viernes, 1 de mayo de 2020

El hombre en busca de sentido-Viktor Frankl-13°entrega



Continuamos con la lectura de este libro extraordinario...

Cada día leemos juntos unas líneas pero recordá que si quisieras descargar el libro completo puedes hacerlo con el siguiente link de un sitio seguro...





https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf



Asistencia psicológica

Seguidamente hablé del futuro inmediato. Y dije que, para el

que quisiera ser imparcial, éste se presentaba bastante negro y

concordé con que cada uno de nosotros podía adivinar que sus

posibilidades de supervivencia eran mínimas: aun cuando ya no

había epidemia de tifus yo estimaba que mis propias

oportunidades estaban en razón de uno a veinte. Pero también les

dije que, a pesar de ello, no tenía intención de perder la

esperanza y tirarlo todo por la borda, pues nadie sabía lo que el

futuro podía depararle y todavía menos la hora siguiente. Y aun

cuando no cabía esperar ningún acontecimiento militar importante

en los días sucesivos, quiénes mejor que nosotros, con nuestra

larga experiencia en los campos para saber que a veces se

ofrecían, de repente, grandes oportunidades, cuando menos a

nivel individual. Por ejemplo, cabía la posibilidad de que,

inesperadamente, uno fuera destinado a un grupo especial que

gozara de condiciones laborales particularmente favorables, ya

que este tipo de cosas constituían la "suerte" del prisionero.

Pero no. sólo hablé del futuro y del velo que lo cubría.

También les hablé del pasado: de todas sus alegrías y de la luz

que irradiaba, brillante aun en la presente oscuridad. Para evitar

que mis palabras sonaran como las de un predicador, cité de

nuevo al poeta que había escrito: “Was du erlebt, kann keine

Macht der Welt dir rauben, ningún poder de la tierra podrá

arrancarte lo que has vivido.” No ya sólo nuestras experiencias,

sino cualquier cosa que hubiéramos hecho, cualesquiera

pensamientos que hubiéramos tenido, así como todo lo que

habíamos sufrido, nada de ello se había perdido, aun cuando

hubiera pasado; lo habíamos hecho ser, y haber sido es también

una forma de ser y quizá la más segura.

Seguidamente me referí a las muchas oportunidades

existentes para darle un sentido a la vida. Hablé a mis camaradas

(que yacían inmóviles, si bien de vez en cuando se oía algún

suspiro) de que la vida humana no cesa nunca, bajo ninguna

circunstancia, y de que este infinito significado de la vida

comprende también el sufrimiento y la agonía, las privaciones y la

muerte. Pedí a aquellas pobres criaturas que me escuchaban

atentamente en la oscuridad del barracón que hicieran cara a lo

serio de nuestra situación. No tenían que perder las esperanzas,

antes bien debían conservar el valor en la certeza de que nuestra

lucha desesperada no perdería su dignidad ni su sentido. Les

aseguré que en las horas difíciles siempre había alguien que nos

observaba —un amigo, una esposa, alguien que estuviera vivo o

muerto, o un Dios— y que sin duda no querría que le

decepcionáramos, antes bien, esperaba que sufriéramos con

orgullo —y no miserablemente— y que supiéramos morir.

Y, finalmente, les hablé de nuestro sacrificio, que en cada caso

tenía un significado. En la naturaleza de este sacrificio estaba el

que pareciera insensato para la vida normal, para el mundo donde

imperaba el éxito material. Pero nuestro sacrificio sí tenía un

sentido. Los que profesaran una fe religiosa, dije con franqueza,

no hallarían dificultades para entenderlo. Les hablé de un

camarada que al llegar al campo había querido hacer un pacto

con el cielo para que su sacrificio y su muerte liberaran al ser que

amaba de un doloroso final. Para él, tanto el sufrimiento como la

muerte y, especialmente, aquel sacrificio, eran significativos. Por

nada del mundo quería morir, como tampoco lo queríamos

ninguno de nosotros. Mis palabras tenían como objetivo dotar a

nuestra vida de un significado, allí y entonces, precisamente en

aquel barracón y aquella situación, prácticamente desesperada.

Pude comprobar que había logrado mi propósito, pues cuando se

encendieron de nuevo las luces, las miserables figuras de mis

camaradas se acercaron renqueantes hacia mí para darme las

gracias, con lágrimas en los ojos. Sin embargo, es preciso que

confiese aquí que sólo muy raras veces hallé en mi interior

fuerzas para establecer este tipo de contacto con mis compañeros

de sufrimientos y que, seguramente, perdí muchas oportunidades

de hacerlo.

Psicología de los guardias del campamento

Llegamos ya a la tercera fase de las reacciones espirituales del

prisionero: su psicología tras la liberación. Pero antes de entrar en

ella consideremos una pregunta que suele hacérsele al psicólogo,

sobre todo cuando conoce el tema por propia experiencia: ¿Qué

opina del carácter psicológico de los guardias del campo? ¿Cómo

es posible que hombres de carne y hueso como los demás

pudieran tratar a sus semejantes en la forma que los prisioneros

aseguran que los trataron? Si tras haber oído una y otra vez los

relatos de las atrocidades cometidas se llega al convencimiento de

que, por increíbles que parezcan, sucedieron de verdad, lo

inmediato es preguntar cómo pudieron ocurrir desde un punto de

vista psicológico. Para contestar a esta pregunta, aunque sin

entrar en muchos detalles, es preciso puntualizar algunas cosas.

En primer lugar, había entre los guardias algunos sádicos, sádicos

en el sentido clínico más estricto. En segundo lugar, se elegía

especialmente a los sádicos siempre que se necesitaba un

destacamento de guardias muy severos. A esa selección negativa

de la que ya hemos hablado en otro lugar, como la que se

realizaba entre la masa de los propios prisioneros para elegir a

aquellos que debían ejercer la función de "capos" y en la que es

fácil comprender que, a menudo, fueran los individuos más

brutales y egoístas los que tenían más probabilidades de

sobrevivir, a esta selección negativa, pues, se añadía en el campo

la selección positiva de los sádicos.

Se armaba un gran revuelo de alegría cuando, tras dos horas

de' duro bregar bajo la cruda helada, nos permitían calentarnos

unos pocos minutos allí mismo, al pie del trabajo, frente a una

pequeña estufa que se cargaba con ramitas y virutas de madera.

Pero siempre había algún capataz que sentía gran placer en

privarnos de esta pequeña comodidad. Su rostro expresaba bien a

las claras la satisfacción que sentía no ya sólo al prohibirnos estar

allí, sino volcando la estufa y hundiendo su amoroso fuego en la

nieve. Cuando a las SS les molestaba determinada persona,

siempre había en sus filas alguien especialmente dotado y

altamente especializado en la tortura sádica a quien se enviaba al

desdichado prisionero.

En tercer lugar, los sentimientos de la mayoría de los guardias

se hallaban embotados por todos aquellos años en que, a ritmo

siempre creciente, habían sido testigos de los brutales métodos

del campo. Los que estaban endurecidos moral y mentalmente

rehusaban, al menos, tomar parte activa en acciones de carácter

sádico, pero no impedían que otros las realizaran.

En cuarto lugar, es preciso afirmar que aun entre los guardias

había algunos que sentían lástima de nosotros. Mencionaré

únicamente al comandante del campo del que fui liberado.

Después de la liberación —y sólo el médico del campo, que

también era prisionero, tenía conocimiento de ello antes de esa

fecha— me enteré de que dicho comandante había comprado en

la localidad más próxima medicinas destinadas a los prisioneros y

había pagado de su propio bolsillo cantidades nada despreciables.

Por lo que se refiere a este comandante de las SS, ocurrió un

incidente interesante relativo a la actitud que tomaron hacia él

algunos de los prisioneros judíos. Al acabar la guerra y ser

liberados por las tropas norteamericanas, tres jóvenes judíos

húngaros escondieron al comandante en los bosques bávaros. A

continuación se presentaron ante el comandante de las fuerzas

americanas, quien estaba ansioso por capturar a aquel oficial de

las SS, para decirle que le revelarían donde se encontraba

únicamente bajo determinadas condiciones: el comandante

norteamericano tenía que prometer que no se haría ningún daño

a aquel hombre. Tras pensarlo un rato, el comandante prometió a

los jóvenes judíos que cuando capturara al prisionero se ocuparía

de que no le causaran la más mínima lesión y no sólo cumplió su

promesa, sino que, como prueba de ello, el antiguo comandante

del campo de concentración fue, de algún modo, repuesto en su

cargo, encargándose de supervisar la recogida de ropas entre las

aldeas bávaras más próximas y de distribuirlas entre nosotros.

El prisionero más antiguo del campo era, sin embargo, mucho

peor que todos los guardias de las SS juntos. Golpeaba a los

demás prisioneros a la más mínima falta, mientras que el

comandante alemán, hasta donde yo sé, no levantó nunca la

mano contra ninguno de nosotros.

Es evidente que el mero hecho de saber que un hombre fue

guardia del campo o prisionero nada nos dice. La bondad humana

se encuentra en todos los grupos, incluso en aquellos que, en

términos generales, merecen que se les condene. Los límites

entre estos grupos se superponen muchas veces y no debemos

inclinarnos a simplificar las cosas asegurando que unos hombres

eran unos ángeles y otros unos demonios. Lo cierto es que,

tratándose de un capataz, el hecho de ser amable con los

prisioneros a pesar de todas las perniciosas influencias del campo

es un gran logro, mientras que la vileza del prisionero que

maltrata a sus propios compañeros merece condenación y

desprecio en grado sumo. Obviamente, los prisioneros veían en

estos hombres una falta de carácter que les desconcertaba

especialmente, mientras que se sentían profundamente

conmovidos por la más mínima muestra de bondad recibida de

alguno de los guardias. Recuerdo que un día un capataz me dio

en secreto un trozo de pan que debió haber guardado de su

propia ración del desayuno. Pero me dio algo más, un "algo"

humano que hizo que se me saltaran las lágrimas: la palabra y la

mirada con que aquel hombre acompañó el regalo.

De todo lo expuesto debemos sacar la consecuencia de que

hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la

"raza" de los hombres decentes y la raza de los indecentes.

Ambas se encuentran en todas partes y en todas las capas

sociales. Ningún grupo se compone de hombres decentes o de

hombres indecentes, así sin más ni más. En este sentido, ningún

grupo es de "pura raza" y, por ello, a veces se podía encontrar,

entre los guardias, a alguna persona decente.

La vida en un campo de concentración abría de par en par el

alma humana y sacaba a la luz sus abismos. ¿Puede sorprender

que en estas profundidades encontremos, una vez más,

únicamente cualidades humanas que, en su naturaleza más

íntima, eran una mezcla del bien y del mal? La escisión que

separa el bien del mal, que atraviesa imaginariamente a todo ser

humano, alcanza a las profundidades más hondas y se hizo

manifiesta en el fondo del abismo que se abrió en los campos de

concentración. Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre

quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el

hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha

inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha

entrado en ellas con paso firme musitando una oración.


Hasta aquí por hoy...continuamos mañana...

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