede mostrar una película

sentimental. Algunos detalles, de una muy especial e íntima

grandeza humana, acuden a mi mente; como la muerte de

aquella joven de la que yo fui testigo en un campo de

concentración. Es una historia sencilla; tiene poco que contar, y

tal vez pueda parecer invención, pero a mí me suena como un

poema.

Esta joven sabía que iba a morir a los pocos días; a pesar de

ello, cuando yo hablé con ella estaba muy animada.

"Estoy muy satisfecha de que el destino se haya cebado en mí

con tanta fuerza", me dijo. "En mi vida anterior yo era una niña

malcriada y no cumplía en serio con mis deberes espirituales."

Señalando a la ventana del barracón me dijo: "Aquel árbol es el

único amigo que tengo en esta soledad." A través de la ventana

podía ver justamente la rama de un castaño y en aquella rama

había dos brotes de capullos. "Muchas veces hablo con el árbol",

me dijo.

Yo estaba atónito y no sabía cómo tomar sus palabras.

¿Deliraba? ¿Sufría alucinaciones? Ansiosamente le pregunté si el

árbol le contestaba.

"Sí" ¿Y qué le decía? Respondió: "Me dice: 'Estoy aquí, estoy

aquí, yo soy la vida, la vida eterna." 


Hasta aquí po hoy con la lectura...continuamos mañana....

y también la cantamos....Don dolón dolón

Don dolón dolón....María Elena Walsh

Para un día de lluvia nada como la poesía...


DON DOLON DOLON
Duermo en el aljibe
con mi camisón apolillado,
don dolón dolón,
duermo en el aljibe con mi camisón.
No son las polillas,
son diez mil estrellas que se asoman,
don dolón dolón,
por entre los pliegues de mi camisón.
Cuando sale el sol
tengo que meterme en el aljibe,
don dolón dolón,
duermo en el aljibe con mi camisón.
Cuando yo aparezco
todos duermen y la araña teje,
don dolón dolón,
salgo del aljibe con mi camisón.
A ver si adivinan,
a ver si adivinan quién es esta,
don dolón dolón
que está en el aljibe con su camisón

                                   Maria Elena Walsh
ilustración Luciana Navarro

Los beneficios de la lectura para nuestro cerebro



¿Sabés que sucede en nuestro cerebro cuándo leemos? en este artículo de la Editorial SM te lo contamos.



Leer supone el ejercicio más eficaz para nuestro cerebro. Ya sabíamos que la lectura es productiva para aprender, ampliar vocabulario, avivar la imaginación o reducir el estrés, pero los avances en neurociencia de los últimos tiempos revelan que además, incluso a nivel fisiológico, leer es una de las actividades más provechosas a nivel cognitivo que podemos realizar.

Cómo lee el cerebro

Como sabrás, nuestro cerebro se divide en dos hemisferios que trabajan conjuntamente, aunque para determinadas funciones, uno de ellos es más eficaz que el otro. Así, mientras el hemisferio derecho, llamado visual u holístico, se encarga de nuestra percepción corporal y espacial y maneja imágenes visuales, el hemisferio izquierdo, llamado lógico o simbólico, procesa la información secuencialmente y controla el lenguaje.

Cuando aprendemos a hablar, nuestro cerebro trabaja con la relación entre la palabra escrita y su sonido al ser pronunciada. El hemisferio derecho es capaz de reconocer palabras enteras, mientras que el izquierdo decodifica las partes de la palabra y su significado. Cuando nos acercamos a las palabras por primera vez, en torno a los 2-3 años, el hemisferio derecho ocupa un papel relevante, aunque más tarde, entre los 5-7 años, momento en que empezamos a escribir, es el hemisferio izquierdo el que toma protagonismo.


Son tres las áreas del cerebro que intervienen en el proceso de leer y en la comprensión de lo que leemos: el área de Broca en el lóbulo frontal, el área de Wernicke en el lóbulo temporal y el Giro angular en el lóbulo parietal.

La primera de ellas controla nuestra capacidad de hablar y se activa siempre que leemos, ya sea en silencio o en voz alta, transforma las palabras en un código auditivo, de ahí que, al leer, tengamos la sensación de escuchar nuestra propia voz mentalmente, excepto las personas sordas de nacimiento, que generan imágenes visuales, y las personas ciegas, que activan un código táctil cuando aprenden Braïlle. Es decir, el cerebro humano es enormemente flexible y capaz de crear distintas vías para interpretar y asimilar la escritura. En cuanto a las otras dos áreas, Wernicke y Giro angular trabajan para que entendamos la sucesión de letras frente a nuestros ojos, descifran el código de la escritura, los fonemas, y lo traducen a sonidos. También se sabe que el Giro angular guarda las palabras completas, ligadas por un sonido o significado similar. En conclusión, cuando aprendemos a leer —de niños o de adultos— se activa el sistema visual para reconocer la grafía y el sistema de habla para reconocer sonidos, y entre ambos consiguen establecer relaciones que nos permiten comprender lo que vemos y darle un significado.






Sin embargo, leer implica mucho más que reconocer signos y otorgarles significado. Está demostrado que la lectura pone en marcha otras regiones cerebrales como si despertaran todos nuestros sentidos. Por ejemplo, al leer términos como perfume o tarta de chocolate, las áreas responsables del olfato y del gusto se activan gracias a nuestra memoria sensorial. Y no solo la sensorial, sino también la emocional cuando nos encontramos con un fragmento de texto que despierta en nosotros alegría o tristeza. En cierta forma, por un lado somos conscientes de no vivirlo en primera persona, pero nuestro cerebro responde sin diferenciar entre realidad y ficción. ¡Fascinante! Además, también se activan otras áreas cerebrales según el género que leemos. Por ejemplo, la poesía pone en marcha regiones relacionadas con percepción y reconocimiento musical, algo que no sucede con la prosa.


Los beneficios de la lectura

No importa el género, el idioma o la longitud, cualquier cosa que leamos con regularidad repercute positivamente en nuestro cerebro.






Ninguna actividad es tan compleja para nuestra mente y a la vez tan satisfactoria y productiva como sentarse a leer. Desde la ortografía hasta el bienestar emocional, la lectura es divertida y saludable.

lunes, 27 de abril de 2020

Francesco Tonucci-Apuntes

En este link encontrarán apuntes de la conferencia de Francesco Tonucci " Por una buena escuela en tiempo de coronavirus.
https://drive.google.com/file/d/19Ts9EToro-N5aSeram5yCNVqD5aa2anb/view?usp=sharing

Por una buena escuela en tiempos de coronavirus - Francesco Tonucci 25/04/2020



El día sábado tuvo lugar una conferencia por Webinar con más de 70000 personas reunidos alrededor de un educador-pedagogo sin igual, le compartimos el link para disfrutarlo.

Preparate para este 1° de Mayo


El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-9°entrega

Continuamos con la lectura de unos tramos más de la vida de este médico Vienés Viktor Frankl...recordá que puedes descargar o leer en línea el libro completo en PDF en el siguiente link...

https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf

La última voluntad aprendida de memoria.


Y ahora se disponía por segunda vez el transporte al campo de

reposo. Y también ahora se desconocía si era una estratagema

para aprovecharse de los enfermos hasta su último aliento, aun

cuando sólo fuera durante catorce días o si su destino serían las

cámaras de gas o un campo de reposo verdadero. El médico jefe,

que me había tomado cierto apego, me dijo furtivamente una

noche a las diez menos cuarto:

"He hecho saber en el cuarto de mando que todavía se puede

borrar su nombre de la lista; tiene de tiempo hasta las diez."

Le dije que eso no iba conmigo; que yo había aprendido a

dejar que el destino siguiera su curso:

"Prefiero quedarme con mis amigos", le contesté.

Sus ojos tenían una expresión de piedad, como si

comprendiera... Estrechó mi mano en silencio, a modo de adiós,

no para la vida, sino desde la vida. Despacio, volví a mi barracón

y allí encontré a un buen amigo esperándome:

"¿De verdad quieres irte con ellos?", me dijo con tristeza.

"Sí, voy a ir."

Se le saltaron las lágrimas y yo traté de consolarle. Todavía

me quedaba algo por hacer, expresarle mi última voluntad.

"Otto, escucha, en caso de que yo no regrese a casa junto a

mi mujer y en caso de que la vuelvas a ver, dile que yo hablaba

de ella a diario, continuamente. Recuérdalo. En segundo lugar,

que la he amado más que a nadie. En tercer lugar, que el breve

tiempo que estuve casado con ella tiene más valor que nada, que

pesa en mí más incluso que todo lo que hemos pasado aquí.

Otto, ¿dónde estás ahora? ¿Vives? ¿Qué ha sido de ti desde

aquel momento en que estuvimos juntos por última vez?

¿Encontraste a tu mujer? ¿Recuerdas cómo te hice aprender de

memoria mi última voluntad —palabra por palabra— a pesar de

tus lágrimas de niño?

A la mañana siguiente partí con el transporte. Esta vez no era

ningún truco. No nos llevaron a la cámara de gas, sino a un

campo de reposo de verdad. Los que me compadecieron se

quedaron en un campo donde el hambre se iba' a ensañar en ellos

con mayor fiereza que en este nuevo campo. Habían intentado

salvarse pero lo que hicieron fue sellar su propio destino. Meses

después, tras la liberación, encontré a un amigo de aquel campo,

quien me contó que él, como policía, había tenido que buscar un

trozo de carne humana que faltaba de un montón de cadáveres y

que la rescató de un puchero donde la encontró cociéndose. El

canibalismo había hecho su aparición; yo me fui justamente a

tiempo.

¿No recuerda esto el relato de Muerte en Teherán? En cierta

ocasión, un persa rico y poderoso paseaba por el jardín con uno

de sus criados, compungido éste porque acababa de encontrarse

con la muerte, quien le había amenazado. Suplicaba a su amo

para que le diera el caballo más veloz y así poder apresurarse y

llegar a Teherán aquella misma tarde. El amo accedió y el

sirviente se alejó al galope. Al regresar a su casa el amo también

se encontró a la Muerte y le preguntó: "¿Por qué has asustado y

aterrorizado a mi criado?" "Yo no le he amenazado, sólo mostré

mi sorpresa al verle aquí cuando en mis planes estaba encontrarle

esta noche en Teherán", contestó la muerte.



Planes de fuga



El prisionero de un campo de concentración temía tener que

tomar una decisión o cualquier otra iniciativa. Esto era resultado

de un sentimiento muy fuerte que consideraba al destino dueño

de uno y creía que, bajo ningún concepto, se debía influir en él.

Estaba además aquella apatía que, en buena parte, contribuía a

los sentimientos del prisionero. A veces era preciso tomar

decisiones precipitadas que, sin embargo, podían significar la vida

o la muerte. El prisionero hubiera preferido dejar que el destino

eligiera por él. Este querer zafarse del compromiso se hacía más

patente cuando el prisionero debía decidir entre escaparse o no

escaparse del campo. En aquellos minutos en que tenía que

reflexionar y decidir —y siempre era cuestión de unos minutos—

sufría todas las torturas del infierno. ¿Debía intentar escaparse?

¿Debía correr el riesgo? También yo experimenté este tormento.

Al irse acercando el frente de batalla, tuve la oportunidad de

escaparme. Un colega mío que visitaba los barracones fuera del

campo cumpliendo sus deberes profesionales quería evadirse y

llevarme con él. Me sacaría de contrabando con el pretexto de

que tenía que consultar con un colega acerca de la enfermedad de

un paciente que requería el asesoramiento del especialista. Una

vez fuera del campo, un miembro del movimiento de resistencia

extranjero nos proporcionaría uniformes y alimentos. En el último

instante surgieron ciertas dificultades técnicas y tuvimos que

regresar al campo una vez más. Aquella oportunidad nos sirvió

para surtirnos de algunas provisiones, unas cuantas patatas

podridas, y hacernos cada uno con una mochila. Entramos en un

barracón vacío de la sección de mujeres, donde no había nadie

porque éstas habían sido enviadas a otro campo. El barracón

estaba en el mayor de los desórdenes: resultaba obvio que

muchas mujeres habían conseguido víveres y se habían escapado.

Por todas partes había desperdicios, pajas, alimentos

descompuestos y loza rota. Algunos tazones estaban todavía en

buen estado y nos hubieran servido de mucho, pero decidimos

dejarlos. Sabíamos demasiado bien que, en la última época, en

que la situación era cada vez más desesperada, los tazones no

sólo se utilizaban para comer, sino también como palanganas y

orinales. (Regía una norma de cumplimiento estrictamente

obligatorio que prohibía tener cualquier tipo de utensilio en el

barracón, pero muchos prisioneros se vieron forzados a incumplir

esta regla, en especial los afectados de tifus, que estaban

demasiado débiles para salir fuera del chamizo ni aun

ayudándoles.) Mientras yo hacía de pantalla, mi amigo entró en el

barracón y al poco volvió trayendo una mochila bajo su chaqueta.

Dentro había visto otra que yo tenía que coger. Así que

cambiamos los puestos y entré yo. Al escarbar entre la basura

buscando la mochila y, si podía, un cepillo de dientes vi, de

pronto, entre tantas cosas abandonadas, el cadáver de una

mujer.

Volví corriendo a mi barracón y reuní todas mis posesiones: mi

cuenco, un par de mitones rotos, "heredados" de un paciente

muerto de tifus, y unos cuantos recortes de papel con signos

taquigráficos (en los que, como ya he mencionado antes, había

empezado a reconstruir el manuscrito que perdí en Auschwitz).

Pasé una última visita rápida a todos mis pacientes que,

hacinados, yacían sobre tablones podridos a ambos lados del

barracón. Me acerqué a un paisano mío, ya casi medio muerto, y

cuya vida yo me empeñaba en salvar a pesar de su situación.

Tenía que guardar secreto sobre mi intención de escapar, pero micamarada pareció adivinar que algo iba mal (tal vez yo estaba un

poco nervioso). Con la voz cansada me preguntó: "¿Te vas tú

también?" Yo lo negué, pero me resultaba muy difícil evitar su

triste mirada. Tras mi ronda volví a verle. Y otra vez sentí su

mirada desesperada y sentí como una especie de acusación. Y se

agudizó en mí la desagradable sensación que me oprimía desde el

mismo momento en que le dije a mi amigo que me escaparía con

él. De pronto decidí, por una vez, mandar en mi destino. Salí

corriendo del barracón y le dije a mi amigo que no podía irme con

él. Tan pronto como le dije que había tomado la resolución de

quedarme con mis pacientes, aquel sentimiento de desdicha me

abandonó. No sabía lo que me traerían los días sucesivos, pero yo

había ganado una paz interior como nunca antes había

experimentado. Volví al barracón, me senté en los tablones a los

pies de mi paisano y traté de consolarle; después charlé con los

demás intentando calmarlos en su delirio.

Y llegó el último día que pasamos en el campo. Según se

acercaba el frente, los transportes se habían ido llevando a. casi

todos los prisioneros a otros campos. Las autoridades, los "capos"

y los cocineros se habían esfumado. Aquel día se dio la orden de

que el campo iba a ser totalmente evacuado al atardecer. Incluso

los pocos prisioneros que quedaban (los enfermos, unos cuantos

médicos y algunos "enfermeros") tendrían que marcharse. Por la

noche había que prenderle fuego al campo. Por la tarde aún no

habían aparecido los camiones que vendrían a recoger a los

enfermos. Todo lo contrario; de pronto se cerraron las puertas del

campo y se empezó a ejercer una vigilancia estrecha sobre la

alambrada, para evitar cualquier intento de fuga. Parecía como si

hubieran condenado a los prisioneros que quedaban a quemarse

con el campo. Por segunda vez, mi amigo y yo decidimos escapar.

Nos dieron la orden de enterrar a tres hombres al otro lado de la

alambrada. Éramos los únicos que teníamos fuerzas suficientes

para realizar aquella tarea. Casi todos los demás yacían en los

pocos barracones que aún se utilizaban, postrados con fiebre y

delirando. Hicimos nuestros planes: cuando lleváramos el primer

cadáver sacaríamos la mochila de mi amigo ocultándola en la

vieja tina de ropa sucia que hacía las veces de ataúd; con el

segundo cadáver llevaríamos mi mochila del mismo modo y en el

tercer viaje trataríamos de evadirnos. Los dos primeros viajes los

hicimos según lo acordado. Cuando regresamos, esperé a que mi

amigo buscara un trozo de pan para poder comer algo los días

que pasáramos en los bosques. Esperé. Pasaban los minutos y yo

me impacientaba cada vez más al ver que no regresaba. Después

de tres años de reclusión, me imaginaba con gozo cómo sería la

libertad, pensaba en lo maravilloso que sería correr en dirección

al frente. Más tarde supe lo peligroso que hubiera sido semejante

acción. Pero no llegamos tan lejos. En el momento en que mi

amigo regresaba, la verja del campo se abrió de pronto y un

camión espléndido, de color aluminio y con grandes cruces rojas

pintadas entró despacio hasta la explanada donde formábamos.

En él venía un delegado de la Cruz Roja de Ginebra y el campo y

los últimos internados quedaron bajo su protección. El delegado

se alojaba en una granja vecina para estar cerca del campo en

todo momento y acudir en seguida en caso de emergencia.

¿Quién pensaba ya en evadirse? Del camión descargaban cajas

con medicinas, se distribuían cigarrillos, nos fotografiaban y la

alegría era inmensa. Ya no teníamos necesidad de salir corriendo

ni de arriesgarnos hasta llegar al frente de batalla.

En nuestra excitación habíamos olvidado el tercer cadáver, así

que lo sacamos afuera y lo dejamos caer en la estrecha fosa que

habíamos cavado para los tres cuerpos. El guardia que nos

acompañaba —un hombre relativamente inofensivo— se volvió de

pronto extremadamente amable. Vio que podían volverse las

tornas y trató de ganarse nuestro favor: se unió a las breves

oraciones que ofrecimos a los muertos antes de echar la tierra

sobre ellos. Tras la tensión y la excitación de los días y horas

pasados, las palabras de nuestras oraciones rogando por la paz

fueron tan fervientes como las más ardorosas que voz humana

haya musitado nunca.

El último día que pasamos en el campo fue como un anticipo

de la libertad. Pero nuestro regocijo fue prematuro. El delegado

de la Cruz Roja nos aseguró que se había firmado un acuerdo y

que no se iba a evacuar el campo; sin embargo, aquella noche

llegaron los camiones de las SS trayendo orden de despejar el

campo. Los últimos prisioneros que quedaban serían enviados

aun campo central desde donde se les remitiría a Suiza en 48

horas para canjearlos por prisioneros de guerra. Apenas podíamos

reconocer a los SS, de tan amables como se mostraban

intentando persuadirnos para que entráramos en los camiones sin

miedo y asegurándonos que podíamos felicitarnos por nuestra

buena suerte. Los que todavía tenían fuerzas se amontonaron en

los camiones y a los que estaban seriamente enfermos o muy

débiles les izaban con dificultad. Mi amigo y yo —que ya no

escondíamos nuestras mochilas— estábamos en el último grupo y

de él eligieron a trece para la última expedición. El médico jefe

contó el número preciso, pero nosotros dos no estábamos entre

ellos. Los trece subieron al camión y nosotros tuvimos que

quedarnos. Sorprendidos, desilusionados y enfadados increpamos

al doctor, que se excusó diciendo que estaba muy fatigado y se

había distraído. Aseguró que había creído que todavía teníamos

intención de evadirnos. Nos sentamos impacientes, con nuestras

mochilas a la espalda, y esperamos con el resto de los prisioneros

a que viniera un último camión. Fue una larga espera.

Finalmente, nos echamos sobre los colchones del cuarto de

guardia, ahora desierto, exhaustos por la excitación de las últimas

horas y días, durante las cuales habíamos fluctuado

continuamente entre la esperanza y la desesperación. Dormimos

con la ropa y los zapatos puestos, listos para el viaje.

El estruendo de los rifles y cañones nos despertó. Los

fogonazos de las bengalas y los disparos de fusil iluminaban el

barracón. El médico jefe se precipitó dentro ordenándonos que

nos echáramos a tierra. Un prisionero saltó sobre mi estómago

desde la litera que quedaba encima de la mía con zapatos y todo.

¡Vaya si me despertó! Entonces nos dimos cuenta de lo que

sucedía: ¡la línea de fuego había llegado hasta nosotros!

Amenguó el tiroteo y empezó a amanecer. Allá afuera, en el

mástil junto a la verja del campo, una bandera blanca flotaba al

viento. Hasta muchas semanas después no nos enteramos de

que, durante aquellas horas, el destino había jugado con los

pocos prisioneros que quedábamos en el campo. Otra vez más

pudimos comprobar cuan inciertas podían ser las decisiones

humanas, especialmente en lo que se refiere a las cosas de la

vida y la muerte. Ante mí tenía las fotografías que se habían

tomado en un pequeño campo cercano al nuestro. Nuestros

amigos que pensaron viajar hacia la libertad aquella noche,

transportados en los camiones, fueron encerrados en los

barracones y seguidamente murieron abrasados. Sus cuerpos,

parcialmente carbonizados, eran perfectamente reconocibles en la

fotografía. Yo pensé de nuevo en el cuento de Muerte en Teherán. 


Hasta aquí por hoy...mañana continuamos...

Hacé siempre lo que te gusta...Leemos a Luis María Pescetti...Lo que nos gusta


“Lo que nos gusta” es otro de nuestros sentidos



Robert Motherwell, “Personaje naranja”

En relación a la cantidad de veces que escuchamos 

“No se puede hacer siempre lo que te gusta”

corregimos: hacé siempre lo que te gusta.

No dejes de hacerlo cuando no salga como querés,

cuando lo que te gusta fracase o no tenga la respuesta esperada.

No dejes de buscarlo porque queda lejos

o parezca un gran desafío, o porque se pone difícil.

Hacé lo que te gusta y de la mejor manera posible, no chapuceramente.

Aprendé el oficio, sé un buen fan de lo que te gusta.

Hacelo y contagiá a los demás,

convencelos de lo que te gusta.

Trabajá de lo que te gusta; pero, si no es posible hoy, fijate qué podés hacer

para que hoy te guste hacer tu trabajo… no digamos todo el día

pero sí una buena media hora que irradie energía al resto de la jornada

(por lo menos dedicale el día a quien te gusta).



Mientras, seguí puliendo lo que te gusta,

seguí entendiéndolo,

fiel, tenaz y amorosamente.

La naturaleza, o quién sea si creés en algo, nos dio eso, el gusto,

para guiarnos en lo infinito.

No es un capricho, es un mapa,

es otro de nuestros sentidos,

otra piel, otros oídos.



No lo traiciones, ni dejes que sea tu tirano,

como no idolatrás a tus ojos

ni te los tapás para salir a la calle.



Lo que te gusta es algo inquieto, se mueve,

no se lleva bien con las repeticiones, ni siquiera de sí mismo.

Agotá lo que te gusta y seguí adelante, si es el caso; pero

tampoco tengas miedo de quedar atado a alguien.

Permanecé,

sé fiel a quien te gusta.

El gusto es un pozo profundo.

Nos acostumbramos a que los titulares sean más grandes

a medida que crecen las ofertas,

pero esto es distinto: no va a levantar su voz evidente.

Sólo porque viaja como la luz de una estrella

en ocasiones de milagro la distinguimos

en medio de tantos brillos del mundo.

Lo que nos gusta

es la luminosidad de nuestras estrellas.

Sabremos guiarnos con ellas

hacia ellas.


© Luis Pescetti

sábado, 25 de abril de 2020

Somos digitales-Armá tu propia compu

Piensa Diferente para Crear un Mundo Diferente

El Increible Niño Come Libros - Club de la Galaxia

Tómbola en una tarde de lluvia

Para los más chicos....Nada más lindo para una tarde de lluvia que jugar a la tómbola...y qué mejor con estos cuentos!!!

En este link encontrarás un juego muy interesnte y divertido

En un día ventoso como el de hoy escribimos una "Carta al viento"

viernes, 24 de abril de 2020

"La casa de las palabras de Eduardo Galeano

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-8°entrega

Continuamos con la lectura de esta historia de vida y esperanza...



Añoranza de soledad

Cierto que había veces en que era posible —y hasta

necesario— mantenerse alejado de la multitud. Es bien sabido

que una vida comunitaria impuesta, en la que se presta atención

a todo lo que uno hace y en todo momento, puede producir la

irresistible necesidad de alejarse, al menos durante un corto

tiempo. El prisionero anhelaba estar a solas consigo mismo y con

sus pensamientos. Añoraba su intimidad y su soledad. Después

de mi traslado a un llamado "campo de reposo", tuve la rara

fortuna de encontrar de vez en cuando cinco minutos de soledad.

Tras el barracón de suelo de tierra en el que trabajaba y donde se

hacinaban unos 50 pacientes delirantes, había un lugar tranquilo

junto a la doble alambrada que rodeaba el campo. Allí se había

improvisado una tienda con unos cuantos postes y ramas de

árboles para cobijar media docena de cadáveres (que era la cuota

diaria de muertes en el campo). Había también un pozo que

llevaba a las tuberías de conducción de agua. Siempre que no

eran necesarios mis servicios solía sentarme en cuclillas sobre la

tapa de madera de este pozo, contemplando el florecer de las

verdes laderas y las lejanas colinas azuladas del paisaje bávaro,

enmarcado por las mallas de la alambrada de púas. Soñaba

añorante y mis pensamientos vagaban al norte, al nordeste y en

dirección a mi hogar, pero sólo veía nubes.

No me molestaban los cadáveres próximos a mí, hormigueantes de piojos; sólo las pisadas de los guardias, al

pasar, me despertaban de mis sueños; o, a veces, una llamada

desde la enfermería o para recoger un nuevo envío de medicinas

para mi barracón, envío consistente en cinco o diez tabletas de

aspirina, para 50 pacientes y varios días. Las recogía y luego

hacía mi ronda, tomándole el pulso a los pacientes y

suministrándoles media tableta si se trataba de casos graves.

Pero los casos desahuciados no recibían medicinas. No les

hubieran ayudado y, además, habrían privado de ellas a los que

todavía tenían alguna esperanza. Para los enfermos leves no tenía

más que unas palabras de aliento. Así me arrastraba de paciente

en paciente, aunque yo mismo me encontraba exhausto y

convaleciente de un fuerte ataque de tifus. Después volvía a mi

lugar solitario sobre la tapa de madera del pozo. Por cierto, este

pozo salvó una vez la vida de tres compañeros prisioneros. Poco

antes de la liberación, se organizaron transportes masivos hasta

Dachau y estos tres hombres, acertadamente, intentaron evitar el

viaje. Bajaron al pozo y allí se escondieron de los guardias. Yo me

senté tranquilamente sobre la tapa, con aire inocente, tirando

piedrecitas a la alambrada de púas, como si se tratase de un

juego infantil. Al reparar en mí, el guardia dudó un momento,

pero pasó de largo. Pronto pude decir a los hombres que estaban

abajo que lo peor había pasado.

Juguete del destino

Resulta difícil para un extraño comprender cuan poco valor se

concedía en el campo a la vida humana. El prisionero estaba ya

endurecido, pero posiblemente adquiría más conciencia de este

absoluto desprecio por la vida cuando se organizaba un convoy de

enfermos. Los cuerpos demacrados se echaban en carretillas que

los prisioneros empujaban a lo largo de muchos kilómetros, a

veces entre tormentas de nieve, hasta el siguiente campo. Si uno

de los enfermos moría antes de salir, se le echaba de todas

formas, ¡porque la lista tenía que estar completa! La lista era lo

único importante. Los hombres sólo contaban por su número de

prisionero. Uno se convertía literalmente en un número: que

estuviera muerto o vivo no importaba, ya que la vida de un

"número" era totalmente irrelevante. Y menos aún importaba lo

que había tras aquel número y aquella vida: su destino, su

historia o el nombre del prisionero. En los transportes de

pacientes a los que yo, en calidad de médico, tenía que

acompañar desde un campo de Baviera a otro, hubo un prisionero

joven cuyo hermano no estaba en lista y al que, por tanto, había

que dejar atrás. El joven suplicó tanto que el guardia decidió

hacer un cambio y el hermano ocupó el lugar de un hombre que,

de momento, prefería quedarse. ¡Con tal de que la lista estuviera

correcta! Y esto era fácil: el hermano cambió su número, nombre

y apellido con los del otro prisionero, pues, como ya he dicho

antes, carecíamos de documentación; ya teníamos bastante

suerte con conservar nuestro cuerpo que, al fin y al cabo, seguía

respirando. Todo lo demás que nos rodeaba, como los harapos

que pendían de nuestros esqueletos macilentos, sólo tenía interés

cuando se ordenaba un transporte de enfermos. Se examinaba a

los "musulmanes" con curiosidad descarada, con el fin de

averiguar si sus chaquetas o sus zapatos eran mejores que los de

uno. Después de todo, su suerte estaba echada. Pero los que

quedaban en el campo, capaces aún para algún trabajo, debían

aguzar sus recursos para mejorar las posibilidades de

supervivencia. No eran sentimentales. Los prisioneros se

consideraban totalmente a merced del humor de los guardias —

juguetes del destino— y esto les hacía más inhumanos de lo que

las circunstancias habrían hecho presumir. Siempre había

pensado que, al cabo de cinco o diez años, el hombre estaba

siempre en condiciones de saber lo que había repercutido

favorablemente en su vida. El campo de concentración me

proporcionó mayor precisión: con frecuencia sabíamos si algo

había sido bueno al cabo de cinco o diez minutos. En Auschwitz

me impuse a mí mismo una norma que resultó ser buena y que

todos mis camaradas observaron más tarde. Por regla general,

contestaba a todas las preguntas con la verdad, pero guardaba

silencio sobre lo que no se me pedía de forma expresa. Si me

preguntaban la edad, la decía; si querían saber mi profesión,

decía "médico", sin más explicaciones. En la primera mañana 

en Auschwitz un oficial de las SS asistió a la revista. Teníamos que 

agruparnos atendiendo a diferentes criterios: prisioneros de más

de cuarenta años, de menos de cuarenta, trabajadores del metal,

mecánicos, etc. Luego examinaban si teníamos hernias y algunos

prisioneros tenían que formar otro grupo. El mío fue llevado a

otro barracón, donde nos alinearon de nuevo. Tras otra selección

y después de más preguntas sobre mi edad y profesión, me

enviaron a un grupo más reducido. De nuevo nos condujeron a

otro barracón agrupados de forma diferente. Este proceso

continuó durante un tiempo y yo me sentía muy desdichado al

encontrarme entre extranjeros que hablaban lenguas para mí

ininteligibles. Por fin pasé la última revisión y me hallé de nuevo

en el grupo que estaba conmigo en el primer barracón. Mis

compañeros apenas se habían dado cuenta de que durante aquel

tiempo yo había andado de barracón en barracón. Fui consciente

de que en los pocos minutos transcurridos me había cruzado con

un destino distinto en cada ocasión.

Cuando se organizó el traslado de los enfermos al "campo de

reposo", mi nombre (es decir, mi número) estaba en la lista, ya

que se necesitaban algunos médicos. Pero nadie creía que el lugar

de destino fuera de verdad un campo de reposo. Unas semanas

atrás se había preparado un traslado similar y entonces todos

pensaron que les llevaban a la cámara de gas. Cuando se anunció

que quien se presentara voluntario para el temido turno de noche

sería borrado de la lista, de inmediato se ofrecieron voluntarios 28

prisioneros. Un cuarto de hora más tarde se canceló el transporte

pero aquellos 2 8 prisioneros quedaron en la lista del turno de

noche. Para la mayoría de ellos significó la muerte en un plazo de

quince días.


Mañana seguimos....

LOS COLORES.... de Eduardo Galeano