sábado, 2 de mayo de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-última entrega




Llegamos al final de esta historia extraordinaria, la de un hombre que en el horror más absoluto que puede vivir un ser humano encontró el mayor de los sentidos...el sentido de la Vida. 
Lo hicimos paso a paso juntos.... 






TERCERA FASE: DESPUÉS DE LA LIBERACIÓN

Y ahora, en el último capítulo dedicado a la psicología de un

campo de concentración, analicemos la psicología del prisionero

que ha sido liberado. Para describir las experiencias de la

liberación, que han de ser personales por fuerza, reanudaremos el

hilo en aquella parte de nuestro relato que hablaba de la mañana

en que, tras varios días de gran tensión, se izó la bandera blanca

a la entrada del campo. Al estado de ansiedad interior siguió una

relajación total. Pero se equivocaría quien pensase que nos

volvimos locos de alegría. ¿Qué sucedió, entonces?

Con torpes pasos, los prisioneros nos arrastramos hasta las

puertas del campo. Tímidamente miramos a nuestro derredor y

nos mirábamos los unos a los otros interrogándonos.

Seguidamente, nos aventuramos a dar unos cuantos pasos fuera

del campo y esta vez nadie nos impartía órdenes a gritos, ni

teníamos que apresurarnos en evitación de un golpe o un

puntapié. ¡Oh, no! ¡Esta vez los guardias nos ofrecían cigarrillos!

Al principio a duras penas podíamos reconocerlos, ya que se

habían dado mucha prisa en cambiarse de ropa y vestían de

civiles. Caminábamos despacio por la carretera que partía del

campo. Pronto sentimos dolor en las piernas y temimos caernos,

pero nos repusimos, queríamos ver los alrededores del campo con

los ojos de los hombres libres, por vez primera. "¡Somos libres!",

nos decíamos una y otra vez y aún así no podíamos creerlo.

Habíamos repetido tantas veces esta palabra durante los años

que soñamos con ella, que ya había perdido su significado. Su

realidad no penetraba en nuestra conciencia; no podíamos

aprehender el hecho de que la libertad nos perteneciera.

Llegamos a los prados cubiertos de flores. Las

contemplábamos y nos dábamos cuenta de que estaban allí, pero

no despertaban en nosotros ningún sentimiento. El primer

destello de alegría se produjo cuando vimos un gallo con su cola

de plumas multicolores. Pero no fue más que un destello: todavía

no pertenecíamos a este mundo.

Por la tarde y cuando otra vez nos encontramos en nuestro

barracón, un hombre le dijo en secreto a otro: "¿Dime, estuviste

hoy contento?"

Y el otro le contestó un tanto avergonzado, pues no sabía que

los demás sentíamos de igual modo: "Para ser franco: no."

Literalmente hablando, habíamos perdido la capacidad de

alegrarnos y teníamos que volverla a aprender, lentamente.

Desde el punto de vista psicológico, lo que les sucedía a los

prisioneros liberados podría denominarse "despersonalización".

Todo parecía irreal, improbable, como un sueño. No podíamos

creer que fuera verdad. ¡Cuántas veces, en los pasados años, nos

habían engañado los sueños! Habíamos soñado con que llegaba el

día de la liberación, con que nos habían liberado ya, habíamos

vuelto a casa, saludado a los amigos, abrazado a la esposa, nos

habíamos sentado a la mesa y empezado a contar todo lo que

habíamos pasado, incluso que muy a menudo habíamos

contemplado, en nuestros sueños, el día de nuestra liberación. Y

entonces un silbato traspasaba nuestros oídos —la señal de

levantarnos— y todos nuestros sueños se venían abajo. Y ahora el

sueño se había hecho realidad. ¿Pero podíamos creer de verdad

en él?

El cuerpo tiene menos inhibiciones que la mente, así que

desde el primer momento hizo buen uso de la libertad recién

adquirida y empezó a comer vorazmente, durante horas y días

enteros, incluso en mitad de la noche. Sorprende pensar las

ingentes cantidades que se pueden comer. Y cuando a uno de los

prisioneros le invitaba algún granjero de la vecindad, comía y

comía y bebía café, lo cual le soltaba la lengua y entonces

hablaba y hablaba horas enteras. La presión que durante años

había oprimido su mente desaparecía al fin. Oyéndole hablar se

tenía la impresión de que tenía que hablar, de que su deseo de

hablar era irresistible. Supe de personas que habían sufrido una

presión muy intensa durante un corto período de tiempo (por

ejemplo pasar un interrogatorio de la Gestapo) y experimentaron

idénticas reacciones. Pasaron muchos días antes de que no sólo

se soltara la lengua, sino también algo que estaba dentro de

todos nosotros; y, de pronto, aquel sentimiento se abrió por entre

las extrañas cadenas que lo habían constreñido.

Un día, poco después de nuestra liberación, yo paseaba por la

campiña florida, camino del pueblo más próximo. Las alondras se

elevaban hasta el cielo y yo podía oír sus gozosos cantos; no

había nada más que la tierra y el cielo y el júbilo de las alondras,

y la libertad del espacio. Me detuve, miré en derredor, después al

cielo, y finalmente caí de rodillas. En aquel momento yo sabía

muy poco de mí o del mundo, sólo tenía en la cabeza una frase,

siempre la misma: "Desde mi estrecha prisión llamé a mi Señor y

él me contestó desde el espacio en libertad."

No recuerdo cuanto tiempo permanecí allí, de rodillas,

repitiendo una y otra vez mi jaculatoria. Pero yo sé que aquel día,

en aquel momento, mi vida empezó otra vez. Fui avanzando,

paso a paso, hasta volverme de nuevo un ser humano.



El desahogo



El camino que partía de la aguda tensión espiritual de los

últimos días pasados en el campo (de la guerra de nervios a la

paz mental) no estaba exento de obstáculos. Sería un error

pensar que el prisionero liberado no tenía ya necesidad de ningún

cuidado. Debemos considerar que un hombre que ha vivido bajo

una presión mental tan tremenda y durante tanto tiempo, corre

también peligro después de la liberación, sobre todo habiendo

cesado la tensión tan de repente. Dicho peligro (desde el punto de

vista de la higiene psicológica) es la contrapartida psicológica de

la aeroembolia. Lo mismo que la salud física de los que trabajan

en cámaras de inmersión correría peligro si, de repente,

abandonaran la cámara (donde se encuentran bajo una tremenda

presión atmosférica), así también el hombre que ha sido liberado

repentinamente de la presión espiritual puede sufrir daño en su

salud psíquica.

Durante esta fase psicológica se observaba que las personas

de naturaleza más primitiva no podían escapar a las influencias

de la brutalidad que les había rodeado mientras vivieron en el

campo. Ahora, al verse libres, pensaban que podían hacer uso de

su libertad licenciosamente y sin sujetarse a ninguna norma. Lo

único que había cambiado para ellos era que en vez de ser

oprimidos eran opresores. Se convirtieron en instigadores y no

objetores, de la fuerza y de la injusticia. Justificaban su conducta

en sus propias y terribles experiencias y ello solía ponerse de

manifiesto en situaciones aparentemente inofensivas. En una

ocasión paseaba yo con un amigo camino del campo de

concentración, cuando de pronto llegamos a un sembrado de

espigas verdes. Automáticamente yo las evité, pero él me agarró

del brazo y me arrastró hacia el sembrado. Yo balbucí algo

referente a no tronchar las tiernas espigas. Se enfadó mucho

conmigo, me lanzó una mirada airada y me gritó:

"¡No me digas! ¿No nos han quitado bastante ellos a nosotros?

Mi mujer y mi hijo han muerto en la cámara de gas —por no

mencionar las demás cosas— y tú me vas a prohibir que tronche

unas pocas espigas de trigo?"

Sólo muy lentamente se podía devolver a aquellos hombres a

la verdad lisa y llana de que nadie tenía derecho a obrar mal, ni

aun cuando a él le hubieran hecho daño. Tendríamos que luchar

para hacerles volver a esa verdad, o las consecuencias serían aún

peores que la pérdida de unos cuantos cientos de granos de trigo.

Todavía puedo ver a aquel prisionero que, enrollándose las

mangas de la camisa, metió su mano derecha bajo mi nariz y

gritó: "¡Qué me corten la mano si no me la tiño con sangre el día

que vuelva a casa!" Quiero recalcar que quien decía estas

palabras no era un mal tipo: fue el mejor de los camaradas en el

campo y también después.

Aparte de la deformidad moral resultante del repentino

aflojamiento de la tensión espiritual, otras dos experiencias

mentales amenazaban con dañar el carácter del prisionero

liberado: la amargura y la desilusión que sentía al volver a su

antigua vida.

La amargura tenía su origen en todas aquellas cosas contra las

que se rebelaba cuando volvía a su ciudad. Cuando, a su regreso,

aquel hombre veía que en muchos lugares se le recibía sólo con

un encogimiento de hombros y unas cuantas frases gastadas,

solía amargarse preguntándose por qué había tenido que pasar

por todo aquello. Cuando por doquier oía casi las mismas

palabras: "No sabíamos nada" y "nosotros también sufrimos", se

hacía siempre la misma pregunta. ¿Es que no tienen nada mejor

que decirme?

La experiencia de la desilusión es algo distinta. En este caso

no era ya el amigo (cuya superficialidad y falta de sentimientos

disgustaban tanto al exclaustrado que finalmente se sentía como

si se arrastrara por un agujero sin ver ni oír a ningún ser

humano) que le parecía cruel, sino su propio sino. El hombre que

durante años había creído alcanzar el límite absoluto del

sufrimiento se encontraba ahora con que el sufrimiento no tenía

límites y con que todavía podía sufrir más y más intensamente.

Cuando hablábamos de los intentos de infundir en el prisionero

ánimo para superar su situación, decíamos que había que

mostrarle algo que le hiciera pensar en el porvenir. Había que

recordarle que la vida todavía le estaba esperando, que un ser

humano aguardaba a que él regresara. Pero, ¿y después de la

liberación? Algunos se encontraron con que nadie les esperaba.

Desgraciado de aquel que halló que la persona cuyo solo

recuerdo le había dado valor en el campo ¡ya no vivía!

¡Desdichado de aquel que, cuando finalmente llegó el día de sus

sueños, encontró todo distinto a como lo había añorado! Quizás

abordó un trolebús y viajó hasta la casa que durante años había

tenido en su mente, quizá llamó al timbre, al igual que lo había

soñado en miles de sueños, para encontrarse con que la persona

que tendría que abrirle la puerta no estaba allí, ni nunca volvería.

Allá en el campo, todos nos habíamos confesado unos a otros

que no podía haber en la tierra felicidad que nos compensara por

todo lo que habíamos sufrido. No esperábamos encontrar la

felicidad, no era esto lo que infundía valor y confería significado a

nuestro sufrimiento, a nuestros sacrificios, a nuestra agonía.

Ahora bien, tampoco estábamos preparados para la infelicidad.

Esta desilusión que aguardaba a un número no desdeñable de

prisioneros resultó ser una experiencia muy dura de sobrellevar y

también muy difícil de tratar desde el punto de vista del psiquiatra; 

aunque tampoco tendría que desalentarle; muy al

contrario, debiera ser un acicate y un estímulo más.

Pero para todos y cada uno de los prisioneros liberados llegó el

día en que, volviendo la vista atrás a aquella experiencia del

campo, fueron incapaces de comprender cómo habían podido

soportarlo. Y si llegó por fin el día de su liberación y todo les

pareció como un bello sueño, también llegó el día en que todas

las experiencias del campo no fueron para ellos nada más que

una pesadilla.

La experiencia final para el hombre que vuelve a su hogar es

la maravillosa sensación de que, después de todo lo que ha

sufrido, ya no hay nada a lo que tenga que temer, excepto a su

Dios.



Fin de esta primera parte...Te invitamos a que continúes la lectura la de la segunda parte de este libro que es el nacimiento de la Logoterapia fruto de la experiencia de Viktor Frankl, médico psiquiatra, terapia nacida de su experiencia y que ha ayudado y lo sigue haciendo a millones de seres humanos.

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