Continuamos con la lectura de unos tramos más de la vida de este médico Vienés Viktor Frankl...recordá que puedes descargar o leer en línea el libro completo en PDF en el siguiente link...
https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdfLa última voluntad aprendida de memoria.
Y ahora se disponía por segunda vez el transporte al campo de
reposo. Y también ahora se desconocía si era una estratagema
para aprovecharse de los enfermos hasta su último aliento, aun
cuando sólo fuera durante catorce días o si su destino serían las
cámaras de gas o un campo de reposo verdadero. El médico jefe,
que me había tomado cierto apego, me dijo furtivamente una
noche a las diez menos cuarto:
"He hecho saber en el cuarto de mando que todavía se puede
borrar su nombre de la lista; tiene de tiempo hasta las diez."
Le dije que eso no iba conmigo; que yo había aprendido a
dejar que el destino siguiera su curso:
"Prefiero quedarme con mis amigos", le contesté.
Sus ojos tenían una expresión de piedad, como si
comprendiera... Estrechó mi mano en silencio, a modo de adiós,
no para la vida, sino desde la vida. Despacio, volví a mi barracón
y allí encontré a un buen amigo esperándome:
"¿De verdad quieres irte con ellos?", me dijo con tristeza.
"Sí, voy a ir."
Se le saltaron las lágrimas y yo traté de consolarle. Todavía
me quedaba algo por hacer, expresarle mi última voluntad.
"Otto, escucha, en caso de que yo no regrese a casa junto a
mi mujer y en caso de que la vuelvas a ver, dile que yo hablaba
de ella a diario, continuamente. Recuérdalo. En segundo lugar,
que la he amado más que a nadie. En tercer lugar, que el breve
tiempo que estuve casado con ella tiene más valor que nada, que
pesa en mí más incluso que todo lo que hemos pasado aquí.
Otto, ¿dónde estás ahora? ¿Vives? ¿Qué ha sido de ti desde
aquel momento en que estuvimos juntos por última vez?
¿Encontraste a tu mujer? ¿Recuerdas cómo te hice aprender de
memoria mi última voluntad —palabra por palabra— a pesar de
tus lágrimas de niño?
A la mañana siguiente partí con el transporte. Esta vez no era
ningún truco. No nos llevaron a la cámara de gas, sino a un
campo de reposo de verdad. Los que me compadecieron se
quedaron en un campo donde el hambre se iba' a ensañar en ellos
con mayor fiereza que en este nuevo campo. Habían intentado
salvarse pero lo que hicieron fue sellar su propio destino. Meses
después, tras la liberación, encontré a un amigo de aquel campo,
quien me contó que él, como policía, había tenido que buscar un
trozo de carne humana que faltaba de un montón de cadáveres y
que la rescató de un puchero donde la encontró cociéndose. El
canibalismo había hecho su aparición; yo me fui justamente a
tiempo.
¿No recuerda esto el relato de Muerte en Teherán? En cierta
ocasión, un persa rico y poderoso paseaba por el jardín con uno
de sus criados, compungido éste porque acababa de encontrarse
con la muerte, quien le había amenazado. Suplicaba a su amo
para que le diera el caballo más veloz y así poder apresurarse y
llegar a Teherán aquella misma tarde. El amo accedió y el
sirviente se alejó al galope. Al regresar a su casa el amo también
se encontró a la Muerte y le preguntó: "¿Por qué has asustado y
aterrorizado a mi criado?" "Yo no le he amenazado, sólo mostré
mi sorpresa al verle aquí cuando en mis planes estaba encontrarle
esta noche en Teherán", contestó la muerte.
Planes de fuga
El prisionero de un campo de concentración temía tener que
tomar una decisión o cualquier otra iniciativa. Esto era resultado
de un sentimiento muy fuerte que consideraba al destino dueño
de uno y creía que, bajo ningún concepto, se debía influir en él.
Estaba además aquella apatía que, en buena parte, contribuía a
los sentimientos del prisionero. A veces era preciso tomar
decisiones precipitadas que, sin embargo, podían significar la vida
o la muerte. El prisionero hubiera preferido dejar que el destino
eligiera por él. Este querer zafarse del compromiso se hacía más
patente cuando el prisionero debía decidir entre escaparse o no
escaparse del campo. En aquellos minutos en que tenía que
reflexionar y decidir —y siempre era cuestión de unos minutos—
sufría todas las torturas del infierno. ¿Debía intentar escaparse?
¿Debía correr el riesgo? También yo experimenté este tormento.
Al irse acercando el frente de batalla, tuve la oportunidad de
escaparme. Un colega mío que visitaba los barracones fuera del
campo cumpliendo sus deberes profesionales quería evadirse y
llevarme con él. Me sacaría de contrabando con el pretexto de
que tenía que consultar con un colega acerca de la enfermedad de
un paciente que requería el asesoramiento del especialista. Una
vez fuera del campo, un miembro del movimiento de resistencia
extranjero nos proporcionaría uniformes y alimentos. En el último
instante surgieron ciertas dificultades técnicas y tuvimos que
regresar al campo una vez más. Aquella oportunidad nos sirvió
para surtirnos de algunas provisiones, unas cuantas patatas
podridas, y hacernos cada uno con una mochila. Entramos en un
barracón vacío de la sección de mujeres, donde no había nadie
porque éstas habían sido enviadas a otro campo. El barracón
estaba en el mayor de los desórdenes: resultaba obvio que
muchas mujeres habían conseguido víveres y se habían escapado.
Por todas partes había desperdicios, pajas, alimentos
descompuestos y loza rota. Algunos tazones estaban todavía en
buen estado y nos hubieran servido de mucho, pero decidimos
dejarlos. Sabíamos demasiado bien que, en la última época, en
que la situación era cada vez más desesperada, los tazones no
sólo se utilizaban para comer, sino también como palanganas y
orinales. (Regía una norma de cumplimiento estrictamente
obligatorio que prohibía tener cualquier tipo de utensilio en el
barracón, pero muchos prisioneros se vieron forzados a incumplir
esta regla, en especial los afectados de tifus, que estaban
demasiado débiles para salir fuera del chamizo ni aun
ayudándoles.) Mientras yo hacía de pantalla, mi amigo entró en el
barracón y al poco volvió trayendo una mochila bajo su chaqueta.
Dentro había visto otra que yo tenía que coger. Así que
cambiamos los puestos y entré yo. Al escarbar entre la basura
buscando la mochila y, si podía, un cepillo de dientes vi, de
pronto, entre tantas cosas abandonadas, el cadáver de una
mujer.
Volví corriendo a mi barracón y reuní todas mis posesiones: mi
cuenco, un par de mitones rotos, "heredados" de un paciente
muerto de tifus, y unos cuantos recortes de papel con signos
taquigráficos (en los que, como ya he mencionado antes, había
empezado a reconstruir el manuscrito que perdí en Auschwitz).
Pasé una última visita rápida a todos mis pacientes que,
hacinados, yacían sobre tablones podridos a ambos lados del
barracón. Me acerqué a un paisano mío, ya casi medio muerto, y
cuya vida yo me empeñaba en salvar a pesar de su situación.
Tenía que guardar secreto sobre mi intención de escapar, pero micamarada pareció adivinar que algo iba mal (tal vez yo estaba un
poco nervioso). Con la voz cansada me preguntó: "¿Te vas tú
también?" Yo lo negué, pero me resultaba muy difícil evitar su
triste mirada. Tras mi ronda volví a verle. Y otra vez sentí su
mirada desesperada y sentí como una especie de acusación. Y se
agudizó en mí la desagradable sensación que me oprimía desde el
mismo momento en que le dije a mi amigo que me escaparía con
él. De pronto decidí, por una vez, mandar en mi destino. Salí
corriendo del barracón y le dije a mi amigo que no podía irme con
él. Tan pronto como le dije que había tomado la resolución de
quedarme con mis pacientes, aquel sentimiento de desdicha me
abandonó. No sabía lo que me traerían los días sucesivos, pero yo
había ganado una paz interior como nunca antes había
experimentado. Volví al barracón, me senté en los tablones a los
pies de mi paisano y traté de consolarle; después charlé con los
demás intentando calmarlos en su delirio.
Y llegó el último día que pasamos en el campo. Según se
acercaba el frente, los transportes se habían ido llevando a. casi
todos los prisioneros a otros campos. Las autoridades, los "capos"
y los cocineros se habían esfumado. Aquel día se dio la orden de
que el campo iba a ser totalmente evacuado al atardecer. Incluso
los pocos prisioneros que quedaban (los enfermos, unos cuantos
médicos y algunos "enfermeros") tendrían que marcharse. Por la
noche había que prenderle fuego al campo. Por la tarde aún no
habían aparecido los camiones que vendrían a recoger a los
enfermos. Todo lo contrario; de pronto se cerraron las puertas del
campo y se empezó a ejercer una vigilancia estrecha sobre la
alambrada, para evitar cualquier intento de fuga. Parecía como si
hubieran condenado a los prisioneros que quedaban a quemarse
con el campo. Por segunda vez, mi amigo y yo decidimos escapar.
Nos dieron la orden de enterrar a tres hombres al otro lado de la
alambrada. Éramos los únicos que teníamos fuerzas suficientes
para realizar aquella tarea. Casi todos los demás yacían en los
pocos barracones que aún se utilizaban, postrados con fiebre y
delirando. Hicimos nuestros planes: cuando lleváramos el primer
cadáver sacaríamos la mochila de mi amigo ocultándola en la
vieja tina de ropa sucia que hacía las veces de ataúd; con el
segundo cadáver llevaríamos mi mochila del mismo modo y en el
tercer viaje trataríamos de evadirnos. Los dos primeros viajes los
hicimos según lo acordado. Cuando regresamos, esperé a que mi
amigo buscara un trozo de pan para poder comer algo los días
que pasáramos en los bosques. Esperé. Pasaban los minutos y yo
me impacientaba cada vez más al ver que no regresaba. Después
de tres años de reclusión, me imaginaba con gozo cómo sería la
libertad, pensaba en lo maravilloso que sería correr en dirección
al frente. Más tarde supe lo peligroso que hubiera sido semejante
acción. Pero no llegamos tan lejos. En el momento en que mi
amigo regresaba, la verja del campo se abrió de pronto y un
camión espléndido, de color aluminio y con grandes cruces rojas
pintadas entró despacio hasta la explanada donde formábamos.
En él venía un delegado de la Cruz Roja de Ginebra y el campo y
los últimos internados quedaron bajo su protección. El delegado
se alojaba en una granja vecina para estar cerca del campo en
todo momento y acudir en seguida en caso de emergencia.
¿Quién pensaba ya en evadirse? Del camión descargaban cajas
con medicinas, se distribuían cigarrillos, nos fotografiaban y la
alegría era inmensa. Ya no teníamos necesidad de salir corriendo
ni de arriesgarnos hasta llegar al frente de batalla.
En nuestra excitación habíamos olvidado el tercer cadáver, así
que lo sacamos afuera y lo dejamos caer en la estrecha fosa que
habíamos cavado para los tres cuerpos. El guardia que nos
acompañaba —un hombre relativamente inofensivo— se volvió de
pronto extremadamente amable. Vio que podían volverse las
tornas y trató de ganarse nuestro favor: se unió a las breves
oraciones que ofrecimos a los muertos antes de echar la tierra
sobre ellos. Tras la tensión y la excitación de los días y horas
pasados, las palabras de nuestras oraciones rogando por la paz
fueron tan fervientes como las más ardorosas que voz humana
haya musitado nunca.
El último día que pasamos en el campo fue como un anticipo
de la libertad. Pero nuestro regocijo fue prematuro. El delegado
de la Cruz Roja nos aseguró que se había firmado un acuerdo y
que no se iba a evacuar el campo; sin embargo, aquella noche
llegaron los camiones de las SS trayendo orden de despejar el
campo. Los últimos prisioneros que quedaban serían enviados
aun campo central desde donde se les remitiría a Suiza en 48
horas para canjearlos por prisioneros de guerra. Apenas podíamos
reconocer a los SS, de tan amables como se mostraban
intentando persuadirnos para que entráramos en los camiones sin
miedo y asegurándonos que podíamos felicitarnos por nuestra
buena suerte. Los que todavía tenían fuerzas se amontonaron en
los camiones y a los que estaban seriamente enfermos o muy
débiles les izaban con dificultad. Mi amigo y yo —que ya no
escondíamos nuestras mochilas— estábamos en el último grupo y
de él eligieron a trece para la última expedición. El médico jefe
contó el número preciso, pero nosotros dos no estábamos entre
ellos. Los trece subieron al camión y nosotros tuvimos que
quedarnos. Sorprendidos, desilusionados y enfadados increpamos
al doctor, que se excusó diciendo que estaba muy fatigado y se
había distraído. Aseguró que había creído que todavía teníamos
intención de evadirnos. Nos sentamos impacientes, con nuestras
mochilas a la espalda, y esperamos con el resto de los prisioneros
a que viniera un último camión. Fue una larga espera.
Finalmente, nos echamos sobre los colchones del cuarto de
guardia, ahora desierto, exhaustos por la excitación de las últimas
horas y días, durante las cuales habíamos fluctuado
continuamente entre la esperanza y la desesperación. Dormimos
con la ropa y los zapatos puestos, listos para el viaje.
El estruendo de los rifles y cañones nos despertó. Los
fogonazos de las bengalas y los disparos de fusil iluminaban el
barracón. El médico jefe se precipitó dentro ordenándonos que
nos echáramos a tierra. Un prisionero saltó sobre mi estómago
desde la litera que quedaba encima de la mía con zapatos y todo.
¡Vaya si me despertó! Entonces nos dimos cuenta de lo que
sucedía: ¡la línea de fuego había llegado hasta nosotros!
Amenguó el tiroteo y empezó a amanecer. Allá afuera, en el
mástil junto a la verja del campo, una bandera blanca flotaba al
viento. Hasta muchas semanas después no nos enteramos de
que, durante aquellas horas, el destino había jugado con los
pocos prisioneros que quedábamos en el campo. Otra vez más
pudimos comprobar cuan inciertas podían ser las decisiones
humanas, especialmente en lo que se refiere a las cosas de la
vida y la muerte. Ante mí tenía las fotografías que se habían
tomado en un pequeño campo cercano al nuestro. Nuestros
amigos que pensaron viajar hacia la libertad aquella noche,
transportados en los camiones, fueron encerrados en los
barracones y seguidamente murieron abrasados. Sus cuerpos,
parcialmente carbonizados, eran perfectamente reconocibles en la
fotografía. Yo pensé de nuevo en el cuento de Muerte en Teherán.
Hasta aquí por hoy...mañana continuamos...