Continuamos con la lectura de este libro extraordinario...
Cada día leemos juntos unas líneas pero recordá que si quisieras descargar el libro completo puedes hacerlo con el siguiente link de un sitio seguro...
https://www.actors-studio.org/web/images/pdf/viktor_frankl_el_hombre_en_busca_del_sentido.pdf
Asistencia psicológica
Seguidamente hablé del futuro inmediato. Y dije que, para el
que quisiera ser imparcial, éste se presentaba bastante negro y
concordé con que cada uno de nosotros podía adivinar que sus
posibilidades de supervivencia eran mínimas: aun cuando ya no
había epidemia de tifus yo estimaba que mis propias
oportunidades estaban en razón de uno a veinte. Pero también les
dije que, a pesar de ello, no tenía intención de perder la
esperanza y tirarlo todo por la borda, pues nadie sabía lo que el
futuro podía depararle y todavía menos la hora siguiente. Y aun
cuando no cabía esperar ningún acontecimiento militar importante
en los días sucesivos, quiénes mejor que nosotros, con nuestra
larga experiencia en los campos para saber que a veces se
ofrecían, de repente, grandes oportunidades, cuando menos a
nivel individual. Por ejemplo, cabía la posibilidad de que,
inesperadamente, uno fuera destinado a un grupo especial que
gozara de condiciones laborales particularmente favorables, ya
que este tipo de cosas constituían la "suerte" del prisionero.
Pero no. sólo hablé del futuro y del velo que lo cubría.
También les hablé del pasado: de todas sus alegrías y de la luz
que irradiaba, brillante aun en la presente oscuridad. Para evitar
que mis palabras sonaran como las de un predicador, cité de
nuevo al poeta que había escrito: “Was du erlebt, kann keine
Macht der Welt dir rauben, ningún poder de la tierra podrá
arrancarte lo que has vivido.” No ya sólo nuestras experiencias,
sino cualquier cosa que hubiéramos hecho, cualesquiera
pensamientos que hubiéramos tenido, así como todo lo que
habíamos sufrido, nada de ello se había perdido, aun cuando
hubiera pasado; lo habíamos hecho ser, y haber sido es también
una forma de ser y quizá la más segura.
Seguidamente me referí a las muchas oportunidades
existentes para darle un sentido a la vida. Hablé a mis camaradas
(que yacían inmóviles, si bien de vez en cuando se oía algún
suspiro) de que la vida humana no cesa nunca, bajo ninguna
circunstancia, y de que este infinito significado de la vida
comprende también el sufrimiento y la agonía, las privaciones y la
muerte. Pedí a aquellas pobres criaturas que me escuchaban
atentamente en la oscuridad del barracón que hicieran cara a lo
serio de nuestra situación. No tenían que perder las esperanzas,
antes bien debían conservar el valor en la certeza de que nuestra
lucha desesperada no perdería su dignidad ni su sentido. Les
aseguré que en las horas difíciles siempre había alguien que nos
observaba —un amigo, una esposa, alguien que estuviera vivo o
muerto, o un Dios— y que sin duda no querría que le
decepcionáramos, antes bien, esperaba que sufriéramos con
orgullo —y no miserablemente— y que supiéramos morir.
Y, finalmente, les hablé de nuestro sacrificio, que en cada caso
tenía un significado. En la naturaleza de este sacrificio estaba el
que pareciera insensato para la vida normal, para el mundo donde
imperaba el éxito material. Pero nuestro sacrificio sí tenía un
sentido. Los que profesaran una fe religiosa, dije con franqueza,
no hallarían dificultades para entenderlo. Les hablé de un
camarada que al llegar al campo había querido hacer un pacto
con el cielo para que su sacrificio y su muerte liberaran al ser que
amaba de un doloroso final. Para él, tanto el sufrimiento como la
muerte y, especialmente, aquel sacrificio, eran significativos. Por
nada del mundo quería morir, como tampoco lo queríamos
ninguno de nosotros. Mis palabras tenían como objetivo dotar a
nuestra vida de un significado, allí y entonces, precisamente en
aquel barracón y aquella situación, prácticamente desesperada.
Pude comprobar que había logrado mi propósito, pues cuando se
encendieron de nuevo las luces, las miserables figuras de mis
camaradas se acercaron renqueantes hacia mí para darme las
gracias, con lágrimas en los ojos. Sin embargo, es preciso que
confiese aquí que sólo muy raras veces hallé en mi interior
fuerzas para establecer este tipo de contacto con mis compañeros
de sufrimientos y que, seguramente, perdí muchas oportunidades
de hacerlo.
Psicología de los guardias del campamento
Llegamos ya a la tercera fase de las reacciones espirituales del
prisionero: su psicología tras la liberación. Pero antes de entrar en
ella consideremos una pregunta que suele hacérsele al psicólogo,
sobre todo cuando conoce el tema por propia experiencia: ¿Qué
opina del carácter psicológico de los guardias del campo? ¿Cómo
es posible que hombres de carne y hueso como los demás
pudieran tratar a sus semejantes en la forma que los prisioneros
aseguran que los trataron? Si tras haber oído una y otra vez los
relatos de las atrocidades cometidas se llega al convencimiento de
que, por increíbles que parezcan, sucedieron de verdad, lo
inmediato es preguntar cómo pudieron ocurrir desde un punto de
vista psicológico. Para contestar a esta pregunta, aunque sin
entrar en muchos detalles, es preciso puntualizar algunas cosas.
En primer lugar, había entre los guardias algunos sádicos, sádicos
en el sentido clínico más estricto. En segundo lugar, se elegía
especialmente a los sádicos siempre que se necesitaba un
destacamento de guardias muy severos. A esa selección negativa
de la que ya hemos hablado en otro lugar, como la que se
realizaba entre la masa de los propios prisioneros para elegir a
aquellos que debían ejercer la función de "capos" y en la que es
fácil comprender que, a menudo, fueran los individuos más
brutales y egoístas los que tenían más probabilidades de
sobrevivir, a esta selección negativa, pues, se añadía en el campo
la selección positiva de los sádicos.
Se armaba un gran revuelo de alegría cuando, tras dos horas
de' duro bregar bajo la cruda helada, nos permitían calentarnos
unos pocos minutos allí mismo, al pie del trabajo, frente a una
pequeña estufa que se cargaba con ramitas y virutas de madera.
Pero siempre había algún capataz que sentía gran placer en
privarnos de esta pequeña comodidad. Su rostro expresaba bien a
las claras la satisfacción que sentía no ya sólo al prohibirnos estar
allí, sino volcando la estufa y hundiendo su amoroso fuego en la
nieve. Cuando a las SS les molestaba determinada persona,
siempre había en sus filas alguien especialmente dotado y
altamente especializado en la tortura sádica a quien se enviaba al
comprende también el sufrimiento y la agonía, las privaciones y la
muerte. Pedí a aquellas pobres criaturas que me escuchaban
atentamente en la oscuridad del barracón que hicieran cara a lo
serio de nuestra situación. No tenían que perder las esperanzas,
antes bien debían conservar el valor en la certeza de que nuestra
lucha desesperada no perdería su dignidad ni su sentido. Les
aseguré que en las horas difíciles siempre había alguien que nos
observaba —un amigo, una esposa, alguien que estuviera vivo o
muerto, o un Dios— y que sin duda no querría que le
decepcionáramos, antes bien, esperaba que sufriéramos con
orgullo —y no miserablemente— y que supiéramos morir.
Y, finalmente, les hablé de nuestro sacrificio, que en cada caso
tenía un significado. En la naturaleza de este sacrificio estaba el
que pareciera insensato para la vida normal, para el mundo donde
imperaba el éxito material. Pero nuestro sacrificio sí tenía un
sentido. Los que profesaran una fe religiosa, dije con franqueza,
no hallarían dificultades para entenderlo. Les hablé de un
camarada que al llegar al campo había querido hacer un pacto
con el cielo para que su sacrificio y su muerte liberaran al ser que
amaba de un doloroso final. Para él, tanto el sufrimiento como la
muerte y, especialmente, aquel sacrificio, eran significativos. Por
nada del mundo quería morir, como tampoco lo queríamos
ninguno de nosotros. Mis palabras tenían como objetivo dotar a
nuestra vida de un significado, allí y entonces, precisamente en
aquel barracón y aquella situación, prácticamente desesperada.
Pude comprobar que había logrado mi propósito, pues cuando se
encendieron de nuevo las luces, las miserables figuras de mis
camaradas se acercaron renqueantes hacia mí para darme las
gracias, con lágrimas en los ojos. Sin embargo, es preciso que
confiese aquí que sólo muy raras veces hallé en mi interior
fuerzas para establecer este tipo de contacto con mis compañeros
de sufrimientos y que, seguramente, perdí muchas oportunidades
de hacerlo.
Psicología de los guardias del campamento
Llegamos ya a la tercera fase de las reacciones espirituales del
prisionero: su psicología tras la liberación. Pero antes de entrar en
ella consideremos una pregunta que suele hacérsele al psicólogo,
sobre todo cuando conoce el tema por propia experiencia: ¿Qué
opina del carácter psicológico de los guardias del campo? ¿Cómo
es posible que hombres de carne y hueso como los demás
pudieran tratar a sus semejantes en la forma que los prisioneros
aseguran que los trataron? Si tras haber oído una y otra vez los
relatos de las atrocidades cometidas se llega al convencimiento de
que, por increíbles que parezcan, sucedieron de verdad, lo
inmediato es preguntar cómo pudieron ocurrir desde un punto de
vista psicológico. Para contestar a esta pregunta, aunque sin
entrar en muchos detalles, es preciso puntualizar algunas cosas.
En primer lugar, había entre los guardias algunos sádicos, sádicos
en el sentido clínico más estricto. En segundo lugar, se elegía
especialmente a los sádicos siempre que se necesitaba un
destacamento de guardias muy severos. A esa selección negativa
de la que ya hemos hablado en otro lugar, como la que se
realizaba entre la masa de los propios prisioneros para elegir a
aquellos que debían ejercer la función de "capos" y en la que es
fácil comprender que, a menudo, fueran los individuos más
brutales y egoístas los que tenían más probabilidades de
sobrevivir, a esta selección negativa, pues, se añadía en el campo
la selección positiva de los sádicos.
Se armaba un gran revuelo de alegría cuando, tras dos horas
de' duro bregar bajo la cruda helada, nos permitían calentarnos
unos pocos minutos allí mismo, al pie del trabajo, frente a una
pequeña estufa que se cargaba con ramitas y virutas de madera.
Pero siempre había algún capataz que sentía gran placer en
privarnos de esta pequeña comodidad. Su rostro expresaba bien a
las claras la satisfacción que sentía no ya sólo al prohibirnos estar
allí, sino volcando la estufa y hundiendo su amoroso fuego en la
nieve. Cuando a las SS les molestaba determinada persona,
siempre había en sus filas alguien especialmente dotado y
altamente especializado en la tortura sádica a quien se enviaba al
desdichado prisionero.
En tercer lugar, los sentimientos de la mayoría de los guardias
se hallaban embotados por todos aquellos años en que, a ritmo
siempre creciente, habían sido testigos de los brutales métodos
del campo. Los que estaban endurecidos moral y mentalmente
rehusaban, al menos, tomar parte activa en acciones de carácter
sádico, pero no impedían que otros las realizaran.
En cuarto lugar, es preciso afirmar que aun entre los guardias
había algunos que sentían lástima de nosotros. Mencionaré
únicamente al comandante del campo del que fui liberado.
Después de la liberación —y sólo el médico del campo, que
también era prisionero, tenía conocimiento de ello antes de esa
fecha— me enteré de que dicho comandante había comprado en
la localidad más próxima medicinas destinadas a los prisioneros y
había pagado de su propio bolsillo cantidades nada despreciables.
Por lo que se refiere a este comandante de las SS, ocurrió un
incidente interesante relativo a la actitud que tomaron hacia él
algunos de los prisioneros judíos. Al acabar la guerra y ser
liberados por las tropas norteamericanas, tres jóvenes judíos
húngaros escondieron al comandante en los bosques bávaros. A
continuación se presentaron ante el comandante de las fuerzas
americanas, quien estaba ansioso por capturar a aquel oficial de
las SS, para decirle que le revelarían donde se encontraba
únicamente bajo determinadas condiciones: el comandante
norteamericano tenía que prometer que no se haría ningún daño
a aquel hombre. Tras pensarlo un rato, el comandante prometió a
los jóvenes judíos que cuando capturara al prisionero se ocuparía
de que no le causaran la más mínima lesión y no sólo cumplió su
promesa, sino que, como prueba de ello, el antiguo comandante
del campo de concentración fue, de algún modo, repuesto en su
cargo, encargándose de supervisar la recogida de ropas entre las
aldeas bávaras más próximas y de distribuirlas entre nosotros.
El prisionero más antiguo del campo era, sin embargo, mucho
peor que todos los guardias de las SS juntos. Golpeaba a los
demás prisioneros a la más mínima falta, mientras que el
comandante alemán, hasta donde yo sé, no levantó nunca la
mano contra ninguno de nosotros.
Es evidente que el mero hecho de saber que un hombre fue
guardia del campo o prisionero nada nos dice. La bondad humana
se encuentra en todos los grupos, incluso en aquellos que, en
términos generales, merecen que se les condene. Los límites
entre estos grupos se superponen muchas veces y no debemos
inclinarnos a simplificar las cosas asegurando que unos hombres
eran unos ángeles y otros unos demonios. Lo cierto es que,
tratándose de un capataz, el hecho de ser amable con los
prisioneros a pesar de todas las perniciosas influencias del campo
es un gran logro, mientras que la vileza del prisionero que
maltrata a sus propios compañeros merece condenación y
desprecio en grado sumo. Obviamente, los prisioneros veían en
estos hombres una falta de carácter que les desconcertaba
especialmente, mientras que se sentían profundamente
conmovidos por la más mínima muestra de bondad recibida de
alguno de los guardias. Recuerdo que un día un capataz me dio
en secreto un trozo de pan que debió haber guardado de su
propia ración del desayuno. Pero me dio algo más, un "algo"
humano que hizo que se me saltaran las lágrimas: la palabra y la
mirada con que aquel hombre acompañó el regalo.
De todo lo expuesto debemos sacar la consecuencia de que
hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la
"raza" de los hombres decentes y la raza de los indecentes.
Ambas se encuentran en todas partes y en todas las capas
sociales. Ningún grupo se compone de hombres decentes o de
hombres indecentes, así sin más ni más. En este sentido, ningún
grupo es de "pura raza" y, por ello, a veces se podía encontrar,
entre los guardias, a alguna persona decente.
La vida en un campo de concentración abría de par en par el
alma humana y sacaba a la luz sus abismos. ¿Puede sorprender
que en estas profundidades encontremos, una vez más,
únicamente cualidades humanas que, en su naturaleza más
íntima, eran una mezcla del bien y del mal? La escisión que
separa el bien del mal, que atraviesa imaginariamente a todo ser
humano, alcanza a las profundidades más hondas y se hizo
manifiesta en el fondo del abismo que se abrió en los campos de
concentración. Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre
quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el
hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha
inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha
entrado en ellas con paso firme musitando una oración.
En tercer lugar, los sentimientos de la mayoría de los guardias
se hallaban embotados por todos aquellos años en que, a ritmo
siempre creciente, habían sido testigos de los brutales métodos
del campo. Los que estaban endurecidos moral y mentalmente
rehusaban, al menos, tomar parte activa en acciones de carácter
sádico, pero no impedían que otros las realizaran.
En cuarto lugar, es preciso afirmar que aun entre los guardias
había algunos que sentían lástima de nosotros. Mencionaré
únicamente al comandante del campo del que fui liberado.
Después de la liberación —y sólo el médico del campo, que
también era prisionero, tenía conocimiento de ello antes de esa
fecha— me enteré de que dicho comandante había comprado en
la localidad más próxima medicinas destinadas a los prisioneros y
había pagado de su propio bolsillo cantidades nada despreciables.
Por lo que se refiere a este comandante de las SS, ocurrió un
incidente interesante relativo a la actitud que tomaron hacia él
algunos de los prisioneros judíos. Al acabar la guerra y ser
liberados por las tropas norteamericanas, tres jóvenes judíos
húngaros escondieron al comandante en los bosques bávaros. A
continuación se presentaron ante el comandante de las fuerzas
americanas, quien estaba ansioso por capturar a aquel oficial de
las SS, para decirle que le revelarían donde se encontraba
únicamente bajo determinadas condiciones: el comandante
norteamericano tenía que prometer que no se haría ningún daño
a aquel hombre. Tras pensarlo un rato, el comandante prometió a
los jóvenes judíos que cuando capturara al prisionero se ocuparía
de que no le causaran la más mínima lesión y no sólo cumplió su
promesa, sino que, como prueba de ello, el antiguo comandante
del campo de concentración fue, de algún modo, repuesto en su
cargo, encargándose de supervisar la recogida de ropas entre las
aldeas bávaras más próximas y de distribuirlas entre nosotros.
El prisionero más antiguo del campo era, sin embargo, mucho
peor que todos los guardias de las SS juntos. Golpeaba a los
demás prisioneros a la más mínima falta, mientras que el
comandante alemán, hasta donde yo sé, no levantó nunca la
mano contra ninguno de nosotros.
Es evidente que el mero hecho de saber que un hombre fue
guardia del campo o prisionero nada nos dice. La bondad humana
se encuentra en todos los grupos, incluso en aquellos que, en
términos generales, merecen que se les condene. Los límites
entre estos grupos se superponen muchas veces y no debemos
inclinarnos a simplificar las cosas asegurando que unos hombres
eran unos ángeles y otros unos demonios. Lo cierto es que,
tratándose de un capataz, el hecho de ser amable con los
prisioneros a pesar de todas las perniciosas influencias del campo
es un gran logro, mientras que la vileza del prisionero que
maltrata a sus propios compañeros merece condenación y
desprecio en grado sumo. Obviamente, los prisioneros veían en
estos hombres una falta de carácter que les desconcertaba
especialmente, mientras que se sentían profundamente
conmovidos por la más mínima muestra de bondad recibida de
alguno de los guardias. Recuerdo que un día un capataz me dio
en secreto un trozo de pan que debió haber guardado de su
propia ración del desayuno. Pero me dio algo más, un "algo"
humano que hizo que se me saltaran las lágrimas: la palabra y la
mirada con que aquel hombre acompañó el regalo.
De todo lo expuesto debemos sacar la consecuencia de que
hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la
"raza" de los hombres decentes y la raza de los indecentes.
Ambas se encuentran en todas partes y en todas las capas
sociales. Ningún grupo se compone de hombres decentes o de
hombres indecentes, así sin más ni más. En este sentido, ningún
grupo es de "pura raza" y, por ello, a veces se podía encontrar,
entre los guardias, a alguna persona decente.
La vida en un campo de concentración abría de par en par el
alma humana y sacaba a la luz sus abismos. ¿Puede sorprender
que en estas profundidades encontremos, una vez más,
únicamente cualidades humanas que, en su naturaleza más
íntima, eran una mezcla del bien y del mal? La escisión que
separa el bien del mal, que atraviesa imaginariamente a todo ser
humano, alcanza a las profundidades más hondas y se hizo
manifiesta en el fondo del abismo que se abrió en los campos de
concentración. Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre
quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el
hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha
inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha
entrado en ellas con paso firme musitando una oración.
Hasta aquí por hoy...continuamos mañana...
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